Por Eduardo Giordano
Bajo la presidencia de George
W. Bush, Estados Unidos instigó un golpe de Estado en Venezuela imponiendo un
presidente que duró apenas dos días, con el apoyo de la oposición al chavismo y
con la complicidad del presidente español José María Aznar.
Entre el 11 y el 14 de abril
de 2002, el empresario Pedro Carmona, máxima autoridad de Fedecámaras, ejerció
como presidente de facto de Venezuela, con Hugo Chávez encarcelado e
incomunicado. Se difundió el bulo de una supuesta renuncia a la presidencia y
la oposición argumentó que no se trataba de un golpe de Estado, sino de llenar
un vacío de poder. El presidente español respaldó el golpe desde el primer
momento, suscribiendo un comunicado conjunto con el Gobierno de Estados Unidos
por el que ambos países expresaban “su deseo de que la excepcional situación
que experimenta Venezuela conduzca en el plazo más breve a la normalización
democrática plena”.
En aquella ocasión el golpe
se articuló de manera chapucera, en un contexto internacional desfavorable a su
consecución. Aparte del conservador José María Aznar y del camaléonico Tony
Blair, Estados Unidos no contaba con más aliados incondicionales en el
continente europeo que apoyasen sus aventuras en el exterior. El golpe iniciado
ahora en Venezuela por el gobierno de Donald Trump es una maniobra bastante más
sofisticada, en la que participan consejeros de la vieja guardia belicista y
anticomunista del establishment, alineados con
cubanos anticastristas, y se articula como un plan de vasto alcance
internacional para aislar al gobierno de Venezuela, cercarlo política y
económicamente y forzarlo a caer.
El plan latinoamericano del
Gobierno de Trump no afecta solo a Venezuela, aunque esta es la primera pieza a
cobrar. Tanto el consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, John
Bolton, como el vicepresidente Mike Pence advirtieron en noviembre pasado que
los otros dos países de la “troika de la tiranía” eran Cuba y Nicaragua.
No se puede pensar en
Venezuela sin tener en cuenta esta política global del Gobierno de Estados
Unidos, que se expresa abiertamente en su beligerancia hacia los gobiernos
latinoamericanos no adscritos al neoliberalismo. Este es el escenario real: una
potencia hostil desarrolla un plan de acoso y derribo de regímenes a los que
descalifica por su ideología.
En un contexto internacional
más permeable a apoyar el intervencionismo, el Gobierno español impulsó el
respaldo europeo al nuevo ciclo de dominación imperialista en América Latina.
España desempeñó un papel crucial en la estrategia de “cambio de régimen”
diseñada por los asesores de Trump para Venezuela. El embajador estadounidense
informó al Gobierno español el 23 de enero que el diputado Juan Guaidó se
proclamaría presidente y que el Gobierno de Estados Unidos iba a reconocerlo
como tal. Al día siguiente, consumada la autoproclamación, que contó con el
reconocimiento inmediato de Estados Unidos, el ministro español de Exteriores,
Josep Borrell, mantuvo una reunión con el embajador estadounidense Duke Bucham
III, quien dejó constancia en sus declaraciones a la prensa de “la importancia
que Washington atribuye a España y Portugal en la crisis de Venezuela por su
capacidad de arrastrar al resto de la UE”.
El presidente español, Pedro
Sánchez, llamó a Guaidó desde Davos para brindarle su apoyo moral, aunque no el
reconocimiento oficial como presidente. Poco después, el Gobierno español se
pronunció oficialmente a través de su ministro de Exteriores, Josep Borrell,
comunicando su intención de liderar la posición conjunta de la UE.
Borrell exigió al presidente
de Venezuela una nueva convocatoria de elecciones con la amenaza de que, en
caso contrario, Europa reconocería como presidente al opositor Juan Guaidó.
Después de consensuar una estrategia común para la Unión Europea, fue el propio
Pedro Sánchez quien lanzó el ultimátum de su gobierno al de Venezuela. España
concedía a Maduro nada menos que ¡un plazo de ocho días para convocar
elecciones!
CONTRADICCIONES DEL SOCIALISMO ESPAÑOL ANTE LA REVOLUCIÓN BOLIVARIANA
Curiosidades del socialismo
español. Historias de amor y odio por los procesos revolucionarios de los
países que formaron parte del antiguo imperio colonial. Más aún que en el caso
de Cuba, en Venezuela emergen las mayores disparidades de criterios. El viejo
patriarca del partido, Felipe González, es un férreo enemigo del chavismo,
mientras que el también ex presidente socialista español José Luis Rodríguez
Zapatero fue observador internacional en las últimas elecciones venezolanas de
mayo de 2018, que dieron la victoria a Maduro, supervisándolas sin encontrar
irregularidades. Después de ejercer como observador y de avalar el resultado de
las elecciones, Zapatero declaraba a quien quisiera oírlo: “Aquí se ha invitado
a todo el mundo a vivir el proceso electoral. ¿No tiene expertos la Unión
Europea, hoy, con los medios que hay? ¿Ni Naciones Unidas y todas estas
organizaciones… para saber si unas elecciones se producen correctamente? ¡Claro
que los hay!”.
El ex presidente que ordenó
la retirada de España de la guerra de Iraq, en cumplimiento de su compromiso
electoral, sufre una larga travesía del desierto, aislado por su equidistancia
en un partido completamente alineado con la derecha venezolana (y española)
frente al chavismo. Antes de las elecciones que dieron la victoria a Nicolás
Maduro, Rodríguez Zapatero ejerció como mediador entre el Gobierno y la
oposición de Venezuela, con la necesaria aceptación de ambas partes, en unas
negociaciones que se prolongaron durante casi dos años con el fin de alcanzar
un acuerdo que desembocara en elecciones consensuadas. Concluidas las
conversaciones y a punto de firmarse un documento conjunto, en febrero de 2018,
la oposición se retiró de la mesa de diálogo y rechazó participar en las
elecciones, ante lo cual Zapatero expresó su consternación: “De manera inesperada
para mí, el documento no fue suscrito por la representación de la oposición”,
declararía más tarde el ex presidente español.
Nicolás Maduro aseguró en más
de una entrevista que la deserción de la oposición fue consecuencia de una
oportuna llamada del entonces presidente de Colombia, Juan Manuel Santos,
realizada pocos días antes de concluir su presidencia, en compañía de un alto
funcionario estadounidense del Departamento de Estado.
La mediación de Zapatero fue
muy cuestionada desde todos los sectores políticos, incluso por parte de
figuras destacadas de su propio partido. También desde la dirección de los
grandes informativos, como el grupo PRISA, cuyo principal ejecutivo, Juan Luis
Cebrián, se declaró contrario a la mediación ejercida por José Luis Rodríguez
Zapatero y en cambio favorable al enfoque para la región de su antecesor Felipe
González.
En una reunión de empresarios
latinoamericanos celebrada en octubre de 2017, a la que asistía la ex ministra
socialista Trinidad Jiménez, Cebrián valoró así la influencia de anteriores
presidentes socialistas sobre Venezuela: “Hay un expresidente socialista del
Gobierno español que ha influido muchísimo en el proceso de tratar de devolver
la democracia [Felipe González], y hay otro expresidente, en cuyo Gobierno estuvo
Trinidad Jiménez [Rodríguez Zapatero], que no coincide”.
Es sabido que Felipe
González, directivo de Gas Natural Fenosa durante varios años, representó los
intereses estratégicos de compañías multinacionales de energía con su propia
agenda para la región. Al igual que las petroleras estadounidenses, estas
empresas también se beneficiarían de la aplicación en Venezuela de un plan
económico neoliberal como el que promete la oposición al chavismo.
También es cierto que de la
vieja cantera del socialismo español salen voces incluso más beligerantes que
la de Felipe González. Por ejemplo, la estruendosa voz de Alfonso Guerra, que
con sus feroces proclamas viene a avalar el golpe. En su extraña deriva
ideológica, Guerra compara a Nicolás Maduro con el general Pinochet, elogiando
de paso el modelo económico del dictador chileno por ser más eficiente que el
venezolano. Toda esta troupe de
febriles antichavistas del PSOE debería abandonar sus prejuicios ante la
contundencia de los hechos, tal como los ha narrado el único dirigente
socialista español que se implicó realmente en un proceso de diálogo en
Venezuela, José Luis Rodríguez Zapatero. El único político español que realizó
infinidad de viajes para intermediar entre las partes y que avaló con su
presencia como observador internacional el resultado de esas elecciones en las
que fue reelegido Nicolás Maduro como presidente.
ALINEAMIENTO DE ESPAÑA CON LA DERECHA EUROPEA
Pedro Sánchez actuó
presionado por una derecha española que crispa el ánimo social y aprovecha
cualquier resquicio para intentar derribarlo. El PP lo acusó de “cobarde” por
no alinearse desde el primer día con Estados Unidos contra Maduro. Priorizando
sus cálculos de política interna, el socialismo español acabó situándose junto
a la derecha que gobierna en Francia y Alemania, en alianza con la ultraderecha
latinoamericana que gobierna en Brasil y Colombia, y desde esta doble
alineación, Sánchez intentó esquivar los embates de la derecha española. En
respuesta a las críticas de la izquierda, Pedro Sánchez llegó al disparatado
extremo de situar a la oposición venezolana a la “izquierda” del chavismo: “A
esa otra izquierda (Izquierda Unida y Podemos) le digo una cosa bien clara: la
izquierda nada tiene que ver con Maduro, la izquierda es todo lo opuesto a
Maduro en Venezuela”. Uno podría preguntarse al escuchar estas afirmaciones en
boca de un político tan perspicaz: ¿dónde acaba la retórica y dónde empiezan las fake news?
En el eje de confrontación
Bogotá / Caracas, el presidente español se inclinó desde su llegada a La
Moncloa por el acercamiento al presidente colombiano Iván Duque. Horas antes de
viajar a Bogotá, en agosto pasado, Pedro Sánchez declaró: “En Venezuela no se
puede decir que hay una democracia cuando hay presos políticos”. Y también
dijo: “El que haya presos políticos es el ejemplo máximo de que no se están
respetando los derechos humanos”.
Estas afirmaciones encierran
dos curiosas paradojas. ¿Puede estar seguro Pedro Sánchez de que en España no
hay presos políticos? La mayor parte de la población catalana —y una parte no
desdeñable de otras comunidades autónomas— piensa lo contrario. ¿Está seguro el
presidente Sánchez de que un país tan modélicamente democrático como Colombia
respeta los derechos humanos? ¿El asesinato sistemático de dirigentes
opositores y líderes sociales no es tanto o más grave que la existencia de
presos políticos? En los últimos dos años, desde enero de 2017, fueron
asesinados en Colombia más de 300 líderes sociales. Además, la desnutrición
infantil se cobró la vida de miles de niños indígenas en la Guajira durante los
últimos años, según se refleja en una sentencia de la Corte Constitucional
colombiana que refiere “una vulneración generalizada, injustificada y
desproporcionada de los derechos fundamentales al agua, a la alimentación y a
la salud de los niños del pueblo wayuu”. Aunque no sea la noticia preferida de
los medios de comunicación occidentales, el hambre afecta en gran escala a los
sectores más vulnerables de la población colombiana.
Más allá de la oratoria, se
impone el peso de la realidad. Pedro Sánchez alcanzó su momento de celebridad
enlazando lo peor de la tradición intervencionista europea con lo peor del
neoliberalismo proestadounidense que hoy impera en tantos países sudamericanos.
En contraste con la actitud discreta—y valiente— de Zapatero, Sánchez sigue la
estela de Felipe González, gran amigo y valedor en Europa del nefasto ex
presidente socialdemócrata venezolano Carlos Andrés Pérez, que produjo el
derrumbe de la economía y del sistema político tradicional del país; alumbrando
indirectamente, como antídoto a ese sistema ultracorrupto, la revolución
bolivariana de Hugo Chávez.
El ultimátum de Pedro Sánchez
al presidente de Venezuela para que convocara elecciones en un plazo de ocho
días, bajo amenaza de liderar una posición europea común de reconocimiento al
“presidente” autoproclamado, no fue otra cosa que un brindis al sol, una
pretensión imposible, un lapso para ganar tiempo en las difíciles negociaciones
entre países de la UE. No solo esa imposición era inaceptable para el Gobierno
de Nicolás Maduro; además la oposición, después de haber boicoteado los
anteriores comicios, rechazaba celebrar elecciones sin una reforma previa del
Concejo Electoral, que según declaraciones de Guaidó podría llevar entre seis
meses y un año.
LA SUBORDINACIÓN DE EUROPA A ESTADOS UNIDOS
Después de dar el ultimátum a
Maduro, Pedro Sánchez viajó a Santo Domingo para participar en un congreso de
la Internacional Socialista. Al encuentro asistieron dirigentes de la oposición
al Gobierno venezolano y Pedro Sánchez mostró muy buena sintonía con ellos,
acusando a Maduro de “tirano” en su alocución final. El Consejo de la
Internacional Socialista aprobó, el 29 de enero, una resolución por la que
reconocía a Juan Guaidó como su único interlocutor en Venezuela, instándolo a
“conducir una transición hacia la democracia apoyada en la legítima Asamblea
Nacional”.
Las buenas palabras de la IS
contrastaban no obstante con los intereses que quedaban al descubierto y
dominaban el juego. Ese mismo día John Bolton, consejero de Seguridad Nacional
de Estados Unidos, abogó abiertamente en televisión por la entrada de capitales
estadounidenses en la “inversión y producción de petróleo en Venezuela”,
asegurando que Donald Trump ya había entablado negociaciones con compañías del
sector.
El ministro español de
exteriores, Josep Borrell, expuso claramente en qué consistía la subordinación
de España a Estados Unidos respecto de la política para Venezuela. En su
comparecencia del 30 de enero en el Congreso, dijo: “Estados Unidos está
convencido —y nos lo ha hecho saber— de que no ha lugar a más mediación, ni más
facilitación, ni más conversaciones, ni más nada”.
El 31 de enero, antes de que
transcurriera el plazo del ultimátum, el Parlamento Europeo reconocía a Juan
Guaidó “como el presidente interino legítimo de la República Bolivariana de
Venezuela”, por una amplia mayoría de votos, con el apoyo de socialistas,
liberales y conservadores. El documento insta a la jefa de la diplomacia
europea, Federica Mogherini, y a los Estados miembros de la UE a reconocer como
presidente legítimo a Juan Guaidó “hasta que se pueda convocar nuevas
elecciones presidenciales libres, transparentes y creíbles para restaurar la
democracia”.
Al día siguiente, el 1 de
febrero, Josep Borrell aseguraba que España y la mayoría de los países europeos
rechazaban una intervención militar en Venezuela. Los dirigentes socialistas
que legitimaron el golpe estadounidense reconociendo a Guaidó, ¿no sospechaban
que este plan de cambio de régimen requería la intervención de una fuerza
militar extranjera?
El lunes 4 de febrero se
cumplió el término del ultimátum. El Gobierno español y los gobiernos de otros
18 países de la UE se fueron pronunciando “en cascada”, reconociendo a Juan
Guaidó como legítimo “presidente encargado” de Venezuela. Pedro Sánchez hizo la
primera declaración institucional desde La Moncloa, a las 10hs: “El Gobierno de
España anuncia que reconoce oficialmente al presidente de la Asamblea de
Venezuela, el señor Guaidó Márquez, como presidente encargado de Venezuela”. La
respuesta de Nicolás Maduro no se hizo esperar: “Si algún día se concretara una
intervención militar gringa, sus manos, señor Pedro Sánchez, quedarán llenas de
sangre y la historia lo recordará como un pelele que se puso al servicio de la
política guerrerista de Donald Trump”.
La crisis entre el Gobierno
de Maduro y la Unión Europea se precipitó ante los acontecimientos más
actuales; pero el canciller de Venezuela, Jorge Arreaza, admitió en una
reciente entrevista que “estaba convencido de que la UE había coincidido con la
posición de Estados Unidos y era parte del plan para generar una crisis en
Venezuela”. Esa fue la impresión que transmitió al presidente de Venezuela
después de conversaciones que mantuvo hace un año con la jefa de la diplomacia
europea Federica Mogherini.
No obstante, varios países
europeos se mostraron reticentes a emitir una declaración favorable a Guaidó
por motivos diversos. Algunos, como Grecia e Italia (con su coalición
gobernante dividida al respecto), expresaron su temor a que Venezuela pudiera
sufrir una escalada militar como la de Libia. Otros se opusieron por razones
formales, para evitar complicaciones diplomáticas, argumentando que un Estado
no reconoce presidentes, sino Estados. Este no es un problema menor, ya que
nunca en la historia contemporánea se dejó de reconocer a un jefe de Estado
mientras controlase el territorio, dado el pragmatismo característico de la
política internacional. ¿Cuál de ambos presidentes será el interlocutor de un
país europeo con representación diplomática en Venezuela? ¿El presidente real o
el ficticio? ¿Puede un presidente autodesignado, que no controla el territorio
de su país, disponer a su antojo de las embajadas en países que reconocen su
autoridad? ¿Qué ocurrirá entonces con las embajadas de esos países en
Venezuela, situadas en territorio controlado por el presidente real?
SIN HOJA DE RUTA EUROPEA
El problema del lugar por el
que Pedro Sánchez condujo a la mayor parte de los países de la UE es que no
existe una estrategia a seguir. Ni hoja de ruta, fuera de la que ha elaborado
Washington con mucha antelación.
Aparte de las dos grandes
manifestaciones de signo opuesto que se produjeron en Caracas el sábado 2 de
diciembre, no hay signos en el interior de Venezuela de un cambio político
real. Los corresponsales extranjeros, incluso los más críticos con el Gobierno
de Maduro, atestiguan que en las calles se vive con normalidad. El alboroto se
produjo apenas en las embajadas, por la incertidumbre que comporta estar en
territorio de un país cuyo gobierno efectivo se desconoce. Después de su
declaración institucional reconociendo a Guaidó como “presidente encargado”,
Pedro Sánchez admitió que no tenía ni la menor idea de cómo dar continuidad a
este improvisado salto al vacío: “a partir de ahora, paso a paso”, se limitó a
decir.
Quienes no improvisan en esto
son el presidente de Estados Unidos y los halcones que lo asesoran. Sánchez ha
servido en bandeja a Donald Trump el flanco europeo de la coalición
internacional que podría legitimar una alianza imperialista contra Venezuela,
avalando su dimensión belicista. El presidente español afirmó que no daría “un
paso atrás” y que “España va a estar a la altura de lo que se espera de ella”.
¿De lo que espera Washington, la derecha venezolana o la propia derecha
española y europea?
Después del tremendo error de
reconocer a Guaidó, la UE intentó sumarse sin éxito a la iniciativa puesta en
marcha por Uruguay, México, Bolivia y algunos países caribeños que propusieron
formar un grupo de trabajo para llegar a un acuerdo negociado entre el Gobierno
y la oposición. Los países europeos participantes exigían la convocatoria de
elecciones presidenciales en Venezuela como requisito para avanzar en el grupo
de contacto.
El Gobierno de Venezuela
aceptó inmediatamente el mecanismo de trabajo propuesto por el grupo de países
latinoamericanos después de su primer encuentro en Montevideo. Pero antes de
celebrarse esa primera reunión, la Asamblea Nacional controlada por la
oposición venezolana aprobó una resolución de rechazo a “cualquier diálogo o
grupo de contacto que alargue el sufrimiento del pueblo”, según anunció en
Twitter su presidente, Juan Guaidó.
Reforzado por el
reconocimiento recibido de 20 países europeos, no quiere que mediadores
internacionales le impidan culminar sus planes golpistas: “Único objetivo: cese
de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres”. El orden de los
factores es el ideado por los estrategas políticos que dirigen el proceso desde
Washington. La primera etapa de ese “único objetivo” es forzar el paso de la
“ayuda humanitaria” con la que se pretende penetrar a través de las fronteras
venezolanas sin autorización del Gobierno de Nicolás Maduro.
La precipitación de Pedro
Sánchez en reconocer a Guaidó tendrá consecuencias para las relaciones de
España con América Latina y en la propia política interior de la UE. En América
Latina, el actual consenso conservador del grupo de Lima —que incluye a países
como Brasil, Argentina y Colombia, además de Canadá— permitirá mantener
distendidas las relaciones intergubernamentales, pero el presidente español
alimenta con su alineamiento político la antipatía y el desprecio de los pueblos
latinoamericanos que rechazan la injerencia exterior, en particular si Estados
Unidos es el país que la lidera y se produce bajo el señuelo de convocar
elecciones democráticas.
Manifestaciones populares
como la que se produjo en Buenos Aires ante la embajada de Estados Unidos, el 5
de febrero, reprimida por la policía de Macri, podrían ser el inicio de un
movimiento contra la guerra en el Caribe que podría extenderse por toda América
Latina, un continente donde la izquierda real en nada se parece a los desacreditados
partidos que forman parte de la Internacional Socialista y que se comportan
siempre como liberales cuando tocan el poder.
La precipitación europea por
contentar o apaciguar a Donald Trump tendrá unas consecuencias desastrosas para
una Europa que se desliza ideológica y políticamente hacia el integrismo de
ultraderecha. El jurista español Javier Pérez Royo se refirió a esta cuestión
con lucidez, contrastando la capacidad de Trump para legitimar su aventura
militar en Venezuela en el frente interno, con las consecuencias gravísimas de
convalidar esta operación desde la UE: “En las elecciones de mayo [al
Parlamento Europeo], el debate más importante va a ser el de la naturaleza de
la democracia como forma política. Y en ese debate la forma en que se dé salida
a la crisis de Venezuela va a tener una gran importancia. Dejarse arrastrar por
Estados Unidos en una salida autoritaria únicamente puede jugar a favor de
todos los partidos que están juramentándose para destruir la Unión Europea
desde dentro”.
Europa está socavando con su
posicionamiento en Venezuela las tradiciones democráticas de no injerencia,
factor clave del derecho internacional, violando la regla básica de no
intervención en los asuntos internos de otros países. El regusto amargo que deja
la declaración de Pedro Sánchez en este complejo tablero geopolítico, siempre
cambiante, tiene que ver con su papel en la restauración del viejo “derecho” de
las metrópolis a imponer por la fuerza sus designios a los países subyugados.
El presidente español se convirtió en mensajero del acatamiento europeo a los
deseos de la potencia hegemónica, Estados Unidos, que siempre rechazó mantener
conversaciones con el presidente de Venezuela porque su único empeño estaba
puesto en derrocarlo.
UN SOCIALISMO A LA DERIVA
La orientación filoderechista
de Pedro Sánchez en la cuestión de Venezuela no le sirvió para aplacar los
ánimos de la exaltada derecha española, que le exigía reconocer a Guaidó sin
dilaciones. Una vez legitimado el golpe por la mayor parte de los países de la
UE, el bloque de partidos de la derecha española que ganó las últimas
elecciones andaluzas redirigió su ataque hacia la política interior, convocando
una gran manifestación en Madrid, el 10 de febrero, contra la estrategia
negociadora del gobierno de Pedro Sánchez con los partidos independentistas
catalanes. El principal objetivo de la concentración conjunta del PP, Cs y Vox
—a la que se sumaron algunos dirigentes socialistas en desacuerdo con su líder,
así como otros partidos minoritarios de ultraderecha— era forzar a Pedro
Sánchez a convocar elecciones. Pablo Casado exigió , en nombre del PP, la
dimisión de Sánchez para poner fin a lo que llamó la “rendición socialista” al
“chantaje independentista”. Este fue el leit motiv de la marcha derechista, aun
cuando Pedro Sánchez ya había escenificado una ruptura de las conversaciones
con los partidos nacionalistas catalanes escudándose en la Constitución
española. Durante la convocatoria de la concentración, un alto dirigente del
partido ultraderechista Vox llegó a calificar a Pedro Sánchez de “usurpador”,
el mismo término empleado por los partidarios de Guaidó para referirse a
Nicolás Maduro.
Los partidos de la derecha
española se manifestaron bajo el lema “Por una España unida. Elecciones ya”.
Arropada por una multitud enarbolando banderas españolas, la derecha más rancia
desconocía la legitimidad de Sánchez como presidente y exigía la convocatoria
inmediata de elecciones. Como en un extraño juego de espejos, el presidente
español fue recibido de regreso a España con un símil vernáculo, montado por la
derecha ultramontana española, de su política de alianzas para el acoso y
derribo del presidente de Venezuela.
Ese mismo día Pedro Sánchez
comunicó su intención de anticipar las elecciones españolas si no obtenía una
mayoría parlamentaria suficiente para aprobar los presupuestos generales. Tres
días más tarde, el Congreso rechazó los presupuestos con los votos en contra
del PP, Cs y los partidos independentistas catalanes PDeCat y ERC. Estos
últimos reclamaban al presidente iniciar conversaciones sobre el derecho de
autodeterminación -un tema tabú en política española- como condición para
apoyar al Gobierno. A falta de acuerdos para seguir gobernando, el 15 de
febrero el presidente Sánchez anunció la convocatoria de elecciones generales
para el 28 de abril.
Ocupado como estuvo en
adherir a la estrategia golpista de Estados Unidos para Venezuela y en
secundarla activamente, Pedro Sánchez desatendió el flanco interno, quedando
encallado en el gran desafío de articular una mayoría democrática en España
capaz de discutir sin tabúes sus diferencias de modelo político y territorial.
Fuente: El Salto Diario