Por Ian Parker
Las redes
sociales, con Twitter como una de sus plataformas principales, se presentan
como el instrumento democrático de masas definitivo, foro de debate y acción, y
algunas gentes de izquierda se lo creen. El logotipo de Facebook apareció en
pintadas alrededor de la plaza Tahrir, como si esta plataforma fuera la fuente
original de la revuelta, cuando en realidad aquel movimiento de masas echaba
sus raíces en miles de huelgas y redes de activistas muy lejos y al margen de
las pantallas de ordenador o de teléfono móvil. Y como señala Richard Seymour
en su excelente nuevo libro The Twittering Machine, en Túnez,
cuando saltó la chispa de la primavera árabe, apenas había 200
usuarios activos de Twitter en todo el país. Un vicepresidente de Twitter
afirmó una vez que Twitter es “el ala que más defiende la libertad de expresión
dentro del partido defensor de la libertad de expresión”, afirmación que
ofrecía una promesa a la derecha libertaria, y Seymour la desmonta cuando
muestra cómo Twitter se ha convertido en realidad en una “incineradora de
significados”, en la que cuanta más información nos bombardean, tanto menos
capaces somos de abrirnos camino hacia alguna acción colectiva razonable.
El título del
libro nos remite a un cuadro del pintor antifascista alemán Paul Klee, en el
que unos pájaros fantasmagóricos dibujados con trazos que parecen rasgados
manejan la manivela de una máquina que arrastrará a la gente hacia su
maldición. Seymour desvela este cuadro deprimente y la historia de nuestra
caída en la trampa de este infierno cibernético mecánico que con cada vuelta de
tuerca nos acerca a la perdición. Mientras desgrana el relato, Seymour muestra
cómo el condicionamiento operante de seres humanos convertidos
en objetos nos degradan a todos y todas, e incluye un hábil resumen de la obra
del psicólogo conductista B. F. Skinner, quien enseñaba a ratas a pulsar
palancas para obtener comida y a palomas a abrirse camino a picotazos hacia su
destino fatal en los conos de proa de proyectiles dirigidos.
Las pobres
palomas de Skinner parecen guiar los mortíferos proyectiles, pero, por
supuesto, las coordenadas les vienen fijadas mucho antes de que las coloquen en
sus puestos. Las personas tampoco estamos sentadas en el puesto de conducción
de la máquina de tuitear, sino que nos vemos arrastradas a un viaje
en el que no podemos ser más que buenas consumidoras, suministrando a la
máquina la información que necesita para que pueda seguir metiéndonos en la
vorágine. En el mundo real nos movemos por ahí y creamos múltiples redes y
relaciones contradictorias, y el condicionamiento operante ideado por Skinner
siempre fallará, pero dentro de la máquina de tuitear estamos a merced del
sofisticado régimen de recompensas obtenidas, como dice Seymour, “en una cámara
totalmente concebida para el condicionamiento operante”.
De esta
manera, el sector de las redes sociales masivas de Silicon Valley, cortejado y
alimentado por los Clinton y después Obama, ha creado “un efecto panóptico”,
término con el que Seymour designa una arquitectura carcelaria en la que
estamos continuamente controlados o, mejor dicho, en la que nos sentimos
vigilados. La terrible belleza de esta máquina, sin embargo, consiste en que no
estamos siendo observados y regulados desde una torre de control central –este
fue el diseño original del sistema panóptico, concebido para
asegurar el buen comportamiento en las cárceles a finales del siglo XVIII–,
sino que nuestra respuesta a los me gusta y los intentos de
engañar al sistema para lograr que sea aceptado nuestro punto de vista supone
que nos estamos observando y regulando mutuamente todo el rato.
El mero hecho
de tener una cuenta de Twitter significa, como señala Seymour, que la persona
titular tiene una imagen pública, y el hecho de publicar un estado o
responder a un comentario implica que está integrada en este aparato como
pequeña empresaria de sí misma, alguien que tiene su propia estrategia de
relaciones públicas. Esto es lo que nutre la identidad y
después incita a los troles que te atacan cuando expones tu identidad. La
identidad misma, que es una poderosa fuerza política movilizadora en el terreno
de la acción colectiva, se convierte en una jaula limitadora del yo, que
significa que una se ve impelida a promoverse a sí misma y su identidad
particular dentro de la máquina de tuitear.
Este es el
contexto en que aparecen en el escenario los troles, y cuando nos volvemos
contra los troles, también alimentamos este régimen de malévola irritación que
promueve la máquina –no es extraño que Donald Trump sea el presidente tuitero
(en 2017 su patrimonio valía una quinta parte del valor en bolsa de Twitter)
que alimenta la máquina–, y cuando contraatacamos, troleamos. Entonces también
operamos como los troles en que nos convierte la máquina dentro de esa odiosa
cámara de resonancia. Tal vez, Seymour sugiere en una de sus pocas incursiones
en el psicoanálisis popular de la máquina que “esta colusión entre trol y
cazador de brujas demuestra ser tan extraordinariamente volátil porque
representa algo que ya nos hacemos a nosotros mismos, intrapsíquicamente”.
Puede que tenga razón, y lo que es tan loable en este libro es la línea sutil
que traza entre el análisis psicológico agudamente crítico y el relato de cómo
esta forma de psicología se ha establecido material e históricamente.
Tenemos adicción a
Twitter, pero Seymour se afana en indagar que significa esto exactamente,
porque se puede asumir con excesiva rapidez y facilidad –muy propio de Twitter,
podríamos decir– que esta adicción es algo que se deriva
simple y naturalmente de nuestras propias malas decisiones. Necesitamos un
análisis dialéctico más profundo de cuáles son las causas y las consecuencias
de una sociedad en que los y las adolescentes se pasan nueve horas al día
mirando la pantalla, en que el 88 % de las personas usuarias dedican en
promedio una cuarta parte de su vida despierta a comunicarse por teléfono. En
realidad, no es tanto que tengamos adicción, sino que la máquina nos trata como
si la tuviéramos. Este diagnóstico del problema, de hecho un diagnóstico basado
en el materialismo histórico, nos permite comprender que Twitter (y otras
formas de red social masiva) funciona como la enfermedad que pretende curar. De
hecho, a más participación en estas plataformas sociales masivas, como dice
Seymour, “más miseria, más autolesión, más suicidio”.
El análisis
dialéctico más profundo que expone Seymour en su libro se remonta a la
maquinaria de escritura –el material impreso fue, dice, “posiblemente la
primera mercancía verdaderamente capitalista”– y avanza hasta la sociedad contemporánea
en que nuestras vidas están siendo vaciadas de significado y buscamos
soluciones en la pantalla; “el adicto es tan pobre como rico es el objeto”. El
problema, claro, es que los objetos, las mercancías, no son ricas en sí mismas,
y cuando las consumimos, o las consumimos virtualmente como la máquina de
tuitear nos consume a nosotros, nos empobrecemos otro tanto. Esta esfera
Twitter es entonces también el caldo de cultivo del fascismo. Ahí es donde la
promesa a la extrema derecha libertaria da sus frutos venenosos.
Jugamos en
este arenero de miseria por nuestra propia cuenta y riesgo, pero no tenemos
elección. Lo importante es que no lo convirtamos en nuestra vida, no dejemos
que nos colonice, no creamos que es el remedio cuando en realidad no es más que
otro síntoma de una sociedad enferma. ¿Significa esto que debemos abstenernos
de usarlo y nada más? No. Seymour es demasiado inteligente para dejar pasar
esta oportunidad de intervenir y debatir, y él mismo publica en las redes
sociales. Lo hace al mismo tiempo que nos recuerda, tanto allí como en este
libro sumamente perspicaz, que siempre hay una alternativa. Lo más importante
es esta alternativa, ese otro mundo, el mundo real y los potenciales mundos
futuros que construiremos nosotras y nosotros.
El libro
concluye con una hermosa visión de lo que podría haber sido internet en otras
circunstancias político-económicas, recordando el sistema francés Minitel,
organizado por el Estado, que no se montó en torno a una publicidad de mercado
libre que sirve de ciberanzuelo y caladero de información que nos atrae como
consumidores. Y además, por supuesto, nos recuerda que hubo los luditas, así
llamados por un héroe virtual, un avatar de los oprimidos que se rebelaron
contra la primacía de las máquinas; como nos recuerda Seymour, no fue que los
luditas travestidos y carnavalescos estuvieran contra las máquinas como tales,
sino a favor de que las máquinas estuvieran al servicio de las personas.
Estaban en contra de reducir a las personas a apéndices de las máquinas, del
mismo modo que actualmente deberíamos resistirnos a que nos conviertan en
mecanismos de hacer clic dentro de las plataformas de redes sociales.
Twitter nos
hace creer que toda nuestra rebelión puede comercializarse y ser objeto
de me gusta, como si esto fuera todo lo que hay. Hay más, y toda
intervención que podemos realizar en Twitter (o Facebook o las demás
plataformas de redes sociales) debería tenerlo presente. Hemos de recordar
quiénes somos como seres humanos que trabajan colectivamente cuando utilizamos
de vez en cuando la máquina de tuitear de forma táctica, prudente e interesada
en vez de dejarnos usar por ella.