Una reflexión sobre la falta de tiempo como nueva pobreza y los modos de remediarla
Amador Fernández-Savater
En el año 2161 el gen del
envejecimiento ha sido localizado y desactivado. Las personas dejan de
envejecer a partir de los 25 años. Todo el mundo es inmortal, pero sólo potencialmente. El
sistema concede a cada cual un año más de vida, luego hay que “ganar tiempo”.
El tiempo es la moneda de cambio: se gana y se gasta. Un reloj digital impreso
en el brazo izquierdo de los individuos cuenta hacia atrás lo que les queda…
In
time es una película made in USA aparecida
en 2011. Una obra de ciencia ficción distópica: esos relatos que captan una
tendencia negativa del presente y la proyectan, exagerada, en un futuro de
pesadilla.
¿Cuál es rasgo que la película lleva el
extremo? El desbocamiento del tiempo. Hoy perseguimos, a la carrera y llenos de
ansiedad, un tiempo que siempre nos “falta”. Se trata de un fenómeno que está
siendo registrado y analizado en ensayos, documentales, incluso a nivel clínico (ya
se habla de “cronopatologías”).
Las metáforas que usamos habitualmente
para hablar de nuestra relación con el tiempo se vuelven literales en la
película. Solemos decir por ejemplo “no llego”, “no puedo más” o “no me da la
vida”. Pues bien, en la película los personajes mueren al agotarse su tiempo.
Ni siquiera mueren, “se consumen”.
No hay tiempo para lo no productivo,
para aquello que no tiene una eficacia directa e inmediata: dormir sin poner el
despertador, comer o hacer el amor despacio, los afectos o la empatía (los
cuerpos de quienes se han consumido yacen en las calles sin
que nadie pierda un minuto en velarlos o recogerlos). El
encuentro entre las personas se vuelve casi imposible cuando cada cual lucha
contra el reloj por su cuenta, acelerando la carrera para llegar antes que los
demás.
¿Cómo huir? Los personajes llevan el agobio
pegado al cuerpo, tatuado en un reloj digital que va descontando lo que les
queda. No hay donde fugarse -irse al campo o junto al mar- porque transportan
el mal consigo adonde quiera que vayan.
Permanentemente a la carrera, “muy
liados”, soñando con algo más de tiempo, desgarrados entre los pendientes y los
posibles, siempre en culpa por el tiempo “mal invertido”: la huida hacia
adelante de los personajes de In time es nuestra experiencia
cotidiana. Esa fuga es nuestra cárcel.
Lucha de clases en el tiempo
¿Por qué falta tiempo? Will Salas es un
proletario del barrio de Dayton. Un día se topa por casualidad con un hombre
que lleva un siglo en el antebrazo (Henry Hamilton). Este se comporta de un
modo muy extraño: se pasea por los barrios más peligrosos exhibiendo su reloj
como si buscase que le matasen. Salas le salva de una banda-narco del tiempo
(los “minutarios”) y Hamilton le revela un secreto: hay tiempo para todos, pero
las clases altas lo acumulan explotando a los pobres. Esa noche, mientras Will
duerme, Hamilton le transfiere su siglo y se suicida. “No malgastes mi tiempo”,
le deja escrito.
Hay una lucha de clases en el terreno
del tiempo y la van ganando los ricos. En la película se les reconoce porque
caminan despacio, hacen todo lento, tienen “el tiempo por delante”. Habitan
zonas temporales propias, amuralladas y con altos peajes de entrada (una década
para entrar en New Greenich, por ejemplo).
La explotación del tiempo en el mundo
real se llama hoy precariedad. El precario es, en primer lugar, pobre
en tiempo.
¿Qué es la precariedad? La podemos
pensar como un fondo de arenas movedizas: nunca hay nada que pueda darse por
garantizado, por sólido, por estable. Hay que correr siempre más para llegar al
mismo sitio: una vivienda, unos ingresos, un trabajo.
Las arenas movedizas se tragan todo el
tiempo disponible: el precario hace malabares en la cuerda floja de la vida. Se
puede trabajar y ser igualmente pobre: son los llamados working poors. Hay
que simultanear varios trabajos para sostener una familia y, en el caso de las
mujeres, hacerse cargo también del trabajo de cuidados.
Pero la precariedad va incluso más allá
de la dificultad de acceso a los bienes básicos: las mismas capacidades,
destrezas, saberes y competencias son precarias. Hay que demostrarlas una y
otra vez, actualizarlas de manera constante. Si te paras, mueres.
La vida se encarece, los salarios bajan
y nos endeudamos: hay que pensar la deuda como un mecanismo de conquista
permanente del tiempo. Es el reloj grabado en nuestro cuerpo.
Por un lado, una vida hipotecada es una
vida más vulnerable al chantaje y la violencia: si no ganas tiempo, estás
muerto. ¿Cómo puedes decir que no, cómo puedes decir basta, bajo la amenaza de
perderlo todo?
Por otro lado, una vida hipotecada es
una vida sin futuro: lo que viene es puro descuento, la deuda
que debemos pagar poco a poco. En caso de no poder pagarla, le arrebatará
también el porvenir a tus hijos o incluso a tus nietos.
La deuda es una cárcel del tiempo. Con
razón hablaba Hannah Arendt del perdón como condición de la libertad: sólo
cancelando las deudas del pasado puede abrirse en el tiempo lo nuevo e
inesperado. Por esa razón el “impago de la deuda” es hoy una reclamación
política de la mayor importancia, particularmente en el movimiento feminista.
La explotación, explica Hamilton en la
película, es la producción y la organización de la escasez: hay poco (donde en
realidad hay mucho) y los pobres deben batallar entre sí por ello. El mercado
del tiempo encubre en realidad una guerra, una guerra del tiempo en la que los
ganadores se lo llevan todo.
Lo que no es seguro es que los ricos
reales vivan tan lentamente como en la película. Tal vez la antigua burguesía o
la aristocracia, pero hoy los ricos también corren. Pueden,
eso sí, pagarse más “colchones” que los demás: vacaciones, terapias y
pastillas, fragmentos de tiempo en lo que ya se conoce como el “mercado de la
desconexión”.
Cuando consigue acceder a la zona
temporal de las clases altas, Will Salas descubre que tampoco los ricos
disfrutan plenamente el tiempo: tienen millones de años en sus relojes, pero
viven con miedo a que se los quiten, a que se los roben, a perderlos. Su tiempo
es un tiempo malo: el tiempo como propiedad.
Cronopolíticas: cómo darnos tiempo
El amor nace entre Will Salas y Sylvia
Weis, hija de un millonario del tiempo (Philippe Weis). Esa relación se vuelve
enseguida una máquina de guerra revolucionaria: Salas ya no busca simplemente
venganza personal por la muerte de su madre, sino el mismísimo colapso del
mercado horario. Perseguido por la “policía del tiempo”, Will hace lo que mejor
sabe hacer: correr y correr, pero ahora se trata de una fuga liberadora. Sylvia
y Will se dedican a atracar los “bancos de tiempo” y a distribuir cápsulas con semanas,
meses o años entre los pobres. Y de ese modo empieza una auténtica
insurrección, una insurrección del tiempo.
¿Cómo podemos “darnos tiempo” o
“liberar tiempo”? Hablamos en este sentido de “cronopolíticas” y vamos a
distinguir tres niveles.
Un primer nivel: hay, entre los
proletarios del tiempo, prácticas de solidaridad y apoyo mutuo. En un gesto
hermoso, se agarran de los brazos y así se transfieren tiempo.
Entrelazarnos nos da tiempo:
hay una riqueza que es relacional.
¿Qué permite el dinero? Comprar las
relaciones que no tenemos: si no tenemos amigos que nos echen una mano con la
mudanza podemos comprar el tiempo de una empresa; si no tenemos ningún oído
amigo que nos escuche, podemos pagar el tiempo de un oído mercenario. El dinero
compra tiempo y nos libera de los vínculos, pero sin vínculos somos el hámster
en la rueda: una fuga hacia adelante permanente y sin sentido.
Darnos tiempo es compartir y poner a
circular horizontalmente “bienes y servicios”: cuidados, atención, escucha. La
circulación no comercial de bienes y servicios (como favores, etc.) es aún muy
grande, incluso en las sociedades donde la penetración de las relaciones
sociales capitalistas es mayor.
Un segundo nivel: ¿de qué lado
están las instituciones públicas en la guerra del tiempo?
Podemos imaginar las instituciones
públicas como “bancos de tiempo”: depósitos de tiempo almacenado. Lo pueden
hacer circular: poner al servicio de todos espacios, infraestructuras y
recursos; luchar de distintas maneras contra el
encarecimiento de la vivienda y demás bienes básicos: bajar el precio de los
transportes y otros servicios, etc.
Pueden, en definitiva, crear
condiciones donde la presión de la escasez y la competencia sea menor. Pueden
repartir tiempo, inyectar tiempo en la sociedad… O bien todo lo contrario.
Autores como Mark Fisher advierten de
la emergencia de una “nueva burocracia” en el supuestamente anti-burocrático
neoliberalismo. Es la burocracia de la reglamentación infinita, de la
evaluación constante, del control de la eficiencia, del cronometraje
totalitario (el departamento que supervisa que los trabajadores públicos fichen
a su hora se llama “control horario”). Esta nueva burocracia (pensemos en la Universidad o en la cultura) funciona como la “policía de tiempo”:
vigila, como explica el jefe de los guardianes del tiempo en la película, que
el tiempo no circule por donde no debe. Captura toda la atención de los
trabajadores, se traga el tiempo de los colectivos, grupos o pequeñas empresas
que reclaman su derecho a los recursos públicos, acaba paralizando toda
capacidad de invención e iniciativa de la administración.
Es la burocracia que pinza todo
para que nada cambie y que tantas compañeros y compañeras de la “nueva
política” han encontrado al acceder a las instituciones públicas. ¿Serán
capaces de desactivar las pinzas para liberar las riquezas y el tiempo o
acabarán burocratizados ellos mismos?
Un tercer nivel: la insurrección
del tiempo.
Los dos protagonistas de la película se
convierten en los Robin Hood del tiempo: roban a los ricos
para repartirlo entre los pobres. El mercado del tiempo empieza a resentirse y
da comienzo una insurrección popular.
El tiempo empieza a circular por donde
no debe. La población del gueto desborda y atraviesa los muros de las zonas
temporales. El tiempo se fuga y viaja en sentido contrario al habitual: de los
ricos a los pobres.
Las revoluciones siempre han sido revueltas
contra el tiempo. Es ya célebre el pasaje en el que Walter Benjamin
describe cómo los revolucionarios franceses de 1830 comenzaron en cierto
momento a disparar contra los relojes de las torres, interrumpiendo el tiempo
continuo de la dominación y abriendo lugar a un tiempo nuevo.
La insurrección es una fábrica del
tiempo. Recordemos nuevamente las plazas del 15M: las asambleas podían durar
seis, siete, ocho horas y allí estaba todo el mundo, feliz. ¿Dónde se fue la
angustiosa falta de tiempo cotidiana aquellos días? ¿No teníamos tantas cosas
que hacer, tantos mails por responder y tantas entregas que acabar? Fabricamos
tiempo cuando estamos de cuerpo entero en lo que estamos.
Lenin dijo que “hay jornadas
revolucionarias que valen por siglos”. Hay que leer esa frase literalmente.
Deseo de inmortalidad
El pánico se extiende entre las clases
dominantes y la policía del tiempo, pero sin embargo el millonario Philippe
Weis está muy tranquilo. Sabe un secreto: la escasez de tiempo no tiene que ver
sólo con la explotación. En el fondo todos, ricos y pobres, quieren ser
inmortales. Para que haya gente inmortal, otros deben morir. Pero cada cual en
su fuero interno se dice: “yo seré uno de los elegidos”. Más pronto que tarde,
confía Weis, ese deseo de inmortalidad restablecerá el orden del tiempo
desigual.
Aquí nos encontramos un problema mayor
de los procesos de cambio social. ¿Cómo se reprodujo en la URSS, a pesar del
inmenso cambio político y económico, el mismo tipo humano del capitalismo
burocrático? O un poco más cerca: ¿cómo se reprodujo bajo los “gobiernos
posneoliberales” de América Latina, a pesar de las mejoras en las condiciones
de vida de las clases populares, la subjetividad neoliberal que acabó votando
en masa contra ellos (Macri, etc.)?
El millonario del tiempo apunta una
cuestión fundamental: la dominación no es sólo una cuestión de estructuras
objetivas, sino también de deseo. De nada servirá una
redistribución del tiempo si seguimos habitados por el deseo de inmortalidad.
¿Cuál es el deseo de inmortalidad en el
mundo real? La idea de que la buena vida consiste en acumular experiencias,
actividades, relaciones. No queremos perdernos nada, entonces corremos.
Corremos consumiendo experiencias, actividades y relaciones,
pero el tiempo se acelera y nunca llegamos.
Se habla del síndrome FOMO (fear
of missing out): el pánico a estar perdiéndonos algo, la sensación
constante de que la vida de los otros es “más interesante” que la nuestra,
intensificada por las redes sociales.
Deseo de inmortalidad. Deseo de no
perderse nada. Deseo de ser rápido para no perderse nada. Deseo de ser ligero
para ir rápido. Deseo de cortar todos los vínculos para ir ligero. El hámster
en la rueda.
La escasez de tiempo no es sólo una
cuestión objetiva que podría solucionarse con mejores instituciones. Hay
disposiciones subjetivas que reproducen la escasez. Nuestro tiempo no es sólo
explotado verticalmente, sino que nos lo quitamos unos a otros en la
competencia por acumular siempre más.
De nada serviría por ejemplo una Renta
Básica (una inyección monumental de tiempo en la sociedad) si seguimos
habitados por ese deseo de siempre-más. El cambio social depende del nacimiento
de un deseo alternativo, más atractivo y poderoso que el deseo depredador que
ahora nos habita. El mal está inscrito en nuestros cuerpos, la revolución es un
problema somático.
Morir a tiempo
Hamilton, el suicida centenario, le
dice a Salas: “hay tiempo de sobra para todos, nadie debería morir antes de
tiempo”.
¿Qué significa morir antes de
tiempo? Byung-Chul Han se plantea esta pregunta punzante en su ensayo
sobre el tiempo y responde: morir a destiempo es morir con todo a medias, con
muchas cuentas pendientes, sin haber recorrido hasta el final ningún camino,
sin haber hecho experiencia de nada, sin haber agotado ningún posible.
Hoy se muere a destiempo, como los
personajes de la película. Nos consumimos.
¿Qué sería por el contrario morir
a tiempo?
Al final de la película, tras escapar a
la policía del tiempo, Will y Sylvia se miran y después miran sus relojes.
¿Cuánto les queda? “Sólo un día. Pero un día da para mucho”.
Exacto: un día da para mucho si
es nuestro. La cuestión no es vivir mucho tiempo (los ricos poseen
siglos y viven mal), sino vivir un tiempo propio.
Morir a tiempo es morir habiendo tenido
una vida. Morir como desenlace a una vida vivida plenamente, tanto las alegrías
como los sufrimientos.
Morir no es el problema: el problema es
vivir muriendo día a día en un tiempo ajeno.
La revolución es la reapropiación
social del tiempo que nos ha sido expropiado, la autodeterminación del tiempo.
Morir sin haber llegado a tener una
vida, morir a destiempo, eso no puede ser.
Para Ethel, Marga, Marta y Raquel,
cápsulas de tiempo bueno.
Referencias: