Bruce Robbins
Publicados a finales de la década de 1940, diez años después de
su muerte, los volúmenes italianos de los Cuadernos de la Cárcel de
Antonio Gramsci iniciaron el proceso de su canonización laica. Fundador del
Partido Comunista Italiano, Gramsci había permanecido 11 años encerrado en
cárceles fascistas. Durante este periodo, mientras perdía los dientes y su
estado de salud decaía, Gramsci llenó 3.000 páginas de cuaderno con reflexiones
sobre todo aquello que consideraba relevante para la historia y la política
italianas, y para el futuro de la izquierda europea. A fin de sortear la
censura de la prisión, utilizaba abstracciones codificadas, en ocasiones
enigmáticas. En 1937, todavía preso, falleció sin haber visto jamás a uno de
sus dos hijos. En aquel entonces lloraron su muerte sus camaradas comunistas,
pero pocos fuera de esos círculos, y menos todavía, sin duda, fuera de Italia.
Hoy en día,
Gramsci es conocido en todas partes; ya no se oye pronunciar su apellido como
si fuera polaco. En los cursos universitarios dedicados a intelectuales, al
marxismo o a la teoría política, los estudiantes aprenden rutinariamente, tal
como él insistía, que la acción política efectiva se produce en ámbitos que,
como la cultura, hasta ahora no parecían influir en la política. En este
ámbito, los intelectuales adquieren para Gramsci una importancia particular, no
porque piense que haya que prestar atención a donnadies o a las cabezas
parlantes de los medios de comunicación de masas, aunque lo crea, sino porque,
tal como él entiende el poder, la labor de los intelectuales es fundamental
tanto para conservarlo (para los de arriba) como para conquistarlo (por los de
abajo).
Y buena parte
de esta labor, que se desarrolla fuera de los focos, incluye el escuchar y
adaptarse a quienes no comparten tus valores culturales u objetivos políticos.
El ejercicio del liderazgo hegemónico –un liderazgo por consentimiento– no
puede darse jamás sin algún elemento de concesión a aquellos que son liderados.
Al destacar el papel que desempeñan la cultura y la sociedad civil en la
política, Gramsci decía a la izquierda que tenía que liderar –o gobernar– en un
entorno social que parecía ajeno a ella y que podía tacharse fácilmente,
entonces y ahora, de apolítica e incluso tóxica para los verdaderos compromisos
de izquierdas. En una medida que no deja de ser notable, teniendo en cuenta que
él vivía bajo el fascismo y que nosotros vivimos bajo diversas variantes de
democracia liberal, su entorno ha pasado a ser el nuestro.
Perry Anderson
ha publicado dos nuevos libros sobre Gramsci y la hegemonía, el término que se
ha convertido en la piedra angular de la teoría política de este último. El
primer libro, un largo ensayo sobre Gramsci publicado originalmente en 1976
en New Left Review, destaca la importancia de la hegemonía para la
tradición marxista revolucionaria de Lenin y compañía, de la que Gramsci tomó
prestado el concepto y a la que, como señala Anderson, se mantuvo más fiel que
lo que quieren pensar sus admiradores modernos.
El segundo
libro, que hace abstracción de las peculiaridades del pensamiento gramsciano,
adopta un enfoque más expansivo: comienza con Herodoto y Tucídides, dedica un
tiempo a las teorías del buen gobierno de Confucio, vuelve a Lenin y Gramsci y
avanza por esta vía para hablar de gramscianos más actuales como Stuart Hall,
Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, y de teóricos más recientes de las relaciones
internacionales. En ambos libros, el tema implícito de Anderson no es tanto qué
tendría que hacer la izquierda para dirigir –este fue el gran tema, tal vez
trágico, de Gramsci–, sino más bien si todavía tiene sentido plantearse esta
cuestión.
¿Quién recuerda
hoy la dictadura del proletariado, la noción de que, en la transición
del capitalismo al comunismo, la clase obrera debería ejercer un control total?
Anderson cree que Gramsci nunca la abandonó enteramente, pero Gramsci es
conocido por la contundencia con la que la dejó de lado. Las condiciones habían
cambiado (y él no fue el único en darse cuenta) entre la Rusia revolucionaria
de 1917 y las democracias liberales, algunos años después, de una Europa
Occidental relativamente estable y próspera. En Occidente, el poder se había
atrincherado en la sociedad civil y en una forma de Estado más moderna, más
democrática, más atractiva políticamente. Esto implicaba que la izquierda debía
adaptar sus tácticas a esta situación muy distinta. Las barricadas y la toma
del poder por asalto ya no funcionarían.
Al mismo
tiempo, para los militantes socialistas, la génesis profundamente
antidemocrática de las democracias liberales, con su abandono estructural (en
el caso de la unificación de Italia) de los campesinos del sur, como los sardos
entre los que se había criado Gramsci, ofrecía oportunidades y comportaba
retos. Tenía menos sentido ejercer la dictadura sobre otras clases y más
sentido buscar la alianza con ellas. Gramsci no preconizó un acceso electoral
al poder, pero no es difícil ver cuánta gente iba a interpretar sus escritos en
este sentido. Para él, la política debía respetarse como una actividad
relativamente autónoma que no podía reducirse a la identidad de clase. Los y
las militantes de clase trabajadora deberían atraer cultural e ideológicamente
a grupos que no comparten los intereses o valores de la clase obrera. La clase
capitalista había consolidado su poder en gran parte de Europa ejerciendo su
capacidad de seducción en sentido contrario: había aprendido a decir por lo
menos algunas cosas que la clase obrera quería oír.
Anderson se
abstuvo modestamente de jactarse de haber descubierto a Gramsci para la
izquierda de habla inglesa, pero él y sus colegas de New Left Review probablemente
hicieron más que nadie por demostrar cuán inspirador podía ser el análisis del
desarrollo atrofiado de Italia elaborado por el hasta entonces más bien oscuro
pensador italiano. Lo que Gramsci hizo por Italia, Anderson y su colega Tom
Nairn lo intentaron hacer, en la década de 1960, por el Reino Unido: explicar
por qué su propio país –y, a este respecto, muchos otros del Atlántico Norte–
sufría un bloqueo similar. Calibrando el desvío del Reino Unido de una vía de
desarrollo revolucionaria, las llamadas tesis de Anderson-Nairn destacaron la
relativa timidez de los teóricos de izquierda del país, el entusiasmo esnob de
su burguesía por imitar a la vieja aristocracia terrateniente y fundirse con
ella, y la aquiescencia de la clase obrera, obtenida en parte a cambio de los
frutos del imperio (al que no se opuso abiertamente), una clase obrera que estaba
relativamente satisfecha con las formas de vida tradicionales o los nuevos
hábitos del consumo de masas, y por tanto no estaba interesada en asumir su
responsabilidad de representar a la nación en su conjunto. El resultado fue un
exceso de estabilidad social y la falta de dinamismo político.
¿Qué había que
hacer, por tanto? Como señala Gregory Elliott en Perry Anderson: The
Merciless Laboratory of History, tanto “el diagnóstico de las
singularidades de la historia y la sociedad británicas” como “el pronóstico
para el socialismo británico” eran gramscianos. Irónicamente, añade Elliott,
“la estrategia que esbozó es una premonición del eurocomunismo” –el giro
electoralista dado por muchos partidos comunistas europeos, incluido el
italiano, en la década de 1970–, al que Anderson se opuso posteriormente. En el
prefacio a la edición de 2017 de su ensayo sobre Gramsci, Anderson omite
convenientemente su coincidencia temprana con el eurocomunismo, pero comenta
con satisfacción que los compromisos con partidos liberales y socialdemócratas
resultaron ser suicidas para los comunistas en Italia.
Críticos como
Nicos Poulantzas se quejaron en la época de que las tesis de Anderson-Nairn
daban excesiva importancia a la subjetividad: se preocupaban demasiado por,
digamos, las maneras aristocráticas en que se envolvían los industriales,
despreciando el hecho de que, bajo este camuflaje ideológico, la nueva
burguesía industrial estaba, de hecho, llevando la batuta. Tanto en las Las
antinomias de Antonio Gramsci como en La palabra H: peripecias
de la hegemonía, Anderson formula una queja parecida con respecto a los
seguidores de Gramsci: llevados por una interpretación equivocada de la
hegemonía y por tanto cometiendo un error potencialmente fatal sobre la
maleabilidad del poder, todos los demás dan una importancia excesiva a la
ideología y la cultura. El eurocomunismo es el ejemplo visible para el primer
libro, y el análisis de Stuart Hall sobre el thatcherismo lo es para el
segundo.
Cabía esperar
que en su crítica a Gramsci y los gramscianos, un marxista como Anderson
pusiera el acento, en vez de la superestructura cultural, en la base económica.
Pero no es así. Lo que ambos libros oponen a la cultura y la ideología no es la
economía, sino la coerción física: la fuerza militar como un componente –o tal
vez el componente– decisivo del poder, y por tanto quizá el factor determinante
de la historia. La cuestión de hasta qué punto esto es una desviación patente
de la ortodoxia marxista (si esta todavía existe) será sin duda de interés para
quienes contemplan a Anderson como un gurú marxista. Sin embargo, esta cuestión
es a fin de cuentas menos interesante que la insistencia impenitente de
Anderson en que la coerción, y no la clase o el modo de producción, es el
corazón de la historia. El abandono de la idea de la coerción –llámese
dictadura del proletariado, o piénsese en las barricadas– suele considerarse el
logro más destacado de Gramsci al reinterpretar el concepto de hegemonía. El
propósito principal que subyace a ambos libros de Anderson es volver sobre
ello.
En Las
Antinomias, Anderson lo hace demostrando que la fuente de Gramsci en la
cuestión de la hegemonía fueron los debates entre bolcheviques y mencheviques,
antes de 1917, en torno al papel que debía desempeñar el proletariado en una
revolución que todos asumían al principio que debía ser inicialmente burguesa.
¿Cuánto había que sacrificar a los valores de los capitalistas o los
campesinos? En ese contexto, Lenin alegaba que únicamente asumiendo un papel
hegemónico, o de liderazgo, con respecto a otras clases, el proletariado podía
convertirse realmente en clase. Gramsci dio la vuelta al concepto, de modo que
también podía describir cómo la burguesía llegó a gobernar sobre otras clases,
de nuevo por la vía del consentimiento o la concesión, pero según Anderson la
idea le vino de Rusia. Su “propio tratamiento de la idea de la hegemonía
proviene directamente de las definiciones de la Tercera Internacional”.
En La
palabra H, Anderson se remonta todavía más atrás en el pasado de la
hegemonía, trazando su historia hasta la Antigüedad griega con el fin de
mostrar los significados un tanto diferentes de la hegemonía en contextos como
la guerra del Peloponeso o, antes, la alianza militar griega contra Persia.
Situada en un contexto internacional y no nacional, la hegemonía es, o parece
ser, menos una cuestión de consentimiento –el gran argumento de venta de las
democracias liberales– que un asunto de coerción. (Esta es una razón por la que
los pensadores políticos que consideran que la historia no tiene ningún sentido
excepto el de perro come perro gravitan naturalmente al
terreno internacional, donde sus premisas parecen más plausibles.) Como muestra
Anderson, los autores de la Grecia antigua utilizaban a veces la hegemonía como
sinónimo de arque, o gobierno, y a veces dejaban que sugiriera la
existencia de otra clase de gobierno –tal vez moralmente superior–, que
implicaba algún grado de interés común y por tanto de consentimiento.
Anderson se
muestra escéptico con respecto a este segundo tipo de gobierno; la hegemonía
–la variante que suele asociarse con Gramsci– y el contexto del imperio
ateniense y la alianza militar respaldan su escepticismo. En este caso y en
otros posteriores, Anderson suele entender la hegemonía en este sentido no
totalmente coercitivo como un camuflaje moralista que oculta la voluntad de
dominar y, si es preciso, de destruir. La coerción, desde el punto de vista de
Anderson, es la verdadera esencia del poder. Escribe que en el siglo IV, tras
la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso, la “oratoria ateniense, ya
incapaz de ensalzar el imperio como antes, revaluó las virtudes de la
hegemonía, ahora debidamente moralizada como un ideal de los debilitados”. Por
todo el libro asoma la sugerencia de que muchos de la izquierda actual también
moralizan desde una posición de debilidad, porque no son suficientemente
tenaces para ver el poder como lo que es realmente.
La concepción
del poder que defiende Anderson tiene un rasgo materialista, pero es un
materialismo no dialéctico, ahistórico. Se apoya en una realidad indudable –no
se puede dudar del ejercicio de la violencia militar y policial–, pero no
explica, por ejemplo, cómo, por qué y cuándo ciertos agentes adquieren o
pierden su poder coercitivo: qué permite ejercerlo o, por el contrario, qué
hace que no sea determinante. Anderson nunca ha tenido tiempo para la
sociología, pero tal vez los sociólogos del poder y la violencia podrían haber
sido útiles en este terreno. Sin su conocimiento de lo que determina el
ejercicio de la violencia, ¿resulta convincente la versión que ofrece Anderson
de la hegemonía? No mucho. En su larga disputa con el análisis que hizo Stuart
Hall del thatchersimo, que consideraba excesivamente centrado en el atractivo
de la ideología de derechas de la primera ministra británica, Anderson objeta
que la hegemonía de Thatcher se caracterizó por la violencia. Como prueba cita
el aplastamiento de la huelga de los mineros y la guerra de las Malvinas, pero
ninguno de estos ejemplos explica el éxito electoral de Margaret Thatcher tan
bien como el concepto de Hall del “populismo autoritario”, una hábil
combinación de nacionalismo de ley y orden abajo con la eliminación de toda
restricción al sector financiero cosmopolita arriba.
En un artículo
publicado en estas mismas páginas en 2010, Mark Mazower comenta la atracción
que sentía Anderson por los “realistas firmes”, incluidos los realistas que
no son en absoluto de izquierdas, como el neocon Robert Kagan.
En La palabra H, Anderson alaba a John Mearsheimer, no por su
denuncia del lobby proisraelí, sino por su “realismo no
sentimental, capaz de llamar a las cosas por su nombre”. E.H. Carr, cuyas
simpatías se extendieron en algún momento tanto a la Rusia de Stalin como a la
Alemania de Hitler, merece, si no me equivoco, 14 menciones diferentes en el
índice de La palabra H, el tercero más citado después de Lenin y
Gramsci. Lo que aprecia Anderson en Carr es que también es un realista en
materia de poder internacional, saludablemente escéptico con quienes tratan de
moralizar ese poder llamándolo con otro nombre más piadoso.
El desprecio
por la beatería de la izquierda, tal como se expresa en el escrito de Anderson,
no basta para explicar una apreciación tan perversa. Apunta asimismo al oscuro
atractivo seductor de un (supuesto) realismo que desistiría enteramente de los
compromisos de izquierda, dejando nada más que la resignación de que el mundo
seguirá funcionando como siempre ha funcionado: según el modelo del acoso
escolar. Después de todo, podría decir Anderson, ¿qué fuerzas sociales están a
la vista hoy en día sobre el escenario capaces de cambiar todo ese acoso y
hacerme decantar por ellas? El hombre es y siempre será un lobo para el hombre.
Para algunas
personas, el realismo de Anderson también se asemejará a otra cosa: el
estoicismo (un término que merece atención). En ausencia de una revolución
capaz de transformar el poder en otra cosa, hay que aceptarlo como es. Pero
también cabría decir que como aspirante a estoico, Anderson abandona con
excesiva facilidad el sentido de la vocación del historiador, que reclama una
inmersión interpretativa por debajo de la banalidad superficial de los
acontecimientos, la captación de una estructura más sólida que la violencia.
Anderson
califica las guerras de EE UU en Afganistán e Irak de “aventuras”. ¿Fueron esas
guerras realmente meras aventuras, es decir, actos de voluntad derivados de un
juicio equivocado? ¿O el gobierno estadounidense se vio empujado a esos
costosos fiascos por imperativos económicos o geopolíticos que se derivan de su
voluntad de mantener su hegemonía mundial? Estas cuestiones –parecidas a las
formuladas por el mundo académico sobre la necesidad invocada
por el imperialismo ateniense antes de destruir Melos– como mínimo deberían
nombrarse, y mejor todavía abordarse directamente, si se desea saber hasta qué
punto la fuerza militar cuenta o no cuenta en el devenir de la historia del
mundo. El realismo, concebido correctamente, exige que sepamos si existe otra
coercividad (por ejemplo, económica) subyacente a la coerción física.
En su análisis
del estoicismo en la Fenomenología del espíritu, Hegel sugiere que
el estoico era propenso a contemplar el mundo como un caos de datos no
relacionados y carentes de sentido, porque de este modo podía salvar su paz
interior, su distanciamiento del mundo. La tentación conjunta del
distanciamiento y la aleatoriedad explica hasta cierto punto la posición
historiográfica y política de Anderson. Desde el punto de vista estilístico,
Anderson es una especie de anti-Orwell, desdeñoso de los atajos retóricos y las
complacencias del sentido común. En ocasiones en que otros podrían sentirse
obligados a atender a la vox populi, él probablemente enviará sus
disculpas. (Mazower lo llama su “orgullo de marca”.) Casi podemos imaginarlo
diciendo (por citar el poema sarcástico de Brecht de 1953) que puesto que el
pueblo nos ha decepcionado, es hora de disolverlo y elegir otro.
Políticamente,
esta posición plantea dificultades evidentes. Pero tampoco resulta convincente
desde el punto de vista historiográfico. En su crítica de los neogramscianos
Ernesto Laclau y Chantal Mouffe –coautores de Hegemonía y estrategia
socialista–, se queja (con razón, en mi opinión) de que no aportan razones
suficientes para creer que la indudable energía de los entonces nuevos
movimientos sociales de liberación racial, de género y sexual tendería al
socialismo por sí misma. “La eficacia política”, escribe Anderson, “es una cosa
y la capacidad persuasiva intelectual, otra.” Esta frase se acerca
peligrosamente a la contraria de la 11ª tesis de Marx: lo que importa no es
cambiar el mundo, sino interpretarlo convincentemente. Podríamos añadir asimismo
que su insistencia en la coerción física incluso le impide interpretar el mundo
con la capacidad persuasiva que desea. La violencia, al igual que los nuevos
movimientos sociales, es simplemente demasiado contingente. Se resiste a una
explicación. El grueso de la explicación no puede detenerse allí.
En su
obstinación por la contingencia, la insistencia de Anderson en el papel
primordial de la coerción recuerda extrañamente la invocación de la acción que
lamentó décadas antes en la obra de E.P. Thompson. En el capítulo dedicado a la
acción en Arguments Within English Marxism (1980), Anderson
rechazó la prioridad que otorgó Thompson, en La formación de la clase
obrera en Inglaterra, a la voluntad de los individuos. No es que las
voluntades individuales no puedan agregarse en la voluntad de una clase, dice
Anderson, sino que no cabe suponer que la formación de una clase en el sentido
fuerte, deseable, se haya producido en absoluto.
Thompson es
incapaz de imaginar esta posibilidad, pero Anderson tiene razón al preguntar:
“¿Es posible que la clase obrera inglesa no se haya hecho a sí misma?”, es
decir, ¿es posible que la hayan hecho fuerzas ajenas a su control? Y en este
caso, ¿no cabe la posibilidad de que la clase obrera inglesa nunca haya sido
una clase? “Si los procesos históricos fundamentales, la estructura y la
evolución de sociedades enteras, son la resultante involuntaria de una dualidad
o pluralidad de fuerzas de clase voluntarias que chocan entre sí”, pregunta
Anderson, “¿qué explica su naturaleza ordenada? ¿Por qué la intersección de
voluntades colectivas rivales no iba a producir el caos fortuito de un
batiburrillo arbitrario y desestructurado?”
Al escribir
esto en 1980, parecía relativamente convencido de que era posible percibir
realmente un orden, siempre que uno estuviera deseoso de dejar de insistir en
la acción y prestar atención, en cambio, en la lenta marcha impersonal de los
modos de producción. Habiendo perdido ahora la paciencia con el ritmo de esta
marcha, Anderson somete su visión de la historia centrada en la violencia a una
crítica similar. Como en el caso de la acción de Thompson, ¿acaso no es
precisamente “el caos fortuito de un batiburrillo arbitrario y
desestructurado”?
¿Cuál es el papel –o la función, o el significado– del
pensamiento marxista en una época en que el triunfo de la clase obrera no
parece estar en el orden del día? Como han señalado muchos observadores, sigue
siendo indispensable para hacer el seguimiento del capital, incluidos sus
efectos devastadores en el medio ambiente. Sobre la cuestión de hasta qué punto
puede surgir un programa cohesivo de las diversas voces progresistas que hacen
más ruido últimamente, el juicio todavía está pendiente. Sin embargo, el propio
nivel de ruido al menos es un alegato contra la melancolía preventiva. Y esto
incluye las voces que se alzan, por ejemplo, contra el militarismo de EE UU y a
favor de las víctimas de la desigualdad económica en el mundo. Como
desprovincializador habitual, Anderson debería ser capaz de ver esto. Desde la
década de 1960, cuando hizo que los ingleses leyeran a Gramsci e incluyeran la
existencia del imperio como factor en sus análisis de clase, siempre ha ido por
delante en las cuestiones internacionales. Puede ser que su disposición a
cambiar la revolución por el realismo es, entre otras cosas, una manera
indirecta de registrar las brutalidades internacionales de hoy en día, que
también son brutales en su impacto en una izquierda cuyos análisis y
estrategias siguen teniendo a menudo, en gran medida, un horizonte nacional.
Ahora bien, la
desolación del mundo de Anderson –un lugar con muy poca cordura, por no hablar
ya de esperanza– no es la única alternativa a mantener la fe en la revolución
con mayúscula. A fin de conservar su autorrespeto intelectual, no hace falta que
el autor o la autora sacrifique la solidaridad con quienes apenas han podido
acceder a la educación superior y por tanto puede que no sigan todas las
referencias. Una cosa que demuestra el romance pasajero y recurrente de
Anderson con la palabra que comienza con R es el riesgo de que, si se mide por
este estricto rasero, todos los demás deseos y compromisos parecerán, por
contraste, banales y fortuitos. Como en las relaciones eróticas, esta postura
parece menos una reflexión objetiva de cómo son las cosas que una profecía
autocumplida. Por fortuna, esto está lejos de todo lo que uno extraerá de su
lectura.
“El pensamiento
de una mente verdaderamente original”, escribe Anderson sobre Gramsci,
“mostrará normalmente –de manera no fortuita, sino inteligible–contradicciones
estructurales significativas.” Lo que es cierto para Gramsci también lo es, por
supuesto, para el propio Perry Anderson. Las contradicciones no son fortuitas,
sino estructurales e inteligibles. Es más, esto es cierto para la realidad
histórica que tanto Gramsci como Anderson han hecho tanto por iluminar.
Bruce Robbins
es profesor de Humanidades de la Universidad de Columbia.