Por
Ollantay Itzamná
El
reciente golpe de Estado que defenestró al Presidente constitucional del Estado
Plurinacional de Bolivia, Evo Morales, a simple vista, es una disputa política
“resuelta” por la vía de la fuerza, entre blancos (Camacho y Mesa) y aborígenes
(Evo Morales y los movimientos indígena campesinos). Pero no lo es del todo.
Cuando Camacho y sus seguidores, con toda una ritualidad medieval,
sembraron la Biblia (sobre la bandera criolla boliviana) en el centro del viejo
Palacio de Gobierno, en la ciudad de La Paz, bajo la arenga religiosa: “Bolivia
para Cristo, la Pachamama nunca más volverá a entra a este Palacio”. Y casi
simultáneamente otros citadinos mestizos descendieron la Wiphala (bandera quechua
aymara) del frontis de dicho edificio y la quemaron públicamente. Esos actos,
además de otros, evidencian que la “guerra” irresuelta entre q’aras
(blancoides) y aborígenes es, ante todo, una contienda cultural simbólico.
Si durante la Colonia europea la simbología política cultural de los
aborígenes había sido “extirpada” casi por completo, mediante métodos
inquisitoriales inimaginables. Sin embargo, dichos símbolos (Wiphala, Chakana,
wuakas, apus, etc.) subsistieron bajo las cenizas del dolor colonial, en
territorios indígenas no controlados por la Corona.
Durante la República, este conflicto sobre lo simbólico cultural se
resolvió mediante la tácita coexistencia entre las dos bolivias (la oficial y
la clandestina/aborigen). Medianamente cada quien vivía bajo su propia
simbología. Después de todo, algunos indígenas eran bolivianos, pero en los
hechos NO eran ciudadanos. Y, la gran mayoría, ni eran bolivianos nominales
(sin documento de identidad), ni eran ciudadanos bolivianos (no sujetos políticos)
De ese modo, los símbolos políticos oficiales y clandestinos convivieron
en el mismo territorio (boliviano) sin encontrarse, ni conflictuarse, entre sí,
durante la República.
En la creación del Estado Plurinacional también se tuvo que consensuar
la simbología del nuevo Estado. Así fue cómo la Wiphala ingresó en la
Constitución Política como una bandera oficial, junto a la tricolor criolla. Lo
mismo ocurrió con la Chakana, y las ritualidades constitutivas de las
espiritualidades indígenas.
Proceso de cambio y la simbología boliviana
Durante los 14 años del proceso de cambio boliviano, bajo un Estado
Plurinacional con presencia casi en todo el territorio boliviano, indígenas y
mestizos convivieron sin mayor “guerra” por símbolos políticos, ni identitarios.
Las y los indígenas se sentían representados en la Wiphala que ondeaba
junto a la bandera tricolor, y de igual forma los mestizos por lo suyo. De ese
modo se pudo hablar de la “ciudadanía intercultural” en la Bolivia
plurinacional.
Pero, el fatídico 10 de noviembre reciente, no sólo “restauró” la Biblia
prepotente en el Palacio, sino también la bandera del Departamento de Santa
Cruz, cuyo escudo contiene una Cruz de la cristiandad y una Corona Ducal
medieval. Esta prepotencia simbólica, más el descenso y quema de la Wiphala,
más las arengas de la “expulsión de la Pachamama del Palacio”, dibujan a brocha
gorda la intencionalidad político cultural de los golpistas.
Destituir a Evo, pero sobre todo la Wiphala
Los golpistas no apostaron, ni apuestan, únicamente a destituir al
gobernante indígena, escarmentar con públicos castigos físicos a los indígenas
insumisos, y restaurar el sistema neoliberal en Bolivia. NO. Ellos van, ante
todo, por la restauración del panteón simbólico del Estado criollo republicano,
y hacer escarnio de la simbología política indígena. Porque allí, en esa
simbología está, según ellos, la esencia de la insubordinación política de los
y las indígenas.
En otros términos, van a destruir lo poco o mucho que se había avanzado
en la construcción del Estado Plurinacional y de la ciudadanía
intercultural. Para ellos, destruir la bandera indígena, es anular
simbólicamente los derechos indígenas consignados en las leyes. Y, anular
derechos indígenas, es devolver al indígena a la condición de NO ciudadano, No
sujeto.
Pero, estos predadores de indígenas, en sus planes golpistas
premeditados, jamás previeron las reacciones que podrían activar en los indígenas
el “sacrilegio” contra la Wiphala.
Horas después de aquel sacrilegio, un ejército de ponchos rojos
(aymaras), flameando centenares de whipalas, descendieron desde la ciudad de El
Alto hacia la ciudad cede del Palacio de Gobierno, a trote, rugiendo a todo
pulmón: “Ahora sí, guerra civil. Ahora sí, guerra civil”. Era un escenario
apoteósico que hizo llorar, de susto y/o de emoción, a muchos espectadores
reales y virtuales. Los entrevistados concluían: “la Whipala es nosotros”. “Si
queman la Wiphala, a nosotros nos queman”…
La Policía Nacional golpista que reprimía, hasta ese entonces, a los
manifestantes contra el Golpe de Estado tuvo que replegarse y huir. En la
ciudad cede del Palacio, las pocas autoridades políticas remanentes del Golpe
tuvieron que ser evacuadas. Por unas horas, la “sensación del acabose final” se
expandió y apoderó de las y los citadinos paceños. Hasta que las Fuerzas
Armadas golpistas, “decretaron Estado de Sitio” y en conjunto con la Policía
Nacional ocuparon la ciudad bajo aplausos y arengas de gratitud de la
citadinidad asustada.
Minutos después, la golpista Policía Nacional, en un acto protocolar
improvisado, volvió a colocar la Wiphala en su lugar. Pidió disculpas públicas
a los indígenas. El golpista Camacho, en mensaje improvisado, intentó
argumentar su respeto a la “simbología indígena…”
Nadie sabe a ciencia cierta cuál será el epílogo del caos e
incertidumbre política actual de Bolivia. Lo único cierto es que los
“seguidores”/comerciantes del Dios desconocido y de su Biblia son más
miedosos/cobardes que las y los curtidos en las luchas subalternas bajo la
“sagrada” Wiphala.