Por Eric Alterman
Tras
ignorar durante décadas las cuestiones de la desigualdad económica, economistas
y académicos de otros ámbitos acaban de descubrir una variedad de efectos que
van más allá del hecho de que algunas personas tengan demasiado dinero y otras
muchas no tengan suficiente. La desigualdad afecta a nuestra salud física y
mental, a nuestra habilidad de convivir con otras personas, de hacernos oír, de
obligar a nuestros gobernantes a rendir cuentas y, por supuesto, de decidir el
futuro que queremos para nuestros hijos. Hace poco he reparado en un aspecto de
la desigualdad económica que todavía no había recibido la atención que merece:
lo llamo “desigualdad intelectual”.
No me refiero al hecho
evidente e incontestable de que algunas personas puedan ser más inteligentes
que otras sino, más bien, al hecho de que algunas personas tienen los recursos
para intentar entender nuestra sociedad, mientras que la mayoría no los tiene.
A finales del año pasado, Benjamin M. Schmidt, un profesor de historia de la
Universidad del Nordeste, en Boston, publicó un estudio que demuestra que,
durante la última década, la historia ha sido el área académica que más rápido
ha decaído, aun cuando el número de estudiantes universitarios ha crecido. Se
imparten hoy en día poco más de 24.000 asignaturas de historia, lo cual supone
entre el uno y el dos por ciento de las carreras universitarias y un descenso
de un tercio desde 2011. El declive se evidencia en casi todos los grupos
étnicos o raciales y en ambos sexos. En términos geográficos es más pronunciado
en el Medio Oeste, aunque está presente en todo el territorio estadounidense.
Sin embargo, la situación no
es totalmente negativa. Estamos viviendo una época de auge de la historia en
Yale, donde es la tercera materia más popular, así como en otras universidades
de élite, como Brown, Princeton y Columbia, donde continúa siendo una de las
carreras más exitosas. El departamento de historia de Yale pretende contratar a
más de media docena de profesores tan solo este año, al tiempo que el rector de
la Universidad de Wisconsin-Stevens Point propuso recientemente la eliminación
de los estudios de historia y el despido de al menos uno de sus profesores
titulares. Leyendo la letra pequeña del anuncio, todo se torna más complicado:
Lee L. Willis, el jefe del departamento de historia, me contó que la propuesta
del rector es una medida de recorte presupuestario en respuesta al continuo
descenso de estudiantes de esa especialización, pero que en realidad busca
responder a la necesidad de reducir el número de profesores de catorce a diez,
lo cual implica deshacerse al menos de un profesor titular. Para ello, es
necesario disolver el departamento, aunque una portavocía de la universidad
afirmó que la institución “está explorando todas las posibilidades para evitar
despedir a profesores u otros miembros de la facultad”. Los profesores que
continúen serán trasladados a nuevos departamentos que combinan la historia con
otras materias.
La Universidad Stevens Points
da acceso a los primeros universitarios de muchas familias y, en el pasado, el
departamento de historia se ha venido centrando en la formación de profesores.
Willis señala que el anterior gobernador, Scott Walker, lideró un ataque a los
sindicatos de profesores, eliminando ayudas y a casi al diez por ciento de los
profesores de la educación pública, lo cual hizo menos atractiva la idea de
desarrollar una carrera profesional en la docencia. “Escucho mucho lo de ‘¿qué
tipo de trabajo voy a conseguir con esto? Mis padres me han hecho cambiar de
idea’; hay mucha presión sobre esta generación en particular”, comenta Willis,
quien también ha notado un aumento en el número de alumnos que optan por esta
especialización. “Lo que yo veo no es esta percepción de una tendencia
unidireccional hacia nuestra desaparición”, añade.
La magnitud del declive de
alumnos de historia es más notable desde 2011 y 2012. Evidentemente, la crisis
financiera de 2008 transmitió a estudiantes (y padres) el sentimiento de la
necesidad de elegir una carrera de un ámbito que les dé mayor seguridad a la
hora de desarrollar una profesión. Casi todas las carreras que han
experimentado un crecimiento desde 2011, según señala Schmidt en un estudio
anterior, pertenecen a disciplinas denominadas STEM (por sus siglas en inglés, de
ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) e incluyen enfermería,
ingeniería, informática y biología (un estudio reciente de Times expone que el
número de estudiantes de informática ha crecido más del doble entre 2013 y
2017). “M.I.T y Stanford están realizando grandes avances en el ámbito de las
ciencias”, me comenta Alan Mikhail, el jefe del departamento de historia de
Yale. Otras universidades han tendido a emularlas, sin duda porque es lo que
anima a los grandes financiadores hoy en día, y con su dinero viene el prestigio
que da a las universidades la reputación nacional. David Blight, profesor de
historia en Yale y director de Gilder Lehrman Centre, institución centrada en
el estudio de la esclavitud, me cuenta una versión similar en relación a la
financiación. En una reunión reciente con los gestores de la universidad oyó
decir que los patrocinadores buscan financiar programas de STEM, y añade Blight: “son
los patrocinadores quienes toman las decisiones”.
Sin embargo, la disciplina de
historia continúa su éxito en Yale, en parte porque se trata de un departamento
de gran valor, con varias estrellas conocidas a nivel nacional (de las cuales
se espera que terminen dando clase a nivel universitario) y, en parte también,
porque se trata de Yale, de la cual incluso un título en artes liberales puede
abrir casi todas las puertas profesionales. Como señala Mikhail, “la verdadera
presión económica que sienten los estudiantes hoy en día es menor en Yale; en
una universidad como esta, donde un título te puede conseguir el empleo que se
desee y donde no se tienen en cuenta requisitos económicos para ser admitido,
la diferencia es enorme”. El departamento de relaciones públicas de Yale ha
realizado recientemente un vídeo sobre un hijo de inmigrantes mexicanos,
Fernando Rojas, quien ocupó los medios nacionales tras ser admitido en las ocho
prestigiosas universidades del noreste de EE.UU. que componen la llamada
Liga Ivy. Rojas,
que encontró su alma máter en el centro de Yale para el estudio de temas
raciales, indigenismo y migración transnacional, pretende conseguir un
doctorado en historia.
La razón por la cual
estudiantes de Yale e instituciones similares se pueden “permitir” estudiar
historia es que poseen el lujo de ver la universidad como la oportunidad de
aprender sobre el mundo que hay más allá de sus ciudades natales y de intentar
entender dónde encontrarán su lugar. Ese es lo que la historia consigue: nos
sitúa y ayuda a entender cómo hemos llegado aquí y por qué las cosas son de
esta manera. “La historia infunde un sentido de ciudadanía y recuerda qué
preguntas hacer”, dice Willis. En un correo electrónico posterior a nuestra
conversación, Mikhail me escribió: “el estudio del pasado nos muestra que la
única manera de entender el presente es abrazar el caos de la política, la
cultura y la economía. No existen respuestas sencillas para cuestiones urgentes
sobre el mundo y la vida pública”. Bruce Springsteen desarrolló, como es
conocido, una profunda conciencia política tras encontrarse con una famosa obra
sobre la historia de EE. UU. escrita por Allan Nevins y Henry Steel Commager,
publicada por primera vez en 1942. En su reciente espectáculo de Broadway,
Springsteen afirmó: “Quería conocer toda la historia americana... Me sentí como
si necesitase entender todo lo posible sobre ella para poder entenderme a mí
mismo”.
Donald Trump es un maestro de
las mentiras, pero también de las apreciaciones históricas falaces. Es difícil
elegir una favorita entre los cientos de falsedades que Trump ha mantenido como
presidente, pero una de las más sorprendentes la ha realizado recientemente
cuando, ignorando todo lo que se sabe sobre el comportamiento ilegal de la
Unión Soviética, insistió en que “la razón por la que Rusia estuvo en
Afganistán es porque terroristas afganos entraron en Rusia. Hicieron bien en
estar allí”. El editorial del Wall
Street Journal (que habitualmente se muestra amable con Trump)
señaló: “no se recuerda una declaración más absurda y errónea hecha por un
presidente norteamericano”. Durante las últimas décadas, los republicanos han
dependido de la falta de habilidad de los norteamericanos para encontrar un
sentido histórico a la hora de juzgar la política. Cómo explicar si no el hecho
de que, durante el gobierno de Trump, se haya conseguido convertir la
inmigración legal en la excusa de todos los males del país, a pesar de que
cualquier análisis histórico lúcido demostraría que ha sido una de las mayores
fuentes de la innovación, creatividad y productividad económica de EE. UU.
“Sí, tenemos la
responsabilidad de formar para el mundo del empleo, pero también de educar para
la vida y sin saber histórico no se está preparado para la vida”, me decía
Blight. A medida que el discurso político va cayendo en la influencia de
fuentes que desdeñan la verdad o la credibilidad, nos acercamos a la situación
de la que Walter Lippmann advertía hace un siglo en su valiosa obra Libertad y prensa. “Las
personas que se alejan de los hechos importantes que suceden en su entorno son
las víctimas inevitables de la propaganda y la crispación. El charlatán,
patriota de salón, puede surgir solo cuando el público carece de acceso a la
información”, escribió. Un país cuyos ciudadanos desconocen la historia está
destinado a ser dirigido por charlatanes y patriotas de salón. Donald Trump
demostró ser tal desde el momento en que despegó su carrera política, sobre las
mentiras acerca del lugar de nacimiento de Barack Obama. Así, sin especialistas
en historia, estamos condenados a repetirlo.