La crítica de
la democracia burguesa en Rosa Luxemburg
Por Michael
Löwy
Son conocidas
la defensa de la democracia socialista y la crítica a los bolcheviques en el
folleto de Rosa Luxemburg sobre la Revolución Rusa (1918). Lo que es menos
conocido, y a menudo olvidado, es su crítica de la democracia burguesa, sus
límites, sus contradicciones, su carácter limitado y mezquino. Intentaremos
seguir este argumento crítico en algunos de sus escritos políticos, sin ninguna
pretensión de exhaustividad.
Debemos
partir, para esta discusión, de ¿Reforma o revolución? (1898),
uno de los textos fundadores del socialismo revolucionario moderno, en que esta
problemática es abordada de un modo más intenso. Este brillante ensayo, obra de
una joven casi desconocida en la época, es una síntesis única entre la pasión
revolucionaria y la racionalidad discursiva; sembrado de destellos de ironía y
de intuiciones fulminantes, sigue teniendo, más de un siglo después, una
sorprendente actualidad. Pero no está libre de fallas; ante todo, en la
polémica económica con Bernstein, donde se despliega una suerte de fatalismo
optimista: la creencia en la inevitabilidad del
derrumbe (Zusammenbruch) económico del capitalismo. Dicho sea de paso,
es una opinión que se encuentra aún en nuestros días en cantidad de marxistas
que anuncian que la actual crisis financiera del capitalismo es “la última” y
significa la decadencia definitiva del sistema. Me parece que Walter Benjamin,
que conoció la Gran Crisis de 1929 y sus secuelas, formuló la
conclusión más pertinente sobre este terreno: “La experiencia de nuestra
generación: el capitalismo no morirá de muerte natural” (Benjamin, 2000: 681).
Entretanto, en
su discusión sobre la democracia, Rosa Luxemburg se separa del optimismo fácil
de la religión del progreso democrático –la ilusión en una democratización
creciente de las sociedades “civilizadas” – dominante en su época, tanto entre
los liberales como entre los socialistas; ese es, por lo demás, uno de los
puntos fuertes de su argumento. Por otro lado, en su análisis de la democracia
burguesa, no se encuentra trazo alguno de economicismo; se manifiesta aquí, en
toda su fuerza, lo que Lukács llamaba (1923) el principio revolucionario en el
terreno del método: la categoría dialéctica de totalidad (Lukács,
1960: 48). La cuestión de la democracia es abordada por Rosa Luxemburg desde la
perspectiva de la totalidad histórica en movimiento, donde economía, sociedad,
lucha de clases, Estado, política e ideología son momentos inseparables del
proceso concreto.
Dialéctica del Estado burgués
El análisis
eminentemente dialéctico del Estado burgués y sus formas
democráticas por parte de Rosa Luxemburg le permite a esta escapar tanto de las
aproximaciones social-liberales (¡Bernstein!), que niegan su carácter burgués,
como de las de un cierto marxismo vulgar que no toma en cuenta la importancia
de la democracia. Fiel a la teoría marxista del Estado, Rosa Luxemburg insiste
sobre su carácter de “Estado de clase”. Pero añade inmediatamente: “hay que
tomar esta afirmación, no en un sentido absoluto y rígido, sino en un sentido
dialéctico”. ¿Qué quiere decir esto? Por un lado, que el Estado “asume sin duda
funciones de interés general en el sentido del desarrollo social”; pero, al
mismo tiempo, no lo hace sino “en la medida en que el interés general y el
social coinciden con los intereses de la clase dominante”. La universalidad del
Estado se ve, entonces, severamente limitada y, en una medida
amplia, negada por su carácter de clase (Luxemburg, 1978a:
39).
Otro aspecto
de esta dialéctica es la contradicción entre la forma democrática y el
contenido de clase: “las instituciones formalmente democráticas no son, en
cuanto a su contenido, otra cosa que instrumentos de los intereses de la clase
dominante”. Pero ella no se limita a esta constatación, que es un locus clásico
del marxismo; no solo no desprecia Luxemburg la forma democrática, sino que
muestra que dicha forma puede entrar en contradicción con el contenido burgués:
“Existen pruebas concretas de esto: en el momento en que la democracia tiene la
tendencia a negar su carácter de clase y a transformarse en instrumento de
verdaderos intereses del pueblo, las propias formas democráticas son
sacrificadas por la burguesía y por su representación de Estado” (ibíd.: 43).
La historia del siglo XX está atravesada de un extremo al otro por ejemplos de
ese género de “sacrificio”, desde la Guerra Civil Española hasta el golpe de
Estado de 1973 en Chile; no son excepciones, sino antes bien la regla. Rosa
Luxemburg había previsto en 1898, con una agudeza impresionante, lo que habría
de pasar a lo largo de todo el siglo siguiente.
A la visión
idílica de la historia como “Progreso” ininterrumpido, como evolución necesaria
de la humanidad hacia la democracia y, sobre todo, al mito de una conexión
intrínseca entre capitalismo y democracia, ella opone un análisis sobrio y sin
ilusiones de la diversidad de regímenes políticos:
El desarrollo
ininterrumpido de la democracia que el revisionismo, siguiendo el ejemplo del
liberalismo burgués, toma por ley fundamental de la historia humana, o al menos
de la historia moderna, se revela, cuando se lo examina de cerca, como un
espejismo. No es posible establecer relaciones universales y absolutas entre el
desarrollo del capitalismo y la democracia. El régimen político es en cada
ocasión el resultado del conjunto de factores políticos, tanto internos como
externos; dentro de esos límites, presenta todos los diferentes grados de la
escala, desde la monarquía absoluta hasta la república democrática (ibíd.: 67 y
s.).
Lo que ella no
podía prever es, claro, el surgimiento de formas de Estado autoritarias aún
peores que las monarquías: los regímenes fascistas y las dictaduras militares
que se desarrollaron en los países capitalistas –tanto del centro como de la
periferia– a lo largo de todo el siglo XX. Pero ella tiene el mérito de ser una
de las escasas figuras, en el movimiento obrero y socialista, que desconfiaron
de la ideología del Progreso (con una “P” mayúscula), común a los liberales
burgueses y a una buena parte de la izquierda, y que pusieron en evidencia la
perfecta compatibilidad del capitalismo con formas políticas radicalmente
antidemocráticas.
Bernstein,
partidario convencido de la ideología del Progreso, cree en una evolución
irreversible de las sociedades modernas hacia más democracia y, por qué no,
hacia más socialismo. Ahora bien, Rosa Luxemburg observa que “el Estado, es
decir, la organización política, y las relaciones de propiedad, es decir, la
organización jurídica del capitalismo, se tornan cada vez más capitalistas, y
no cada vez más socialistas” (ibíd.: 43). Puede verse, una vez más, que la
oposición entre la izquierda y la derecha en la Socialdemocracia corresponde al
antagonismo entre la fe en el Progreso ineluctable de los países “civilizados”
y la apuesta por la revolución social.
No solo no
existe una afinidad particular entre la burguesía y la democracia, sino que a
menudo es en lucha contra esta clase que tienen lugar los avances democráticos:
En Bélgica, en
fin, la conquista democrática del movimiento obrero, el sufragio universal, es
un efecto de la debilidad del militarismo y, en consecuencia, de la situación
geográfica y política particular de Bélgica y, sobre todo, ese “bocado de
democracia” es adquirido, no por la burguesía, sino contra ella
(ibíd.: 67).
¿Se trata solo
del caso de Bélgica, o más bien de una tendencia histórica general? Rosa
Luxemburg parece inclinarse por la segunda hipótesis y considerar que la única
garantía para la democracia es la fuerza del movimiento obrero:
El movimiento
obrero socialista es hoy en día el único soporte de la democracia; no existe
otro. Se verá que no es la suerte del movimiento socialista la que está ligada
a la democracia burguesa, sino, inversamente, que la suerte de la democracia
está ligada al movimiento socialista. Se constatará que las oportunidades de la
democracia no están ligadas al hecho de que la clase obrera renuncia a la lucha
por su emancipación, sino, al contrario, al hecho de que el movimiento
socialista sea lo bastante poderoso para combatir las consecuencias
reaccionarias de la política mundial y de la traición de la burguesía.
Aquel que
desee el fortalecimiento de la democracia deberá desear igualmente el
fortalecimiento, y no el debilitamiento, del movimiento socialista; renunciar a
la lucha por el socialismo es renunciar, al mismo tiempo, al movimiento obrero
y a la propia democracia (ibíd.: 70).
En otros
términos, la democracia es, a ojos de Rosa Luxemburg, un valor esencial que el
movimiento socialista debe poner a salvo de sus adversarios reaccionarios,
entre los cuales se encuentra la burguesía, siempre dispuesta a traicionar sus
proclamas democráticas si sus intereses lo exigen. Hemos visto anteriormente
ejemplos de esta sobria constatación. ¿Qué quiere decir la referencia a las
“consecuencias reaccionarias de la política mundial”? Se trata, sin duda, de
una referencia a las guerras imperialistas y/o coloniales, que no dejarán de
reducir o suprimir los avances democráticos de los países en conflicto.
Volveremos luego sobre esta problemática.
La
sorprendente afirmación según la cual la suerte de la democracia está ligada a
la del movimiento obrero y socialista ha sido también confirmada por la
historia de las décadas siguientes: la derrota de la izquierda socialista –a
causa de sus divisiones, de sus errores o de su debilidad– en Italia, en
Alemania, en Austria, en España ha conducido al triunfo del fascismo, con el
apoyo de las principales fuerzas de la burguesía, y a la abolición de toda
forma de democracia, durante largos años (en España, durante décadas).
La relación
entre el movimiento obrero y la democracia es eminentemente dialéctica:
la democracia tiene necesidad del movimiento socialista, y vicecersa;
la lucha del proletariado tiene necesidad de la democracia para desarrollarse:
La democracia
es quizás inútil, o incluso molesta para la burguesía hoy en día; para la clase
trabajadora, es necesaria e incluso indispensable. Es necesaria porque
crea las formas políticas (autoadministración, derecho al
sufragio, etcétera) que servirán al proletariado de trampolín y de apoyo en su
lucha por la transformación revolucionaria de la sociedad burguesa. Pero es
también indispensable porque solo luchando por la democracia y ejerciendo sus
derechos tomará conciencia el proletariado de sus intereses de clase y de sus
misiones históricas (ibíd.: 76).
La formulación
de Rosa Luxemburg es compleja. En un primer momento, ella parece afirmar que es
gracias a la democracia que la clase trabajadora puede luchar para transformar
la sociedad. ¿Querría decir eso que, en los países no democráticos, esta lucha
no es posible? Al contrario, insiste la revolucionaria polaca; es en la
lucha por la democracia que se desarrolla la conciencia de clase. Ella
piensa sin duda en países como la Rusia zarista –comprendida en ella Polonia–,
donde la democracia aún no existe, y donde la conciencia revolucionaria se
despierta precisamente en el combate democrático. Es lo que se vería pocos años
más tarde, en la revolución rusa de 1905. Pero ella también piensa,
probablemente, en la Alemania Guillermina, donde la lucha por la democracia estaba
lejos de hallarse concluida y encuentra en el movimiento socialista a su
principal sujeto histórico. En todo caso, lejos de despreciar las “formas
democráticas”, que distingue de su instrumentación y manipulación burguesas,
ella asocia estrechamente el destino de aquellas al del movimiento obrero.
¿Cuáles son,
entonces, las formas democráticas importantes? En 1898, ella
menciona sobre todo tres: el sufragio universal, la república democrática, la
autoadministración; más tarde –por ejemplo, a propósito de la Revolución Rusa
en 1918–, ella agregará las libertades democráticas: libertad de
expresión, de prensa, de organización. ¿Y qué del Parlamento? Rosa Luxemburg no
rechaza la representación democrática en cuanto tal, pero desconfía del
parlamentarismo en su forma actual: lo considera “un instrumento específico del
Estado de clase burgués; un medio para hacer que maduren y se desarrollen las
contradicciones capitalistas” (ibíd.: 43). Ella volverá sobre este debate pocos
años más tarde, en artículos polémicos contra Jaurès y los socialistas
franceses, a los que ella acusa de querer llegar al socialismo pasando por el
“pantano apacible […] de un parlamentarismo senil” (Luxemburg, 1971b: 223). La
degradación de esta institución se revela en la sumisión al poder ejecutivo:
“La idea, en sí misma racional, de que el gobierno no debe dejar de ser el
instrumento de la mayoría de la representación popular, es transformado en su
contrario por la práctica del parlamentarismo burgués, a saber: la dependencia
servil de la representación popular respecto de la supervivencia del gobierno
actual” (ibíd.: 228). Ella saluda, en este contexto, a los socialistas
revolucionarios franceses, que comprendieron que la acción legislativa en el
Parlamento –útil para arrebatar algunas leyes favorables para los trabajadores–
no puede sustituir a la organización del proletariado para conquistar, a través
de medios revolucionarios, del poder político.
Reaparecen
argumentos análogos en un ensayo de 1904 sobre “La Socialdemocracia y el
parlamentarismo”. Con la ironía mordaz que torna tan eléctricas sus polémicas,
ella cuestiona el “cretinismo parlamentario”, es decir, la ilusión según la
cual el parlamento es el eje central de la vida social y la fuerza motriz de la
historia universal. La realidad es totalmente diferente: las fuerzas
gigantescas de la historia mundial actúan muy bien fuera de las cámaras
legislativas burguesas. Lejos de ser el producto absoluto del Progreso
democrático, el parlamentarismo es una forma histórica determinada de la
dominación de clase burguesa. Al mismo tiempo, en un movimiento dialéctico
–Rosa Luxemburg cita a Hegel–, con el ascenso del movimiento socialista, el
Parlamento puede devenir en “uno de los instrumentos más poderosos e
indispensables de la lucha de clases” obrera, en cuanto tribuna de las masas
populares; un lugar de agitación para el programa de la revolución socialista.
Pero no se podrá defender eficazmente la democracia, y al propio Parlamento,
contra las maquinaciones reaccionarias sino a través de la acción extraparlamentaria del
proletariado. La acción directa de las masas proletarias “en la calle” –por
ejemplo, bajo la forma de la huelga general– es la mejor defensa de cara a las
amenazas que pesan sobre el sufragio universal. En suma, el desafío, para los
socialistas, es convencer a “las masas trabajadoras de que cuenten cada vez más
con sus propias fuerzas y su acción autónoma y de que ya no consideren las
luchas parlamentarias como el eje central de la vida política” (Luxemburg,
1978c: 25, 29, 34-36). Volveremos sobre esto.
Las contradicciones de la democracia burguesa: militarismo, colonialismo
Las
democracias burguesas “realmente existentes” se caracterizan por dos
dimensiones profundamente antidemocráticas, estrechamente ligadas: el
militarismo y el colonialismo. En el primer caso, se trata de una
institución, el ejército, de carácter jerárquico, autoritario y reaccionario,
que constituye una suerte de Estado absolutista en el seno del Estado
democrático. En el segundo, se trata de la imposición, por la fuerza de las
armas, de una dictadura a los pueblos colonizados por los imperios occidentales.
Como recuerda Rosa Luxemburg en ¿Reforma o revolución?, su carácter
de clase obliga al Estado burgués, incluso democrático, a acentuar cada vez más
su actividad coercitiva en dominios que solo sirven a los intereses de la
burguesía: “a saber, el militarismo y la política aduanera y colonial”
(Luxemburg, 1978a: 42). La denuncia de esta “actividad coercitiva”, militarista
e imperialista, será uno de los ejes de la crítica de Rosa Luxemburg al Estado
burgués.
Desde el punto
de vista capitalista, el militarismo actualmente se ha vuelto indispensable
desde tres puntos de vista: 1) sirve para defender intereses nacionales en
competencia contra otros grupos nacionales; 2) constituye un dominio de
inversión privilegiado, tanto para el capital financiero como para el capital
industrial; y 3) le es útil en el interior para asegurar su dominación de clase
sobre el pueblo trabajador […]. Dos rasgos específicos caracterizan al
militarismo actual: primero, su desarrollo general y concurrente en todos los
países; se diría que se ve impulsado a crecer por una fuerza motriz interna y
autónoma: fenómeno desconocido todavía hace algunas décadas; segundo, el
carácter fatal, inevitable de la explosión inminente, aunque se ignoren tanto
la ocasión que la desencadenará como los Estados que serán afectados en primera
instancia, el objeto del conflicto y todas las demás circunstancias (ibíd.:
41).
Como se ve,
Rosa Luxemburg había previsto, en 1898, una guerra mundial suscitada por la
competencia entre potencias capitalistas nacionales y por la dinámica
incontrolable del militarismo. Es una de esas intuiciones fulgurantes que
atraviesan el texto de ¿Reforma o revolución?, aun cuando, desde
luego, ella no podía prever las “circunstancias” del conflicto.
Militarismo en
el plano interno y expansión colonial en el externo están estrechamente ligados
y conducen a una decadencia, una degradación, una degeneración de la democracia
burguesa:
A causa del
desarrollo de la economía mundial, del agravamiento y la generalización de la
competencia por el mercado mundial, el militarismo y la supremacía naval,
instrumentos de la política mundial, se han convertido en un factor decisivo de
la vida exterior e interior de los grandes Estados. Entretanto, si la política
mundial y el militarismo representan una tendencia ascendente de
la fase actual del capitalismo, la democracia burguesa debe ahora lógicamente
entrar en una fase descendente. En Alemania, la era de los grandes
armamentos, que data de 1893, y la política mundial inaugurada por la toma de
Kiao-chou han tenido como compensación dos sacrificios pagados por la
democracia burguesa: la descomposición del liberalismo y el pasaje del Partido
de Centro desde la oposición al gobierno (ibíd.: 69).
A lo largo del
siglo XX, habría de asistirse a otros “sacrificios” de la democracia, exigidos
por el militarismo –tanto en Europa (España, Grecia) como en América Latina–
mucho más graves y dramáticos que los ejemplos aquí citados. Sin embargo, el
análisis de Rosa Luxemburg es más amplio: ella se da cuenta de que el peso
creciente del ejército en la vida política de las democracias burguesas se
deriva, no solo de la competencia imperialista, sino también de un factor
interno a las sociedades burguesas: la escalada de las luchas obreras. En un
artículo antimilitarista de 1914, ella pone en evidencia dos tendencias
profundas que fortalecen la preponderancia de las instituciones militares en
los Estados burgueses.
Esas dos
tendencias son, por un lado, el imperialismo, que conlleva un aumento masivo
del ejército, el culto de la violencia militar salvaje y una actitud dominante
y arbitraria del militarismo de cara a la legislación; por el otro, el
movimiento obrero, que conoce un desarrollo igualmente masivo, acentuando los
antagonismos de clase y provocando la intervención cada vez más frecuente del
ejército contra el proletariado en lucha (Luxemburg, 1978d: 41).
Esta
“violencia militar salvaje” se ejerce, en el cuadro de las políticas
imperialistas, ante todo sobre los pueblos colonizados, sometidos a una brutal
opresión que no tiene nada de “democrática”. La democracia burguesa produce, en
su política colonial, formas de dominación autocrática, dictatorial. La
cuestión del colonialismo es evocada, pero poco desarrollada en ¿Reforma
o revolución? Pero poco después, en un artículo de 1902 sobre la
Martinica, Rosa Luxemburg denunciará las masacres del colonialismo francés en
Madagascar, las guerras de conquista de los Estados Unidos en Filipinas o de
Inglaterra en África; finalmente, las agresiones contra los chinos cometidas,
de común acuerdo, por franceses e ingleses, rusos y alemanes, italianos y
estadounidenses (cf. Luxemburg, 1970: 250 y s.).
Ella volverá a
menudo sobre los crímenes del colonialismo, en particular, en La
acumulación del capital (1913). Retomando el hilo de la crítica
implacable de la política colonial en el capítulo sobre la acumulación
originaria en el volumen I de El capital, ella observa entretanto
que no se trata de un momento “inicial”, sino de una tendencia
permanente del capital: “Aquí no se trata ya de una acumulación
originaria; el proceso continúa hasta nuestros días. Cada expansión colonial va
necesariamente acompañada de esta guerra obstinada del capital contra las
condiciones sociales y económicas de los indígenas, así como del saqueo
violento de sus medios de producción y de su fuerza de trabajo” (Luxemburg,
1990: 318 y s.). De esto se derivan la ocupación militar permanente de las
colonias y la represión brutal de sus insurrecciones, cuyos ejemplos clásicos
son el colonialismo inglés en la India y el francés en Argelia. De hecho,
esta acumulación originaria permanente prosigue hoy en día, en
el siglo XXI, con métodos distintos, pero no menos feroces que los del
colonialismo clásico.
Rosa Luxemburg
menciona también, en La acumulación del capital, el caso concreto
de lo que se podría llamar el colonialismo interno de la mayor
democracia burguesa moderna, los Estados Unidos: con ayuda del ferrocarril, en
el marco de la gran conquista del Oeste, se expulsó y exterminó a los indígenas
con armas de fuego, aguardiente y sífilis, y se encerró a los supervivientes,
como a bestias salvajes, en “reservas” (cf. ibíd.: 344, 350). Otro ejemplo
trágico de las contradicciones de la “democracia burguesa”.
Democracia y conquista del poder: el golpe de martillo de la revolución
Volvamos
a ¿Reforma o revolución? para examinar ahora la problemática
de la relación entre democracia y conquista del poder. Bernstein y sus amigos
“revisionistas” creían en la posibilidad de cambiar la sociedad gracias a
reformas graduales, en el marco de las instituciones de la democracia burguesa;
ante todo, el Parlamento, donde la Socialdemocracia podría un día tornarse
mayoritaria. Por las razones que mencionamos más arriba, Rosa Luxemburg no
puede menos que rechazar esta estrategia:
Marx y Engels
jamás pusieron en duda la necesidad de conquista del poder político por parte
del proletariado. Estaba reservado a Bernstein considerar el estanque de ranas
del parlamentarismo burgués como el instrumento llamado a realizar el cambio
social más formidable de la historia, a saber: la transformación de las
estructuras capitalistas en estructuras socialistas (Luxemburg, 1978a: 77).
Esta conquista
revolucionaria del poder será democrática, no porque se realizará en el marco de
las instituciones de la democracia burguesa, sino porque será la acción
colectiva de la gran mayoría popular: “Es esa toda la diferencia entre los
golpes de Estado al estilo blanquista, ejecutados por ‘una minoría activa’,
provocados en cualquier momento y, de hecho, siempre de manera inoportuna, y la
conquista del poder político por parte de la gran masa popular consciente”
(ibíd.: 78).
Continuando su
polémica, ella ironiza respecto de la línea reformista de Bernstein y sugiere
un argumento capital para justificar la necesidad de una acción revolucionaria:
Fourier había
tenido la ocurrencia fantástica de transformar, gracias al sistema de los
falansterios, toda el agua de los mares del globo en limonada. Pero la idea de
Bernstein de transformar, vertiendo progresivamente botellas de limonada
reformistas, el mar de la amargura capitalista en el agua dulce del socialismo,
es tal vez más banal, pero no menos fantástica.
Las relaciones
de producción de la sociedad capitalista se aproximan cada vez más a las relaciones
de producción de la sociedad socialista. Como revancha, sus relaciones
políticas y jurídicas erigen, entre la sociedad capitalista y la sociedad
socialista, un muro cada vez más alto. Ese muro no solo no será echado por
tierra por las reformas sociales ni por la democracia, sino que, al contrario,
estas lo reafirman y consolidan. Lo que podrá derribarlo es solo el golpe de
martillo de la revolución, es decir, la conquista del poder político
por parte del proletariado (ibíd.: 44).
La imagen del
“golpe de martillo” hace pensar inmediatamente en la afirmación de Marx en sus
escritos sobre la Comuna de París (1871), en los que hace referencia a la
necesidad, por parte del proletariado revolucionario, de “quebrar” el aparato
de Estado capitalista. La idea es esencialmente idéntica, aun cuando Rosa
Luxemburg no cita esos textos de Marx. Ese “golpe de martillo” se torna aún más
indispensable cuando se considera el papel creciente del militarismo y del
ejército en el sistema político. ¿En qué consiste concretamente? ¿Por qué
medios puede realizarse esta conquista del poder? ¿Qué estrategia o táctica
revolucionarias propone Rosa Luxemburg? No es un tema desarrollado en ¿Reforma
o revolución?, pero aquí y allá ella da a entender que los métodos
revolucionarios “clásicos” –la insurrección, las barricadas– no deben ser
excluidos. Ahora, no solo los revisionistas, sino también la dirección del
Partido Socialdemócrata alemán se refirieron con insistencia al prefacio
escrito por Friedrich Engels en 1895 a la reedición de la obra de Marx La
lucha de clases en Francia entre 1848 y 1850 (1850); en ese texto, el
viejo dirigente parece considerar que esos métodos de lucha se volvieron
obsoletos a raíz de los progresos del arte militar –los cañones y los fusiles
modernos–, que conceden ventaja al ejército.
De hecho, el
texto original de Engels era mucho menos categórico; la versión publicada fue
considerablemente “edulcorada” por la dirección del partido (algo que ignoraba
Rosa Luxemburg). De hecho, Engels se mostró indignado ante esta manipulación;
en una carta a Kautsky del 1° de abril de 1895, escribió: “para mi sorpresa,
veo hoy en el Vorwärts un extracto de mi introducción
reproducida sin mi consentimiento, y dispuesto de tal manera que aparezco en él
como un pacífico adorador de la legalidad a todo precio. Por ende, desearía
tanto más que la introducción aparezca sin recortes en Neue Zeit, a
fin de que sea borrada esta impresión vergonzosa”. Friedrich Engels murió
algunos meses después; el texto íntegro jamás apareció en Neue Zeit ni,
por supuesto, en la reedición del libro de Marx. Fue preciso esperar a la
Revolución de Octubre para que fuera, por fin, publicado en la década de 1920
(cf. Bottigelli, 1948). He aquí la respuesta de Rosa Luxemburg al argumento
“legalista”:
Cuando Engels,
en el prefacio a La lucha de clases en Francia, revisaba la táctica
del movimiento obrero moderno, oponiendo a las barricadas la lucha legal, no
tenía en vita –y cada línea de este prefacio lo demuestra– el problema de la
conquista definitiva del poder político, sino el de la lucha cotidiana actual.
No analizaba la actitud del proletariado de cara al Estado capitalista en el
momento de la toma del poder, sino su actitud en el marco del Estado
capitalista. En una palabra, Engels daba las directivas al proletariado oprimido,
y no al proletariado victorioso (Luxemburg, 1978a: 75 y s.).
De hecho, su
interpretación es muy discutible… ¡No se trata, en Engels, del papel de las
barricadas en la “lucha cotidiana actual”! Lo que resulta interesante, en este
pasaje, es la actitud de la autora de ¿Reforma o revolución? frente
a la cuestión de los métodos de lucha “armada”, “insurreccional”, “ilegal”
–métodos tradicionales de las revoluciones, desde 1789 a 1871–, que ella se
niega a excluir del arsenal político del proletariado. Ella no estaba
equivocada, pues todos los combates revolucionarios del siglo XX, victoriosos o
vencidos –las dos Revoluciones Rusas (1905, 1917), la Revolución Mexicana
(1910-19), la Revolución Alemana (1918-19), la Revolución Española (1936-37) y
la Revolución Cubana (1959-61), para no citar otros ejemplos– hicieron uso de
esos métodos “ilegales” y “extraparlamentarios”.
Pero el método
revolucionario que cuenta con el favor de Luxemburg es, como se sabe, la huelga
de masas, esa “forma natural y espontánea de toda gran acción
revolucionaria del proletariado”. De hecho, se trata de un movimiento en el
cual se multiplica una gran diversidad de iniciativas de lucha: huelgas
económicas y políticas, huelgas de manifestación o de combate, huelgas de masas
y huelgas parciales, luchas reivindicativas pacíficas o batallas en las calles,
combates de barricadas, “un océano de fenómenos, eternamente nuevos y
fluctuantes”. Ciertamente, la huelga de masas “no reemplaza ni vuelve
superfluos los enfrentamientos directos y brutales en la calle”; con todo, la
experiencia rusa de 1905 muestra que “el combate de barricadas, el
enfrentamiento directo con las fuerzas armadas del Estado, no constituye, en la
revolución actual, otra cosa que el punto culminante, que una fase del proceso
de la lucha de masas proletaria” (Luxemburg, 1976: 127 y s.; 154). El
enfrentamiento no es eliminado, sino situado en el “punto culminante” de la
lucha, lo que le concede, evidentemente, un papel importante.
Rosa Luxemburg
volverá sobre este texto de Engels –en su versión edulcorada por la dirección
del Partido Socialdemócrata Alemán, la única conocida en su época–, que
decididamente la incomoda, en su discurso durante el Congreso Fundacional del
Partido Comunista Alemán (Spartakusbund) en diciembre de 1918. Esta vez,
no se trata de pretender, como en 1898, que la “Introducción” de 1895 no se
refiere sino a la “lucha cotidiana actual”: “Con todos los conocimientos de
especialistas de que disponía en el dominio de la ciencia militar, Engels les
demuestra aquí […] que es perfectamente vano creer que el pueblo trabajador
puede hacer revoluciones en las calles y salir victorioso”. Él estaba
equivocado, y este documento ha servido, observa ella, para reducir la
actividad del Partido exclusivamente al terreno parlamentario. Sin excluir una
“utilización revolucionaria de la Asamblea Nacional” como tribuna, ella ve en
la toma del poder por parte de los consejos de obreros y soldados, como en
Rusia en octubre de 1917, el camino a seguir (cf. Luxemburg, 1978b: 106-108).
Rosa Luxemburg
no proporciona recetas; ella apuesta a la inventiva del movimiento
revolucionario; se limita a esta sobria constatación: la democracia es
indispensable, no porque ella vuelve inútil la conquista del poder político por
parte del proletariado; al contrario, ella vuelve necesaria y al mismo tiempo
posible esta toma del poder”. Ahora bien, esta conquista del poder pasa por una
ruptura institucional, por un proceso radical de subversión, capaz de derribar
el muro jurídico y político del Estado capitalista: el “golpe de martillo” de
la revolución.
Democracia socialista y democracia burguesa (1918)
No vamos a
discutir aquí la cuestión de la democracia en el socialismo, que escapa a
nuestra temática; lo que nos interesa aquí es lo que escribe Rosa Luxemburg en
su texto sobre la Revolución Rusa a propósito de la democracia burguesa. Es
importante subrayar que, en el manuscrito de 1918, la crítica fraternal de los
errores de los bolcheviques en el terreno de la democracia no significa de
ningún modo la adhesión de Rosa Luxemburg a la democracia burguesa. Se dice
explícitamente: la tarea histórica del proletariado es “crear, en lugar de la
democracia burguesa, una democracia socialista”. Veamos de más cerca su
argumento, en polémica con Trotsky:
“En cuanto marxistas, jamás hemos sido idólatras de la democracia formal” escribe Trotsky. Seguramente, jamás hemos sido idólatras de la
democracia formal. Pero tampoco del socialismo y del marxismo; jamás hemos sido
idólatras. ¿Se infiere de esto que tengamos el derecho, a la manera de
Cunow-Lensch-Parvus, de deshacernos del socialismo o del marxismo cuando nos
incomodan? Trotsky y Lenin son la negación viva de esta cuestión.
Jamás hemos
sido idólatras de la democracia formal; esto no quiere decir sino una cosa:
siempre hemos distinguido el núcleo social de la forma política de la
democracia burguesa; siempre hemos desenmascarado el duro núcleo de desigualdad
y de servidumbre social que se oculta bajo el dulce envoltorio de la igualdad y
de la libertad formales, no para rechazarlo, sino para incitar a la clase
obrera a no contentarse con ese envoltorio y, por el contrario, conquistar el
poder político a fin de llenarlo de un contenido social nuevo. La tarea
histórica que incumbe al proletariado, una vez en el poder, es crear, en lugar
de la democracia burguesa, la democracia socialista, y no suprimir toda
democracia (Luxemburg, 1971a: 87 y s.).
Rosa Luxemburg
retoma aquí la distinción “clásica”, ya formulada en ¿Reforma o
revolución?, entre la forma democrática, la igualdad y la libertad
formales, y el contenido burgués, la desigualdad y el liberticidio; pero esta
vez ella afirma claramente la solución: ni democracia burguesa, ni dictadura de
una élite revolucionaria, sino una democracia socialista con un contenido
social nuevo.
Rosa Luxemburg
había previsto, ya en 1914, “la intervención del ejército contra el
proletariado en lucha”. Como se sabe, en enero de 1919, Leo Jogisches, Karl
Liebknecht y muchos otros espartaquistas serán asesinados, víctimas de esta
“violencia militar salvaje” que ella había denunciado; eso tuvo lugar en el
marco de una respetable democracia (burguesa) constitucional. Lo que Rosa
Luxemburg no había previsto siquiera en sus peores pesadillas era que esos
asesinatos políticos a manos de militares contrarrevolucionarios tendrían lugar
bajo la égida de un gobierno dirigido por el Partido Socialdemoócrata Alemán…
Bibliografía
Benjamin,
Walter, Paris, capitale du XIXème siècle. Le Livre des Passages. París:
Ed. Du Cerf, 2000.
Bottigelli,
Émile, “Avertissement”. En: Marx, Karl, La Lutte de Classes en France
1848-1850. París: Editions Sociales, 1948, pp. 9-20.
Lukacs,
György, Histoire et Conscience de Classe) (1923). París: Ed.
de Minuit, 1960.
Luxemburg,
Rosa, Rosa Luxemburg, “Martinique” (1902). En: –, Gesammelte
Werke 1/2. Berlín: Dietz, 1970.
–, “La
Révolution Russe” (1918). En: –, Oeuvres II (écrits politiques
1917-1918). París: Maspero, 1971 [1971a].
–, Le
Socialisme en France 1898-1912. Presentación de Daniel Guérin París:
Belfond, 1971 [1971b].
–, “Grève de
masses, parti et syndicat” (1906). Trad.: Irène Petit. En: –, Œuvres
I. París: Maspero, 1976.
–, “Réforme ou Révolution?” (1898). Trad.: Irène
Petit. En: –, Œuvres I. París: Ed.
Maspero, 1978 [1978a].
–, “Notre
programme et la situation politique” (1918), Œuvres I [1978b].
–,
“Social-démocratie et parlementarisme” (1904). En: –, L’Etat bourgeois
et la Révolution. Compil. de Carlos Rossi. París: Petite collection La
Brèche, 1978 [1978c].
–, “Le revers
de la médaille” (abril de 1914). En: –, L’Etat bourgeois et la révolution [1978d].
–, Die Akkumulation des Kapitals (1913).
En: –, Gesammelte Werke 5. Berlín: Dietz, 1990.
** “Le coup de marteau de la révolution”. La critique de la démocratie
bourgeoise chez Rosa Luxemburg”. Artículo enviado por el autor para su
publicación en este número de Herramienta. Trad. de Silvia N.
Labado.
** Michael Löwy es Director de investigación emérito en el Centre
National de la Recherche Scientifique (Centro Nacional de Investigación
Científica); fue profesor en la École des Hautes Études en Sciences Sociales
(Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales). Sus obras fueron publicadas
en 24 idiomas. Ediciones Herramienta y El Colectivo publicaron, en 2010, su
libro La teoría de la revolución en el joven Marx y en
2011, Ecosocialismo, la alternativa radical a la catástrofe ecológica
capitalista. Es miembro del Consejo Asesor de la Revista Herramienta, donde
ha realizado numerosas contribuciones. Fue publicado recientemente en Ediciones
Herramienta su libro, escrito en colaboración con Olivier Besancenot, Afinidades
revolucionarias. Nuestras estrellas rojas y negras. Por una solidaridad entre
marxistas y libertarios (2018).