Por Enric Berenguer
La Vanguardia
Freud planteó la estrecha articulación entre –tal
como él lo dijo– la psicología individual y la colectiva. Es más, llegó a decir
provocativamente que no hay diferencia entre la una y la otra, porque el ser
humano lleva en sí la dimensión de lo social, es inconcebible sin la alteridad
y el vínculo. La pregunta sobre cómo afectan al individuo ciertas corrientes en
las que está inmerso en la época en la que vive está siempre abierta para
nosotros.
Se ha planteado a veces en una perspectiva histórica, por ejemplo en
lo que se llamó historia de las mentalidades, o bien en una perspectiva de
actualidad. Y, de hecho, las importantes transformaciones del mundo a las que
asistimos nos obligan a hacer este ejercicio con mayor urgencia. Esto no
desmiente la absoluta singularidad de cada persona, que es al fin y al cabo lo
que más nos importa. Pero para entender lo que nos dicen las personas que se
dirigen a nosotros, para captar lo más propio de cada uno, necesitamos conocer,
por así decir, la lengua de la época en la que nos hablan. Y no sólo la lengua,
como marco simbólico que, además de los modos de decir, constituye el marco
simbólico en el que el sujeto se conforma y se orienta, se identifica y se
sitúa respecto a los demás. También es preciso conocer algunos funcionamientos
de los que es imposible aislarse y que por tanto se imponen, como por ejemplo
en lo concerniente la relación con el cuerpo y a los modos de satisfacción
permitidos o excluidos, además de los fomentados e incluso impuestos.
Una sociedad como la actual, profundamente
estructurada por un mercado generalizado que convierte en mercancía todo lo que
toca, que impone en todos los aspectos del vivir las leyes de la competencia y
la exigencia de rendimiento, ¿cómo influye en los modos de vida, cómo se inmiscuye
en zonas de la intimidad que antes parecían libres de esta clase de influencia?
Incluso, ¿cómo perturba lo que Laval llamó la “juntura delicada del sentimiento
de la vida”?
En este sentido, una conversación entre sociólogos,
filósofos y psicoanalistas tiene todo su interés. Más aún cuando algunos de
ellos, como Pierre Dardot y Christian Laval, plantean que uno de los elementos
fundamentales de lo que se ha venido en llamar “neoliberalismo” consiste
precisamente en una modificación de la subjetividad. Llegando a decir que lo
esencial de ese modo de producción es la producción de un sujeto. Esto es lo
que justifica el título de un libro, El ser neoliberal (Gedisa),
recientemente publicado, que da cuenta de un intercambio acerca de las
transformaciones contemporáneas de la experiencia de la subjetividad, que es
tanto como decir de la vida del ser de palabra que es el hombre. Este
intercambio resulta tanto más fácil por el hecho de que, a lo largo de su obra,
Dardot y Laval han recurrido en más de una ocasión al psicoanálisis –
particularmente a Lacan – para explicar los mecanismos en juego y los efectos
sintomáticos de una concepción del mundo y un modo de funcionamiento cuya
eficacia se explica, precisamente, por el modo en que se inmiscuye en y hace
uso de los modos de funcionamiento de lo que Freud llamó la pulsión. Así, allí
donde autores como Negri y Hardt hablaban de “capitalismo cognitivo”, ellos
hablarían más bien de un “capitalismo pulsional”. Que es un modo de decir que
el discurso capitalista sabe explotar la profunda insatisfacción que habita al
ser de palabra y los mecanismos adictivos con los que, tratando de colmar ese
vacío, acaba haciéndolo cada vez más profundo.
En suma, tomando una expresión planteada hace años
por Jacques-Alain Miller, se trataría de pensar las consecuencias de un modo de
vida en el que el “plus de gozar” – término que evoca la plusvalía de Marx –
está en el “lugar de mando”.
Enric Berenguer. Psicoanalista. Autor de “¿Cómo se
construye un caso?”