Alejandro
Nadal
La Jornada
En 1929 el consejo del secretario del Tesoro Andrew Mellon
al entonces presidente Herbert Hoover fue drástico: Hay que liquidar el
trabajo, las acciones, a los agricultores, los bienes raíces, y sólo así
podremos purgar la podredumbre del sistema. La gente trabajará emprendedora
podrá recoger los escombros y remplazar a los menos competentes. La Gran
Depresión estaba comenzando y la recomendación de Mellon sintetizó de manera
brutal la contradicción entre capitalismo y democracia. Algunos poderosos
agentes económicos pueden invocar las fuerzas del mercado capitalista para
destruir la forma de vida de millones de personas, sin importar sus opiniones
políticas, con tal de purgar al sistema de toda la podredumbre.
Hace ya casi 30 años, con el colapso de
la Unión Soviética, se reavivó la creencia de que democracia y capitalismo
formaban un binomio indestructible. La globalización era la prueba de que el
capitalismo desbocado era la mejor forma de organizar la vida económica y
política en el mundo. El neoliberalismo se presentó como la vía para una nueva
era de riqueza, bienestar y, desde luego, democracia. Se decía que la única
sombra que amenazaba este panorama se situaba afuera de las economías
capitalistas y se ubicaba en el extremismo que albergaba el terrorismo
islámico.
En el frente económico, el fantasma de
una crisis económica parecía desvanecerse y en su lugar reinaba el optimismo.
Los acuerdos comerciales que cristalizaban el ideal de la globalización se
multiplicaban y la Organización Mundial de Comercio era presentada como
guardián de unas reglas que supuestamente habrían de regir en la naciente
economía globalizada.
Hoy las cosas han cambiado. La
desigualdad se intensificó en todo el mundo. El pacto social que existió en los
años dorados del capitalismo se fue rompiendo a golpes a partir de 1982, un
poco a la manera que recomendaba Mellon, para purgar el sistema. En
su lugar se fue imponiendo el régimen férreo del capitalismo desenfrenado. Y
los resultados no tardaron en mostrar su verdadera cara. El crecimiento se hizo
cada vez más lento. Los salarios se estancaron desde hace más de cuatro décadas
y para la mayoría de la población en las economías capitalistas la única forma
de mantener el nivel de vida tuvo que hacerse mediante el endeudamiento
creciente. La especulación se adueñó del espacio económico y los gobiernos se
convirtieron en amanuenses del capital financiero.
Ya es lugar común afirmar que las masas
en las sociedades capitalistas se sienten decepcionadas. Su frustración
alimenta un rencor que crece en la confusión política. Por eso se buscan
culpables entre los migrantes o los extranjeros, los gobiernos, las élites o
las grandes corporaciones. Por eso las elecciones han desembocado en triunfos
de gobiernos que transmiten esa engañosa narrativa. Racismo, xenofobia,
clasismo y fascismo son los puntos de referencia de estos movimientos. Ahí
están los ejemplos del partido de Victor Orvan en Hungría, Ley y Justicia en
Polonia, Cinco Estrellas y la Liga en Italia, y, desde luego, Trump y la
victoria del Brexit en Inglaterra. En todos estos casos el
repudio a los gobiernos que en su momento se consideraban portaestandartes de
la democracia liberal se ha hecho más fuerte. El mensaje es claro: la principal
amenaza a la democracia es interna y se encuentra anidada en la desigualdad
intrínseca que es la piedra angular del capitalismo.
El auge de la globalización neoliberal
terminó por minar las frágiles bases de la democracia en las economías
occidentales. Si el capitalismo está cimentado en la desigualdad, la única
manera de preservar algo que se parezca a la democracia es mediante una
regulación capaz de frenar los abusos de las fuerzas económicas en una sociedad
mercantilizada. El neoliberalismo es la reacción del capital en contra de esa
regulación y la globalización es la culminación de un peligroso proceso
histórico en el que las instituciones democráticas y el bienestar de la
población pasaron a segundo plano. El sueño de que un capitalismo sin
restricciones podría ser el aliado de la democracia liberal es una quimera,
como bien señala Robert Kuttner (prospect.org).
La globalización neoliberal se organizó
alrededor de una idea central: el libre juego de las fuerzas económicas debe
ser el principio rector de la sociedad. Por eso en esta globalización
neoliberal no hay lugar para una verdadera autoridad monetaria internacional,
tampoco existe una agencia capaz de frenar el crecimiento de los oligopolios o
la concentración de poder de mercado, y no impera una organización que proteja
los derechos laborales. El régimen de la globalización neoliberal no rinde
cuentas a nadie. Ni siquiera a sus principales beneficiarios, el capital
financiero y los grandes grupos corporativos. Para retomar la senda de la
democracia es necesario revertir el proceso histórico que condujo a la
globalización neoliberal.
@anadaloficial