Crónica desde la caravana centroamericana
Por Alberto
Pradilla
Eyer Mauricio Mancia Arana, de San Pedro Sula, en Honduras,
observa la frontera de Estados Unidos desde la playa de Tijuana. Ahí, al otro
lado del muro, se encuentra ese lugar mágico, aparente solución a todos sus
problemas, tierra prometida para cientos, miles de migrantes centroamericanos
que caminan desde hace un mes en la ya famosa “caravana”. Puede ver, pero no
pisar. Tan cerca, tan lejos. Este hombre de 34 años que camina con su hijo
Ezequiel, de cinco, no sabe qué hacer. Según Google Maps, el camino más corto
para llegar desde la segunda localidad hondureña hasta el municipio fronterizo
mexicano es de 4.386 kilómetros. Pero ellos han recorrido muchos más. Han
serpenteado por Guatemala y los estados de Chiapas, Oaxaca, Veracruz, Puebla,
Ciudad de México, Querétaro, Jalisco, Nayarit, Sinaloa, Sonora y Tijuana. Han
caminado bajo el sol, dormido bajo la lluvia, avanzado trepados a un camión. Se
han enfermado, han pasado hambre y suplicado por un transporte. Han hecho
historia y, a pesar de ello, ahora les llega el tramo más difícil. La gran
decisión: qué hacer. Cómo cruzar. Escoger bien la estrategia para que las
autoridades de Estados Unidos acepten la petición de asilo político que
Mancilla Arana se trae bajo el brazo.
“Yo me vine de Honduras porque los mareros me extorsionaban”,
explica, días antes de llegar hasta Tijuana. Cuenta que él presentó una demanda
contra el Estado por las prestaciones que debía cobrar por haber sido despedido
de su empleo. Y los pandilleros (no aclara, no quiere aclarar, si es el Barrio
18 o la Mara Salvatrucha, las dos principales maras que operan en todo
Centroamérica, México y Estados Unidos) se enteraron. Así que comenzaron a
extorsionarlo. La maldita extorsión. Una de las razones por las que
Centroamérica es una de las zonas más violentas del mundo.
La extorsión, “impuesto de guerra” en Honduras, es una de las
formas de financiamiento de las pandillas. Chicos pobres sacan el poco dinero
que tienen a otras personas también pobres como condición para no asesinarlos.
Comerciantes, vendedores informales, conductores de autobús. Hasta por vivir en
determinada colonia hay que darles plata a las maras en lugares como
Tegucigalpa, San Salvador o Ciudad de Guatemala. Si no pagas, te matan. Si te
retrasas, te matan. A veces quieren dar un aviso a otro y, por eso, te matan.
“Tuve que venirme, porque me había atrasado con dos rentas. Esa
es la situación mía. Ellos allá me fueron a buscar varias veces, eso dicen. Si
regreso me matan. No puedo regresar a Honduras”, dice. Como prueba, muestra la
demanda que presentó contra Hondutel, la empresa hondureña de
telecomunicaciones. También, una captura de Messenger de hace un año.
Concretamente, del 19 de agosto de 2017. Alguien que se hace llamar Pedro Lovo
le envía un mensaje: “Tu cabeza ya tiene presio perro ya tu saves por q pedaso
de mierda jajajajaja” (sic). Pero no tiene más recados de este tipo. “Te lo
dicen en persona, son astutos”, sigue su relato.
El problema para Mancia Arana y su hijo es que, probablemente,
el riesgo de que le peguen un balazo en la cabeza no será una causa suficiente
para los jueces norteamericanos que analizan su caso. Las pandillas no son
consideradas una razón para el asilo al otro lado de Río Bravo. Así que el
hondureño, como otros cientos o miles de personas que le acompañan, tiene
muchos boletos para ser devuelto.
Desde que llegaron a Ciudad de México, los integrantes de la
larga marcha de los pies doloridos han recibido asistencia de abogados expertos
en cuestiones migratorias. Pero ante todas las dificultades, ellos responden:
“Primero Dios”. No, Dios no va a abrirles la puerta, ni a convencer a Donald
Trump, que llegó a la Casa Blanca azuzando el miedo contra los migrantes, de
que permita que crucen al otro lado. “Primero Dios” es una forma de aplazar el
problema. Hasta este momento ha servido. Pero Estados Unidos es otra cosa y sus
opciones para entrar, escasas.
El éxodo centroamericano tiene dos vías. La primera, la legal,
tiene poco recorrido. Los migrantes llegan a la puerta de entrada a Estados
Unidos y piden asilo. No les permiten entrar directamente, sino que les dan un
ticket. Allí tendrán por delante a otros centroamericanos y a 2.000 mexicanos
procedentes de estados como Guerrero o Michoacán que también piden refugio
debido a la guerra del narcotráfico. Cuando logren cruzar la puerta serán
entrevistados. Si pasan esa primera prueba, permanecerán encerrados durante un
tiempo indefinido, hasta que el juez decida si se concede o no el asilo. En
caso de que no califiquen, serán deportados. Es cruel ser deportado tras haber
hecho todo este camino, pero muchos de los integrantes de la larga marcha de
los hambrientos ya conocen lo que es estar encerrado por ser migrante. La
segunda, la irregular, es la de siempre: pagar a un coyote y jugársela a cruzar
de modo irregular, esquivando a la migración y a las patrullas de civiles
armados dedicados a la caza del extranjero irregular.
Eyer Mauricio Mancia Arana me envía un último mensaje el 15 de
noviembre a las 12:55. Dice que tiene un plan. Que va a intentar cruzar la
frontera a través del puente comercial. Que quiere esquivar a los agentes
mexicanos y entregarse ante los primeros uniformados estadounidenses. Han pasado
más de 24 horas y no ha vuelto a conectarse. Quién sabe si tuvo éxito, cosa
bastante improbable. Si fue arrestado. Si se quedó sin batería. La
incertidumbre es una de las sensaciones que marcan el éxodo centroamericano.
Sabemos dónde estamos aquí y ahora. No sabemos qué depara el futuro a estos
miles de seres humanos cansados, doloridos, enfermos, indestructibles.
Lo importante en esta larga marcha no es el lugar al que se
dirigen, cerrado a cal y canto, sino por qué huyen. De qué escapan. Qué lleva a
más de 10.000 personas disgregadas en cuatro caravanas a dejarlo todo,
absolutamente todo, y lanzarse a una incierta caminata. Cada migrante que
arrastra sus pies por la carretera, se cuelga en camiones o se hacina en
palanganas de pick-up lleva en sus mochilas alguna historia terrible. Y cada
narración ofrece unos datos estremecedores. Centroamérica es una de las zonas
del mundo en las que más se asesina.
El índice de homicidios en Guatemala es de 26 por cada 100.000
habitantes. En Honduras, de 46 por cada 100.000. En El Salvador, de 62 por cada
100.000. La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que 10 muertes
violentas por cada 100.000 habitantes es una pandemia de violencia. Con estas
cifras en la mano, Centroamérica está enferma de violencia. La pobreza es la
otra cara de la moneda. Casi 60% de los guatemaltecos vive en condiciones de
pobreza, la misma cifra de hondureños y 34% de los salvadoreños.
“¿Quieren saber quién ha organizado esta caravana? El hambre y
la muerte”, proclamó Irineo Mujica en Tapachula, Chiapas, cuando la caravana
apenas había pisado territorio mexicano.
Mujica es fundador de Pueblos Sin Frontera, una red de
activistas centroamericanos, mexicanos y estadounidenses que acompañan a los
migrantes en esta peligrosísima ruta. En el pasado organizaron otras caravanas.
Pero ninguna como esta. Algo ocurrió para que la bola de nieve se hiciera tan
grande. En San Pedro Sula eran 200. En Aguascalientes, la frontera con
Guatemala, eran 3.000. En el puente Rodolfo Robles, donde fueron gaseados y
golpeados bajo un cartel de “Bienvenidos a México” antes de lanzarse al río
Suchiate y convertirse en irregulares, habían llegado a los 5.000.
Centroamérica está enferma de violencia, de pobreza, de colonialismo, de
gobiernos corruptos, de Estados que no protegen y que solo sirven a quienes
llevan décadas mandando.
Por eso hay cientos de Eyer Mauricios. Porque han llegado a la
conclusión de que en sus países no hay futuro. Existe una revolución
centroamericana que no mira hacia sus gobiernos corruptos, sino que hace las
maletas y marcha hacia el origen. Desafía las leyes migratorias de México y
Estados Unidos porque ha llegado a la conclusión de que sus países son
imposibles de cambiar. Condenados a sobrevivir entre la pobreza y la violencia,
cientos, miles de personas, han decidido huir.
Este es un elemento que lo define: no encontramos únicamente a
hombres jóvenes que abren camino, como ocurre en el caso de los migrantes
subsaharianos en Melilla. Lo que encontramos son hombres jóvenes, mayores casi
a punto de jubilarse, niños que no levantan un palmo del suelo, adolescentes
con las hormonas a mil y madres cargando con varios hijos. Son familias
enteras. Es importante repetirlo: familias enteras que dejaron todo, vendieron
lo poco que tenían (conozco el caso de unos guatemaltecos que se vinieron con
los 1.000 quetzales que le pagaron a la hija por revender el celular Huawei que
había comprado dos semanas atrás) y se pusieron en marcha, sin saber siquiera
si tenían una oportunidad. Esta migración se parece más al éxodo sirio de 2015
a través de Europa. Los centroamericanos escapan de una guerra sin trincheras
en la que se mata mucho, muchísimo. El hambre también es violencia, aunque se
quiera categorizar de otro modo.
No sabemos qué va a ocurrir con esta larga marcha, pero todos
los hombres, mujeres y niños que forman parte del éxodo ya han hecho historia.
Han sacado de la clandestinidad algo que ha ocurrido durante décadas: la huida
masiva de centroamericanos hacia Estados Unidos. Antes de esta caravana (y
también durante, solo que no los vemos), cientos de miles de guatemaltecos, salvadoreños
y hondureños hicieron las maletas y probaron el sueño americano. A escondidas.
Pagando a un coyote y expuestos a grupos criminales que los desaparecen, los
esclavizan, trafican con ellos, los matan. El precio actual está entre los
4.000 y los 10.000 dólares. Sin embargo, este puñado de mujeres y hombres ha
roto con esta tendencia y ha caminado hacia el norte a pecho descubierto,
mostrándose ante el mundo, protegiéndose a través de esta visibilidad. Se trata
de un enorme ejercicio de desobediencia civil masiva que, al menos hasta llegar
a Tijuana, ha funcionado.
Antes los detenían y los entregaban a Migraciones. Ahora, la
Policía Federal les escolta el paso.
No sabemos qué ocurrirá con la larga marcha de los
centroamericanos. Llegar aquí ya es historia. Pero ellos no quieren hacer
historia. Quieren entrar en Estados Unidos y trabajar.