Por Brais Fernández
En 1925, un diputado comunista llamado Antonio Gramsci se encaró
en el parlamento italiano con el dictador Mussolini y otros fascistas. Eran los
últimos momentos del parlamentarismo plural en
Italia, aunque la democracia llevaba tiempo muerta. Lo curioso es que Gramsci
dedicó su intervención a atacar una ley que prohibía la masonería.
Gramsci explicó
que atacar la masonería implicaba atacar indirectamente al movimiento obrero,
ya semidestruido y en retirada. Gramsci, que llegó a invitar a liberales de
izquierda a escribir en sus revistas, entendía que en el fondo, lo que trataba
de destruir el fascismo eran los elementos de autonomía que subsistían en la
sociedad civil. Es decir, el fascismo era, ante todo, la restauración de
la ley de familia en todos los ámbitos de la sociedad
y la destrucción del sueño gramsciano de unir al movimiento obrero con la
Ilustración.
En estos
tiempos de crisis, implosión de los antiguos equilibrios políticos y auge de
las derechas autoritarias a nivel internacional, podría ser útil repasar la
historia, no para repetir viejos eslóganes, si no para definir una estrategia
que recoja las continuidades y lecciones del pasado.
La
ley de familia
La
expresión ley de familia asume en este
texto el sentido que le da el filósofo marxista Antoni Domènech en su obra “El
eclipse de la fraternidad”. Domènech hace un recorrido por las luchas políticas
y de clase desde la revolución estadounidense hasta el triunfo del nazismo. La
tesis fuerte del libro busca desmentir el mito de la democracia burguesa, es decir, esa vieja artimaña
ideológica que asocia las libertades al capitalismo y que viene a decir que los
espacios democráticos son una conquista de la
burguesía. Domènech refuta página a página esa idea, demostrando la tesis de
que los elementos republicanos y democráticos presentes en las democracias
liberales son producto del empuje y de la acción organizada del movimiento
obrero.
Siguiendo esa
idea y recogiendo el antiguo vocabulario romano, Domènech diferencia
entre guerras civiles (conflictos entre clases no
esclavas, para detentar el poder político) y guerras serviles,
entre esclavos y propietarios, que sería la forma extrema que adquiere la lucha
entre dos clases antagónicas. El fascismo es un fenómeno político y social que
aparece en tiempo de guerras serviles: la
tarea del fascismo es imponer la ley de familia, es
decir, imponer el dominio de la clase capitalista sobre las clases subalternas
sin ningún tipo de contrapeso, destruyendo sus mediaciones y sus instituciones.
Dicho en términos contemporáneos, la lucha de los de arriba contra los de abajo.
El fascismo
apareció después de la Primera Guerra Mundial, en un momento de crisis extrema
e irresoluble, en el que las oligarquías no eran capaces de lograr la
estabilización del capitalismo ejerciendo directamente el poder político. Se
vio obligada a apoyarse en sectores empobrecidos de la pequeña burguesía,
demagogos y perdedores con ambiciones de todo tipo. El fascismo, pese a lo que
tratan de narrar ciertos comentaristas, careció de una base social amplia y
numerosa entre la clase obrera. No está de más recordar que los partidos
obreros alemanes –socialdemócratas y comunistas– siempre sumaron más votos que
los nazis; o que los fascistas italianos llegaron al poder gracias al dedo de
la monarquía y tras una marcha sobre Roma numéricamente bastante ridícula
–20.000–. La victoria de las huestes de Mussolini se logró mediante el uso de
un ejército financiado por la burguesía y que funcionaba en escuadras móviles
que recorrían pueblo a pueblo toda Italia, destruyendo cooperativas,
sindicatos, bolsas de trabajo, partidos, casas del pueblo, periódicos, etc.; es
decir, todos los espacios de libertad, democracia y contrapoder que la clase
trabajadora había construido tenazmente durante décadas. Destruidas esas
mediaciones, esas casamatas, esas trincheras, se imponía la ley de
familia: el patrón ya no tenía ningún límite.
Así pues,
aniquilando al movimiento obrero, el fascismo acabó con las libertades (y
viceversa). De ahí se deriva una cuestión fundamental: ¿es el fascismo una mera
continuación de las democracias liberales?
Fascismo y economía de mercado
La disyuntiva
para los antifascistas nunca ha sido elegir entre el fascismo y la economía de mercado.
El fascismo fue, precisamente, la imposición total de la economía de mercado.
Suprimidos todos los contrapesos que el movimiento obrero había construido, el
fascismo otorgó un poder sin límites al capital financiero, que se tradujo en
una acumulación de beneficios sin precedentes y en una reducción de salarios
que llevó a la gente trabajadora a soportar tasas de explotación inéditas. Esa
idea estaba presente desde sus orígenes: los propios fascistas italianos eran
conscientes de que necesitaban presentarse como gente de orden, defensora del libre mercado y capaz de implantar
con firmeza la ley de familia. Angelo Tasca, lo
cuenta en “Los orígenes del fascismo”, que recoge unas declaraciones de
Mussolini poco antes de tomar el poder:
“Basta de Estado
trabajando a expensas de todos los contribuyentes y agotando las finanzas de
Italia. Le queda la policía, la educación de las nuevas generaciones, el
ejército que debe garantizar la inviolabilidad de la Patria, y le queda la
política exterior. Que no se diga que el Estado se empequeñece recortado de
esta forma. No, sigue siendo muy grande, ya que le queda todo el vasto campo
del espíritu, mientras renuncia a todo el campo de la materia». A través de la
imprecisión y la escasa coherencia de sus fórmulas, Mussolini distribuye a cada
cual la esperanza que mejor le conviene: los capitalistas ven todos los
servicios públicos devueltos a la industria privada, el tendero se siente
descargado de impuestos y liberado de la tutela y de los enredos del Estado, y
el pequeño burgués «idealista» se alegra de entregarles «el campo de la
materia», puesto que piensa que él será alguien —ujier o ministro— en «el campo
de la inteligencia”.
Además de
tranquilizar a sus financiadores, el fascismo tenía que combinarse con un
discurso capaz de ofrecer algún tipo de anhelo comunitario a
su base social, unas clases medias en descomposición, totalmente alteradas por
la guerra y una crisis que destruyó sus viejas seguridades. Para no tocar los
beneficios de los grandes empresarios y a la vez, contentar a las clases medias
compensando su miedo a la insurrección proletaria, el fascismo impulsó una
rearticulación de la comunidad que
tenía mucho que ver con la búsqueda del leviatán hobbesiano.
Frente a la red de formas de organización y contrapoderes que emanaban de la
auto-actividad del movimiento obrero, el fascismo utilizó el Estado recubierto
de una cierta retórica nacionalista sobre la unidad de destino (que
al final resultó ser la guerra), para cohesionar a las viejas clases en
descomposición, mientras aniquilaba definitivamente la contrasociedad obrera y
sus conquistas.
La paradoja es
que lo único que podía sostener la lucha antifascista era el movimiento obrero:
no obstante, sus luchas habían sido el motor fundamental del desarrollo de
espacios de libertad bajo el capitalismo. Si se leen, por ejemplo, los escritos
de Trotsky sobre el ascenso del nazismo en ese periodo, se advierte la
desesperación ante la ceguera de los comunistas alemanes (que creían que nada
cambiaría sustancialmente con la llegada de Hitler al poder) y la estupidez de
los socialdemócratas, tan integrados en el sistema que creían que el
nacionalsocialismo sería incapaz de revertir las conquistas históricas del
movimiento obrero.
El fascismo fue
una ruptura con la democracia liberal precisamente porque su tarea no era
acabar con la identidad obrera (a la que
apeló en algunos momentos sin muchos escrúpulos), sino con las formas de
autoorganización, autonomía y libertad que las instituciones obreras irradiaban
al conjunto de la sociedad. Pero el fascismo no sólo destruyó las posiciones
del movimiento socialista en la sociedad. También atacó con fuerza, por poner
ejemplos concretos, al entramado asociacionista del catolicismo popular en
Italia (al cual llamaban, para que se hagan una idea bolchevismo blanco) o a los núcleos resistentes de las
iglesias protestantes en Alemania. Igualmente, el fascismo en ningún momento
supuso una ruptura con el libre mercado; fue,
por el contrario, su radicalización, mientras destruía la democracia liberal.
Precisamente este doble movimiento provoca una ironía que reconoce Karl
Polanyi: “O bien la democracia, o bien el capitalismo, debe desaparecer. El
fascismo es esa solución del estancamiento que deja intacto al capitalismo. La
otra solución es el socialismo. El capitalismo desaparece y la democracia
continúa.” Al final, lo que merecía ser salvado del liberalismo sólo podía ser
salvado por la revolución social.
Una reflexión final
Es obvio que
los tiempos han cambiado. Ni el viejo movimiento obrero existe ya ni el
fascismo adquiere las mismas formas. Pero lo que nos interesa resaltar es
la matriz que mueve al fascismo: la restauración de
la ley de familia, quebrar los espacios de libertad que
emanan de los subalternos para imponer el reinado absoluto del capital. Sólo
analizando el desarrollo concreto que adquieren las formas de resistencia de
clase tiene sentido la conexión que establecían los viejos marxistas entre
fascismo y capitalismo y que tan bien resumió Bertold Brecht con la consigna:
“¿de qué sirve decir la verdad sobre el fascismo que se condena si no se dice
nada contra el capitalismo que lo origina?”. Este marco de análisis es útil
también porque nos permite relacionar continuidades y discontinuidades, zonas
intermedias y de transición, entendiendo el fascismo como un proceso y no como
un simple acto estetizante: el fascismo es el proceso mediante el cual se
reimpone la ley de familia. Eso no significa,
como ya imaginarán, que el capitalismo sea siempre fascista o que todos los
regímenes autoritarios lo sean. Por ejemplo, bajo el gobierno reaccionario de
Trump se permiten manifestaciones legales, libertad de
prensa y de expresión (aunque mediadas por el poder del dinero) y de
organización, algo absolutamente impensable bajo un régimen fascista. Eso no
significa, ni mucho menos, descartar posibles evoluciones en esa dirección.
Si bajamos el
foco a lo concreto partiendo de la tesis de que el fascismo es, ante todo, la
reimposición de la ley de familia en
la sociedad, podemos anticipar algunas tendencias de como se desarrollaría
un proceso fascista. No es de extrañar que el neofascismo
ataque duramente al sindicalismo, tanto laboral como social, que con sus luchas
supone un freno a la codicia ilimitada de la clase empresarial. O al feminismo,
no por motivos simplemente identitarios, sino porque este movimiento supone la
emergencia de una fuerza social que cuestiona todo el sistema de acumulación
capitalista, basado en el trabajo no pagado en torno a la reproducción social.
O al movimiento ecologista, allí donde frena el desarrollismo parasitario de un
sistema incapaz de auto-limitarse y que necesita alimentar espirales
auto-destructivas para sobrevivir. O que apunte contra las personas migrantes,
vistos como una fuerza sometida por su propia condición a la ley de familia, ya que dotarles de los mismos derechos
y salarios supondría la aparición de un contrapoder formidable que ralentizaría
las tasas de ganancia capitalistas. O hacia las ocupaciones de vivienda que
cuestionan la propiedad…, y así podríamos seguir un buen rato, enumerando toda
una serie de prácticas antagonistas y de clase que se desarrollan bajo ese gran
paraguas lleno de agujeros conocido como democracia liberal y
que la contrarrevolución preventiva que representa la ola
reaccionaria global ataca con dureza y que, sin duda, serían lo que un fascismo
posmoderno buscaría erradicar.
Todavía tenemos
que ensayar nuevas prácticas y discursos antifascistas. Pero lo que está claro
es que el objetivo de los neofascismos será el mismo, aunque los actores sean
otros: imponer la ley de familia, para salir de la
crisis capitalista reiniciando un ciclo de acumulación (si es que los límites
del planeta lo permiten) sin contrapesos por abajo: es decir, sobre las ruinas
de los derechos y de las libertades. Todo ello también podría darnos algunas
pistas sobre las alianzas serviles que
urge construir y desarrollar.
Brais Fernández, redacción de Viento Sur
y militante de Anticapitalistas