Por Claudio Katz
América Latina
registra un abrupto cambio, al calor de grandes confrontaciones entre
desposeídos y privilegiados. Esa disputa incluye revueltas populares y
reacciones de los opresores. En un polo aflora la esperanza colectiva y en el
otro el conservadurismo de las elites.
Las batallas
se dirimen en las calles y en las urnas. Los poderosos no sólo recurren a la
represión. Manipulan la información, difaman a los luchadores y alientan el
resentimiento de la clase media empobrecida. En toda la región los anhelos de
igualdad chocan con el fascismo y en ningún país se observan resultados
definitivos. En un proceso vertiginoso, las victorias significativas coexisten
con los preocupantes retrocesos.
Las revueltas de octubre
La sublevación
en Chile es el gran acontecimiento del tsunami latinoamericano. Es la mayor
rebelión de la historia del país. Todos los días miles de jóvenes salen de los
colegios, universidades y barrios para enfrentar a los gendarmes.
Las pancartas
son categóricas: “Chile se cansó y despertó”. Un pueblo harto de humillaciones
se ha insurreccionado contra el modelo neoliberal. Los padecimientos generados
por ese esquema han salido a la superficie. El 70% de los hogares tiene su
ingreso comprometido con deudas para solventar la educación, la salud y el
ahorro previsional privados. El país comparte el podio de las ocho naciones más
desiguales del mundo.
El grueso de
la población confronta con un gobierno aislado, que surgió de comicios signados
por la abstención. Piñera despliega una represión salvaje, que ya causó más de
20 asesinatos, miles de detenidos e incontables heridos. Los carabineros se
drogan para continuar la balacera y disparan a los ojos de los manifestantes,
para quitarles la vista de por vida. Hay abrumadoras denuncias de abusos sexuales
contra las mujeres detenidas.
El ejército
sostiene ese vandalismo para preservar los privilegios legados por Pinochet.
Recibe un porcentual fijo de las exportaciones de cobre y sus miembros están
exentos de la vejez pauperizada que padece el resto de los jubilados. Pero
algunos soldados se han negado a reprimir y los jefes exigen garantías de
impunidad para seguir repartiendo palos. La demanda de juicios a sus tropelías
se ha instalado en la sociedad.
Piñera está
desbordado. Impuso el toque de queda y tuvo que levantarlo. Convocó al dialogo
y refuerza la sangría. Todos los días anuncia alguna concesión social sin
ningún resultado. El pánico imperante en su círculo íntimo aflora en
confesiones graciosas (“tendremos que disminuir nuestros privilegios”) o en la
descripción de los manifestantes como alienígenas.
Las
movilizaciones persisten para no repetir las frustradas experiencias del 2006 y
2011, que desembocaron en cambios cosméticos. La oleada actual comenzó en forma
espontánea y sin liderazgo, pero ya emerge una organización por abajo. En los
cabildos abiertos se debate cómo encauzar las protestas y las propuestas.
El activismo
de los estudiantes se ha extendido a los sindicatos y a los colectivos
sociales, que demandan el fin de Piñera y la convocatoria a una Asamblea
Constituyente. La presión es tan fuerte, que el propio gobierno maniobra para
deformar ambos reclamos.
También los
políticos de la Concertación buscan diluir las exigencias del
levantamiento. Sostuvieron durante 30 años el régimen y convalidaron la
militarización del último mes. Ahora propician el llamado a un plebiscito que
asegura la continuidad de Piñera y bloquea la soberanía de una eventual
Constituyente. Ensayan un nuevo dique para frenar las movilizaciones.
Ecuador ha
sido el segundo epicentro de las revueltas. Las comunidades indígenas
resistieron a escala local el aumento del combustible e incorporaron otros
sectores populares a su monumental marcha sobre Quito.
Lenin Moreno
se escapó a Guayaquil y apostó al salvajismo represivo, provocando siete
muertos y miles de heridos. Pero al cabo de varias jornadas de intensa batalla
se rindió. Anuló el incremento de las naftas y aceptó la victoria conseguida
por la firmeza de la CONAIE. Cuando los indígenas ingresaron en el Parlamento,
el presidente tránsfuga recordó cómo tres antecesores suyos fueron tumbados por
ese movimiento (1997, 2000 y 2005).
El
levantamiento logró la derogación de un decreto redactado por el FMI, en un
país asfixiado por el endeudamiento externo. Todo el paquete de reforma laboral
y apertura de importaciones ha quedado afectado, en una economía ahogada por la
dolarización. Ese cepo impide compensar los ajustes con paliativos monetarios.
Los
manifestantes también ocuparon las oficinas del FMI, para advertir a los
banqueros cuál será el tono de su resistencia. Después del éxito conseguido en
las barricadas, los colectivos sociales organizaron un Parlamento de los
Pueblos, que propuso aumentos del salario mínimo, impuestos progresivos y
mecanismos para salir de la dolarización, junto a la titularización de las
tierras y la reestructuración de las deudas campesinas. Estas definiciones
ilustran cómo las revueltas comienzan a madurar con proyectos alternativos.
La irrupción de los fascistas
El golpe de
estado en Bolivia ha introducido un dramático contrapunto con las sublevaciones
de Chile y Ecuador. La derecha tomó la iniciativa y capturó el gobierno. Toda
la controversia sobre la definición de esa asonada es ridícula. Se consumó el
golpe de estado más abierto, descarado y evidente de las últimas décadas. No
tuvo disfraz institucional, ni mascaradas blandas.
Fue una acción
virulenta con protagonismo directo del ejército. Evo renunció a punta de
pistola, cuando los generales se negaron a obedecerlo. No dimitió por simple
agobio de la crisis (como De la Rúa en el 2001). Fue expulsado de la
presidencia por la cúpula militar.
Pero la
principal peculiaridad de esta operación fue su tinte fascista. Los gendarmes
impusieron una zona liberada, que ocuparon los matones para instaurar el terror.
Forzaron la indefensión del gobierno aplicando el manual de las bandas
ultra-derechistas. Secuestraron dirigentes sociales, tomaron instituciones
públicas y humillaron a los opositores.
Camacho puso
en práctica las proclamas de Bolsonaro. Con biblias y rezos evangélicos quemó
casas, rapó mujeres y encadenó periodistas. Emitió gritos racistas contra el
cholo, mientras sus secuaces se burlaban de los coyas, quemaban la bandera
Whipala y golpeaban a los transeúntes de la raza denigrada. En La Paz imperó el
vandalismo ensayado en Santa Cruz. La valentía del macho Camacho estuvo
garantizada por la protección policial.
Ese odio
contra los indios recuerda la provocación inicial de Hitler contra los judíos.
Camacho no disimula la irracionalidad de sus diatribas contra los pueblos
originarios. Considera que las mujeres de esas nacionalidades son brujas
satánicas y que los hombres son únicamente aptos para la servidumbre. Como en
Alemania durante los años 30 ha creado legiones de resentidos para humillar a
los indígenas.
La clase
dominante celebra la venganza. Como no digiere que un indio haya ejercido la
presidencia, permite las descontroladas tropelías de Camacho. Los poderosos
esperan estabilizar el golpe, para equilibrar luego el manejo del estado con
sus hombres de confianza. Su prioridad inmediata es consolidar el
desplazamiento de Evo.
Por eso
invierten lo ocurrido y culpan al líder del MAS de un fraude que justificaría
su remoción. Convierten a la víctima en responsable y transforman la
impugnación del golpe en una crítica a la ambición de Morales. El presidente
electo es presentado como un dictador y los golpistas son elogiados como
salvadores de la democracia. La versión light de esta infamia declara que ambos
bandos son culpables.
Pero los
difamadores no presentaron ninguna prueba del alegado fraude. Tampoco objetaron
el triunfo de Evo. Sólo discutían si obtuvo el 10% de diferencia requerido para
evitar el ballotage. La oposición legitimó la elección con su participación y
por eso al principio sólo hablaba de irregularidades. Cuando percibió la
posibilidad de perpetrar el golpe improvisó el cuento del fraude.
El
protagonismo del Estados Unidos en el complot quedó confirmado con el elogio de
Trump a la intervención del ejército. Los jugosos negocios internacionales que
ofrecen los golpistas, indujeron también la bendición de la Unión Europea a los
usurpadores.
Pero habrá que
ver cuál es la consistencia de una mandataria auto-elegida en una asamblea
trucha. Añez intentará mantener la presidencia durante el tiempo requerido para
amañar elecciones con proscripciones. Oscila entre los compromisos requeridos
para montar esa farsa y el simple ejercicio de una dictadura. Bajo su
conducción, Bolivia ha retomado sus viejos parámetros de ingobernabilidad.
La heroica
resistencia popular se desenvuelve en las duras condiciones de la
militarización. En los primeros cinco días hubo 24 muertos. Pero las
movilizaciones se extienden desde el bastión de El Alto al resto de las
ciudades. Los cabildos organizan la lucha de un pueblo muy experimentado en la
batalla callejera.
En el curso de
esa acción podrá evaluarse la actitud adoptada por Evo. El principal problema
no fue su estrategia de permanencia en el gobierno (plebiscito y reelección),
sino la total imprevisión frente al golpe. Quedó atado al arbitraje de la OEA y
fue sorprendido por la insubordinación de un ejército que reforzó con
equipamientos y pertrechos. El desmovilizado oficialismo no tuvo repuesta
frente a la decidida ofensiva de la derecha. Este balance ya está en la mente
de los militantes que ahora priorizan la resistencia.
Una resonante victoria
Los contrastes
que dominan el contexto latinoamericano tuvieron otra manifestación en la
liberación de Lula. Esa excarcelación suscitó una inmensa alegría entre los
participantes de la campaña contra su detención. Las marchas, campamentos y
pronunciamientos internacionales permitieron ese logro.
Ese desenlace
propinó una gran derrota a la farsa montada por el juez Moro y sus cómplices de O
Globo, para impedir la presidencia del candidato más popular. La
conversión del inquisidor en superministro de Bolsonaro desenmascaró ese
operativo. Ahora deberán lidiar con las caravanas que exigirán la restitución
de los derechos políticos a Lula.
Esa campaña
tendrá resonancia continental frente a un mandatario desprestigiado. Bolsonaro
carece de la serenidad mínima, requerida para ejercer una función ejecutiva.
Mantiene su perfil carnavalesco y no logra hilvanar un discurso. Responde con
insultos a cualquier cuestionamiento.
Esa brutalidad
agrava los problemas de su entorno. Ya tiene varios familiares comprometidos
con el lavado de dinero y algunos testimonios lo vinculan directamente con el
asesinato de Marielle Franco.
Bolsonaro
depende del sostén de los nueve generales que ejercen el poder efectivo.
Sobrevive por el gran servicio que presta a las clases dominantes, a través de
sucesivos paquetes de agresión a los trabajadores.
El ex capitán
debutó reduciendo el salario mínimo por decreto. Luego motorizó una reforma
laboral precarizadora e impulsa cambios regresivos en el sistema previsional.
Además, implementa privatizaciones en los estratégicos sectores de la energía,
las finanzas y el transporte y se propone rematar antes del 2022, un centenar
de empresas estatales. El recorte del presupuesto educativo ha sido tan brutal,
como la caza de brujas para destituir funcionarios con ideas progresistas. Sus
diatribas anticomunistas incentivan atropellos a los derechos humanos, mientras
aumenta el salvajismo de los gendarmes en las favelas.
Pero Bolsonaro
no ha podido traducir su verborragia reaccionaria en un programa de concreción
del fascismo. Carece de condiciones para materializar ese proyecto. No logró un
liderazgo reconocido en el grueso del sistema político conservador y continúa
soportando la resistencia popular.
Ya afrontó una
huelga de gran acatamiento contra la reforma previsional y una marcha de tres
millones de personas contra la homofobia. También las protestas estudiantiles
contra los recortes del presupuesto alcanzaron una inédita masividad, bajo la
impactante proclama de libros sí, armas no.
El desorbitado
capitán programa varios contragolpes y una movilización de su base social
derechista para intentar el re-encarcelamiento de Lula. El próximo escenario
emergerá de esa confrontación.
Un ejemplo de respuesta
La victoria
democrática en Brasil complementa un triunfo más significativo obtenido en
Venezuela. En ese país se libra la disputa más dura de la región. Durante todo
el año la derecha intentó capturar su presa más codiciada y sufrió una sucesión
de contundentes fracasos. Trump no pudo repetir la invasión de Granada (1983) o
Panamá (1989) y debió contentarse con la apropiación de la filial de PDEVESA en
Estados Unidos.
Sus lacayos
venezolanos intentaron todos los complots imaginables, pero su capacidad de
acción quedó socavada por la fracasada auto-proclamación de Guaidó. Falló
también la farsa de la ayuda humanitaria y no pudieron consumar ningún
levantamiento militar. La guerra eléctrica no funcionó y la improvisada asonada
de Leopoldo López naufragó sin pena, ni gloria.
Las amenazas
de provocación militar igualmente persisten en la frontera con Colombia. Por
eso el Departamento de Estado dinamita las negociaciones con la oposición. Pero
el gobierno ha logrado desbaratar una conspiración tras otra.
En un
escenario social muy difícil (y agravado por los gigantescos desaciertos de la
política económica), David logró frenar a Goliat. El campo bolivariano mantiene
un intenso nivel de movilizaciones callejeras y disputa el espacio público,
cada vez que asoma la oposición. Se ha preservado la cohesión militar, a través
de una intervención política constante en el ejército, utilizando la carta
condicionante de las milicias populares.
Esta conducta
ilustra cómo actuar frente a la derecha. Confirma la necesidad de respuestas de
la misma escala que las acciones golpistas y sin ningún atisbo de rendición.
Venezuela ratifica la conveniencia de exhibir la fuerza junto al accionar
diplomático, manteniendo la serenidad y las banderas de la soberanía y la paz.
Para vencer a los fascistas hay que actuar sin vacilaciones.
Batallas sin respiro
Las tensiones
en Venezuela extreman otras confrontaciones que se dirimen en la calle. En ese
ámbito se zanjó la protesta contra el presidente de Puerto Rico, que se mofaba
de las víctimas del huracán y desplegaba comentarios homófobos.
El pueblo hizo
valer sus demandas a través de la movilización, en una isla agobiada por el
ajuste del FMI. La ley federal impuesta por los financistas para afrontar la
bancarrota fiscal genera terribles padecimientos a los trabajadores. Pero por
primera vez en la historia de esa nación, un gobernador ha sido tumbado por la
presión popular. La crisis continúa y no se avizoran soluciones, en una colonia
sin mecanismos políticos para procesar las tensiones habituales de cualquier
estado.
En la vecina
Haití, las manifestaciones del último semestre han sido monumentales. Todos los
días se levantan barricadas en las ciudades, para protestar contra un gobierno
que agravó el indescriptible empobrecimiento de la población. La galopante
inflación impide a la mitad de los haitianos completar su alimentación
cotidiana y la represión se ha cobrado la vida de 51 personas. Las principales
demandas afectan a tres presidentes, que malversaron los fondos aportados por
el chavismo a través de Petrocaribe. Los mandatarios incrementaron
sus fortunas personales con los recursos destinados al abaratamiento del
combustible.
Los
manifestantes exigen la renuncia del títere actual de Washington, que Trump
sostiene para recompensar su traición a Venezuela y su alineamiento con la
extrema derecha. Pero la marea de protestas no cede y la exigencia de enjuiciar
a los ladrones, ya es complementada con el reclamo de una Asamblea
Constituyente, para introducir drásticos cambios en el bochornoso sistema
electoral.
También
Honduras continúa convulsionada por una persistente resistencia contra el
régimen sanguinario surgido de un fraude (2017), que reforzó la estafa
electoral precedente (2013). Los criminales que conducen el estado no sólo
cargan con el asesinato de Berta Cáceres. Han ultimado a 200 militantes
populares que enfrentaron la mafia de los gendarmes. El país ha sido convertido
en un narcoestado, manejado por un presidente con familiares condenados
en Estados Unidos por el tráfico de cocaína.
La mecha de
las rebeliones tiende a expandirse a toda la zona y ya impactó en la próspera
Panamá. En el istmo se registró una gran marcha universitaria, que repudió el
paquetazo de contrarreformas negociado en la Asamblea Legislativa.
Confrontaciones en las urnas
La gran
disputa en América Latina se procesa también en el terreno electoral. El año
pasado López Obrador consiguió en México una arrolladora victoria, que cerró el
ciclo de sofocantes gobiernos del PRI y del PAN. Con ese impulso electoral
desbarató las maniobras de fraude, que preparaban los perdedores para eternizar
su manejo del estado. La expectativa suscitada por este cambio quedó expuesta
en la multitudinaria manifestación que coronó la asunción de AMLO.
La esperanza
está centrada en poner fin a la violencia, que ha convertido al país en un gran
ataúd de 300.000 muertos reconocidos y 26.000 cadáveres sin identificar. Son
incontables los líderes sociales masacrados, en una guerra que sobrepasa los
ajustes del crimen organizado.
López Obrador
fue votado para terminar con el desplazamiento forzado de poblaciones y para
esclarecer masacres como la ocurrida en Ayozinatpa. Pero ese anhelo de
pacificación y justicia no ha sido satisfecho. Sigue pendiente la
desarticulación de las bandas y el esclarecimiento de las complicidades
militares.
El logro de
esos objetivos choca con la reciente sanción de una norma de seguridad
interior, que legaliza la acción de las fuerzas armadas. Esa gravitación ha
sido reforzada con la aceptación del chantaje de Trump, para taponar el
desplazamiento de los migrantes con mayor despliegue de la Guardia Nacional.
AMLO recibió
también una catarata de sufragios para frenar las privatizaciones, recuperar la
autosuficiencia alimentaria y reducir el pesado endeudamiento externo. Pero
tampoco en este terreno aparecen las medidas prometidas, para implementar
una cuarta transformación fundacional de México.
La otra
convulsión electoral en la región fue suscitada por el triunfo de Fernández en
Argentina. Macri no pudo forzar el ballotage y la derecha perdió el gobierno,
en el país que catapultó la restauración conservadora.
La prensa
hegemónica disimula este resultado con lecturas invertidas de lo ocurrido.
Presenta a los perdedores como si hubieran liderado los comicios, por la simple
reducción de la distancia de sufragios con la fórmula triunfante. Ese premio
consuelo no altera el contundente veredicto de la población contra el ajuste.
Los
derechistas inflan su performance para condicionar al nuevo gobierno. Desde sus
órganos de opinión lanzan advertencias contra cualquier medida progresista.
Mientras convocan de palabra a cerrar la grieta, preparan las
cacerolas para hacer valer sus exigencias.
La
confrontación se dirimirá en las respuestas a la catástrofe económico-social
que deja Macri. La derecha atribuye ese colapso a la sociedad, la cultura y la
historia de los argentinos. Pero el desplome obedece a razones más terrenales:
el modelo neoliberal, las políticas de endeudamiento y los ajustes impuestos
por el FMI. Ese dramático escenario induce al reinicio de la movilización, en
el país con mayor nivel de organización sindical y social de toda la región.
Sin ese resurgimiento de la lucha, no se podrá recomponer el deteriorado
ingreso de la población.
También en
otros países se libran importantes choques electorales con resultados más
contradictorios. En Colombia se verifica el lento surgimiento de fuerzas de
centroizquierda, que por primera vez disputan intendencias y gobernaciones con
la oligarquía y los paramilitares.
En Uruguay se
avizora en cambio un escenario difícil para el Frente Amplio, en el ballotage
contra la derecha, luego de 15 años de gobierno. Hace pocos meses en El
Salvador, un improvisado derechista consiguió la presidencia, poniendo fin a
una década de cuestionable gestión del Farabundo Martí.
Las elecciones
constituyen un terreno muy relevante de la confrontación en curso. La derecha
articula sus estrategias en el Grupo de Lima y el progresismo define su perfil
en el núcleo de Puebla. Construye esa alternativa tomando distancia de los
Encuentros Antiimperialistas, el ALBA y el Foro de Sao Paulo.
Estas últimas
instancias aportan un explícito sostén a la movilización popular. Como no
restringen su acción al terreno de las urnas, mantienen vasos comunicantes con
los organismos que emergen de las luchas sociales. Esas modalidades ya se
vislumbran en los Cabildos de Chile, en el Parlamento de Pueblos de Ecuador, en
los Encuentros de Movimientos en Bolivia y en los Organismos Coordinados de
Haití.
Pretextos y manipulaciones
Es evidente que
el golpe de Estado ha resurgido como instrumento de las clases dominantes. Su
reciente implementación en Bolivia corona la secuencia iniciada en Honduras
(2009), seguida en Paraguay (2012) y extendida a Brasil (2016).
Los golpistas
actúan con el sostén directo de los gendarmes y aseguran su permanencia con
algún socio civil. En Paraguay desplazaron a Lugo, pusieron a Cartes y se
afianzaron con Abdo, en comicios signados por la abstención y la ilegitimidad
de los mandatarios.
En todos los
casos el ejército vuelve a ocupar el primer plano, como garante de nuevas
formas autoritarias sostenidas en el estado de excepción. El colombiano Duque
encarna la modalidad más acabada de esos mecanismos. Apaña el asesinato de
militantes populares, legaliza el accionar de los paramilitares y sepulta los
Acuerdos de Paz para ultimar ex combatientes.
Otros
golpistas justifican el uso de la fuerza resucitando viejos fantasmas de la
guerra fría. Atribuyen las protestas sociales en cualquier rincón del
continente, a un plan de subversión monitoreado desde Venezuela y Cuba.
Difunden esas
tonterías sin ningún rubor, mientras afinan burdas operaciones judiciales para
proscribir a los líderes progresistas. Sin magistrados adictos, las causas que
inventan no podrían traspasar la primera instancia de cualquier tribunal. Pero
cuentan con los medios de comunicación para proclamar las sentencias que repite
el gran público.
Los medios
manipulan la información, presentando la corrupción como una enfermedad de los
gobiernos que se distancian de las normas conservadoras. Eximen de ese mal a la
derecha y por esa razón tienen poca prensa, las coimas de Oderbrecht o las
estafas al fisco en los paraísos fiscales. No se ha gastado tinta en describir,
por ejemplo, la trama mafiosa de los presidentes peruanos, que encubrieron sus
fraudes con pactos de impunidad. Los grandes medios operan como usinas de fake
news, que elaboran los servicios de inteligencia a pedido de los
grupos derechistas.
El doble
discurso de los diarios y emisoras traspasa también todas las fronteras.
Diariamente difunden nuevas denuncias sobre Venezuela -calcadas de los informes
elaborados por el Departamento de Estado contra Cuba- mientras silencian el
asesinato de 648 líderes sociales en Colombia.
La derecha
complementa sus mentiras con diversos dispositivos para obstruir la reflexión
popular. La ceguera que propicia el fanatismo religioso es el instrumento
predilecto de esa operación. Los evangélicos aportan sus recursos
multimillonarios para crear miedos y destruir solidaridades.
Presiones y demoliciones
Washington no
ceja en su acoso contra Venezuela. Su prioridad es recuperar el principal
yacimiento petrolero del hemisferio. Ha reforzado también el embargo contra
Cuba y conspiró contra Bolivia, para manejar las enormes reservas del litio que
acumula el Altiplano. Evo tenía muy avanzadas las tratativas para ampliar la
explotación de ese estratégico recurso con firmas chinas.
Trump intenta
reconquistar el control estadounidense de las riquezas naturales
latinoamericanas. Afianza la subordinación de sus vasallos tradicionales y
explora una nueva sociedad con Bolsonaro. Pero habrá que ver si la clase
dominante brasileña mantiene ese eje geopolítico, a costa de sus florecientes
negocios con China.
La reciente
cumbre de los BRICS en Brasilia incluyó llamativos pronunciamientos propiciados
por el gigante asiático a favor del libre-comercio. El propio Bolsonaro ha
comenzado a evaluar un Tratado de Libre Comercio con China y tiene en carpeta
el patrocinio de Huawei para las nuevas redes informáticas del 5G. Otra
conflictiva tentación proviene de la oferta europea de concertar un TLC, que
dinamitaría el MERCOSUR.
Frente a la
dura rivalidad que anticipan estas jugadas, Trump acrecienta la presencia
regional del Pentágono. Estrecha relaciones con los militares latinoamericanos,
para hacer valer los intereses económicos de las empresas estadounidenses.
Esa
intervención también obliga a afianzar el neoliberalismo, que ha sido desafiado
por la sublevación chilena. Esa revuelta demuele todos los mitos del modelo más
ensalzado por los capitalistas de la región. Ahora se percibe con nitidez que
el universo trasandino no es un paraíso de crecimiento, sino un infierno de
desigualdad. Por esa razón, el descontento contra los 30 pesos del metro se
transformó en un levantamiento contra los 30 años de neoliberalismo.
La rebelión
trasandina tiene gran impacto internacional porque ha puesto en jaque al niño
mimado de la ortodoxia económica. La denuncia que en Chile torturan,
matan y violan ya irrumpió en los grandes festivales. Todos los
circuitos de la comunicación mundial recogen ese dato.
Resulta
prematuro predecir cuán doblegados están los cimientos del neoliberalismo. Pero
ha salido a flote la enorme vulnerabilidad de ese modelo, frente al
estancamiento de los precios de las materias primas, el aumento del
endeudamiento y la reducción del crecimiento.
Las protestas
han puesto también de relieve que el neoliberalismo es el principal responsable
de la desintegración social de América Latina. Genera las migraciones masivas
que suceden a la apertura comercial y a la destrucción de la pequeña propiedad
agraria. Los desposeídos engrosan las caravanas hacia el Norte, que ningún muro
o gendarme puede contener.
Los hipócritas
liberales ponderan el flujo irrestricto de capitales y mercancías, pero exigen
reforzar el control del movimiento internacional de los migrantes. Propician la
persecución y estigmatización de quiénes cruzan la frontera, para enviar
remesas a sus empobrecidos familiares.
El
neoliberalismo ha provocado, además, la expansión de la delincuencia y una
aterradora escala de violencia. De las 50 urbes más peligrosos del planeta 43
se localizan en América Latina. Las maras dominan el entramado
de muchos países centroamericanos, corroídos por la ingeniería social regresiva
que ensayaron los economistas de Chicago.
Ese modelo es
también responsable de la destrucción del medio ambiente y de los recientes
incendios en la Amazonia. La quema de grandes bosques es perpetrada adrede para
plantar soja o abrir pasturas a la ganadería, bajo la regla mercantil de
maximizar la ganancia.
Interpretaciones y posturas
La derecha no sólo
desconoce los desastres provocados por su gestión. Afirma que su modelo forjó
una próspera clase media, que ahora reclama mayor participación en la vida
pública. Considera que ese grupo social se rebela contra los políticos que
defienden su casta, sin escuchar las demandas de los representados. En esta
curiosa interpretación, los desgarradores efectos del modelo neoliberal no
estarían en tela de juicio. Sólo habría una falla en el sistema político de un
esquema económico floreciente.
Esta mirada
ilustra hasta qué punto los privilegiados viven en una burbuja de Miami y
barrios cerrados. Ignora que las protestas no se limitan a impugnar el
comportamiento de los políticos. La desigualdad, las privatizaciones, el
endeudamiento y los ajustes son invariablemente cuestionados. El FMI, los
banqueros y las empresas transnacionales son ubicados en el banquillo de los
acusados. Las revueltas tampoco enjuician a todos los partidos o legisladores.
Cuando expresan intereses populares, las protestas objetan a los servidores del
orden capitalista.
La verdadera
clase media no guarda, además, el menor parentesco con el retrato derechista.
En los hechos, el ascenso social es muy limitado en el duro contexto regional y
coexiste con la precarización o el creciente desempleo. Por eso las revueltas
-que encabezan trabajadores, campesinos y estudiantes- incorporan a veces a los
comerciantes y dueños de pequeños negocios. Todos buscan contener la
degradación del nivel de vida.
La clase media
es una etiqueta utilizada por la derecha para improvisar explicaciones. Mezclan
peras con manzanas, para forzar interpretaciones amoldadas a sus prejuicios.
Por eso sitúan en una misma secuencia cualquier acción de multitudes
descontentas, omitiendo el sentido de cada movilización.
Pero las polémicas
sobre el escenario actual no involucran sólo a la derecha. También incluyen a
ciertos pensadores despistados que se auto-ubican en la izquierda. Esos
analistas no logran registrar las diferencias que contraponen a una revuelta
popular con un clamor reaccionario.
Esa distinción
debe ser expuesta en forma categórica. Una guarimba de escuálidos en Venezuela
se localiza en la vereda opuesta de las protestas indígenas de Ecuador. Los
seguidores de Camacho en Bolivia son nuestros enemigos y los que defienden a
Evo son nuestros aliados.
Es importante
recordar estas obviedades frente a las posturas neutralistas, que pretenden
eludir la gran divisoria de campos en disputa. Esas miradas han cuestionado con
igual virulencia a Maduró y a Guadió en Venezuela y ahora extienden la misma
equivalencia a Bolivia. Objetan los intentos reeleccionistas del MAS con la
misma vara que la furia racista de los Comités Cívicos. También repiten la
presentación mediática de las acciones derechistas como legitimas protestas de
la ciudadanía.
Salta a la
vista las gravísimas consecuencias políticas de ese daltonismo político que
ignora el peligro del fascismo. La caracterización de la confrontación en
Bolivia no es una actividad académica. Es la condición para actuar contra los
golpistas, intensificando las marchas de solidaridad. Resulta imposible
desenvolver esas acciones si se desconoce a quién combatir y a quién defender.
Lecciones de lo ocurrido
Derrotar al
golpismo, al imperialismo y al neoliberalismo es el gran objetivo de las luchas
actuales. Para lograr esa meta hay que redoblar la movilización e intensificar
la acción política. Pero esa intervención también requiere aprender de los
errores que aprovecha la derecha para recomponerse.
Resulta muy
difícil vencer a los enemigos que son alumbrados por el propio campo. Esa
auto-gestación ha sido una desventura permanente de la década pasada. El
ultra-reaccionario Lenin Moreno fue el caso más extremo. La propia coalición
progresista lo ungió como presidente para enfrentar la candidatura de los
conservadores. Moreno no sólo revirtió las mejoras previas, implementando la
agenda de las clases dominantes. Posicionó al país en el eje diseñado por la
OEA desmantelando la sede de UNASUR en Quito.
Tampoco
conviene olvidar que el golpista Temer fue vicepresidente de Dilma y surgió de
la frustrante la estrategia de ampliar los frentes. Esa misma
política ha conducido en México a conformar una alianza de gobierno con
evangelistas, conservadores y capitalistas, en desmedro del viejo pilar radical
de AMLO.
También el
neoliberalismo se recompone, cuando sus cimientos son preservados por los
modelos alternativos que implementa la heterodoxia. Se promete erradicar los
esquemas regresivos y se termina facilitando su reconstitución. Fue lo ocurrido
en Brasil y Argentina en la década pasada, con el mantenimiento de los
privilegios a los financistas y el agro-negocio. Es lo que sucede en la
actualidad en México con la renovación del NAFTA, aceptando las exigencias de
aranceles, patentes e inversiones que reclamó Trump.
La derecha
suele recuperar terreno cuando los gobiernos progresistas identifican
ingenuamente sus éxitos electorales con el respaldo político perdurable. Se
olvidan que los comicios constituyen un momento de la disputa por el poder.
Cuando el control efectivo de la economía, la justicia, el ejército y los
medios de comunicación permanece en manos de los grupos dominantes, el retorno
de la derecha es una cuestión de tiempo.
Esa vuelta
suele coincidir con el fin de gestiones progresistas que incluyeron mejoras en
el nivel de vida popular. Esa paradoja se ha verificado en Argentina, Brasil y
El Salvador y podría repetirse en Uruguay. En todos los casos los gobiernos de
centroizquierda facilitan alivios a la población, que desembocan en la gestación
de electorados más conservadores.
Esa
contradicción subyace también en la crisis de Bolivia. El MAS afrontó en los
últimos años un significativo retroceso electoral, a pesar de los inéditos
éxitos que obtuvo en el manejo de la economía. Logró altas tasas de
crecimiento, una importante reducción de la pobreza y fuertes inversiones con
el uso productivo de la renta gasífera.
La
despolitización del movimiento popular es la explicación más frecuente de esa
desconexión entre mejoras socio-económicas y retroceso electoral. Algunos
estiman que los votantes se tornan más individualistas a medida que ensanchan
su radio de consumo. Consideran que en esa mutación asimilan la propaganda
conservadora y olvidan el proceso progresista que permitió su mejoría.
Pero esa despolitización
es consecuencia de la continuidad de un sistema que reproduce los privilegios
de los capitalistas. La ideología vigente en una sociedad no flota en el vacío.
Si el poder de las clases dominantes es preservado, esa preeminencia tiende a
extenderse a los comportamientos electorales. Los poderosos recuperan los
gobiernos porque nunca perdieron el poder.
El retorno de
la derecha no es inexorable, ni expresa un péndulo natural de la vida política.
Deriva de la ausencia de radicalidad que impera en el progresismo. En lugar de
fomentar transformaciones sustanciales en los momentos oportunos, esa corriente
se adapta al status quo. Como rehúye la posibilidad de remover el poder de los
grandes capitalistas termina afianzando esa dominación. La experiencia de los
gobiernos de centroizquierda confirma que el freno a la radicalización abre las
compuertas para la venganza de la derecha.
La centralidad de la izquierda
Frente a la
gran oleada de movilizaciones populares, la derecha prepara contragolpes del
mismo alcance. Por eso se avecinan confrontaciones mayores con resultados
abiertos.
El contexto
actual incluye ciertos parecidos con el cuadro imperante a principio de siglo,
cuando la sucesión de rebeliones en Venezuela, Ecuador, Bolivia y Argentina
generó las condiciones para el debut del ciclo progresista. Ese período
concluyó con la restauración conservadora, que afronta ahora la impugnación de
una nueva generación de movimientos y dirigentes.
La semejanza
con lo ocurrido en 1989-2005 se observa en la familiaridad del levantamiento
ecuatoriano con el Caracazo. Ambas revueltas se originaron en
la misma reacción contra el aumento de los combustibles impuesto por el FMI.
También hay equivalencias de la sublevación chilena con el 2001 de Argentina.
La demanda contra los exponentes del régimen político (que se vayan todos),
se concentra ahora en la figura de Piñera y en el esquema de gobierno legado
por Pinochet.
Pero lo llamativo
del ciclo actual es la magnitud de la participación popular. El número de
manifestantes en las calles supera los registros de las últimas dos décadas. En
Ecuador se computan marchas varias veces superiores a los picos de masividad,
en Haití se estima que cinco millones de personas han actuado en las protestas,
en Chile hubo dos millones y en Puerto Rico un millón.
Existen
grandes posibilidades de lograr conquistas y cambios de las relaciones de
fuerza. No está en juego sólo la reapertura del ciclo progresista. La batalla
en curso puede derivar en novedosos e imprevistos escenarios.
Lo importante
es comprender el contenido de la confrontación. Los intereses de una minoría de
capitalistas chocan con los anhelos de la mayoría popular. El alineamiento derechista
de los poderosos contrasta con las propuestas emancipadoras de la izquierda. El
triunfo de nuestros pueblos exige construir, fortalecer y renovar ese proyecto.