Por Samuel Farber
Lo más importante acerca de Donald Trump no es su condición
psicológica; es que es un capitalista. Y un tipo particular de capitalista: un
capitalista lumpen.
Nadie está muy
seguro sobre cómo entender a Donald Trump.
Un grupo de
veintisiete psiquiatras y expertos en salud mental estadounidenses hizo una
larga lista de trastornos de la personalidad —narcisismo, trastorno delirante,
paranoia, hedonismo desenfrenado y orientado al presente, y más— poco después
de que accediera al cargo. Algunos puede que sean acertados. Pero las
denominaciones psicológicas no son la mejor manera de comprender a Trump. Para
examinarlo enteramente como actor político, debemos enraizar sus
características personales en la estructura social de los EE.UU.
Trump es un
capitalista. Esto no es una sorpresa para nadie. Pero es un tipo particular de
capitalista: un capitalista lumpen.
Una
trayectoria de embustes
En su La lucha de clases en Francia de 1848 a
1850, Marx escribió que la aristocracia financiera de ese tiempo
“en su modo de adquisición, así como en sus placeres, no es otra cosa que
el renacimiento del
lumpemproletariado en las alturas de la sociedad burguesa’’. El
pensador marxista Hal Draper esclareció que la “aristocracia financiera’’ de
Marx no se refería al capital financiero que juega un rol esencial en la
economía burguesa, sino a los “buitres y carroñeros’’ que se mueven entre la
especulación y la estafa y que son los casi-criminales o excrecencias
extralegales del cuerpo social de los ricos, de la misma manera que el
lumpemproletariado es la excrecencia de los pobres.
Marx se refirió
de nuevo a este “lumpemproletariado’’ de clase alta después de la caída de
la Comuna de París en 1871, como disfrutando
de su tiempo libre en “el París de los bulevares, de hombres y mujeres, en el
París rico, capitalista; el París dorado, el París ocioso, ahora atestándose de
sus lacayos, sus esquiroles, su bohême literaria
y sus cocottes’’.
La esencia del
capitalismo lumpen de Trump se expresa de muchas maneras, empezando por sus
operaciones financieras turbias e ilegales (o rayando en la ilegalidad). Los
capitalistas “normales’’ toman a menudo atajos ilegales en su búsqueda de
ganancias —como evitar pagar impuestos, violar regulaciones gubernamentales o
desbaratar ilegalmente todo avance de los sindicatos— todo esto en el decurso
de gestión de, por lo demás, empresas capitalistas “normales’’. Para el
lumpencapitalista Trump, sin embargo, esos atajos son la principal estrategia
para sus fines de lucro.
Los ejemplos de
esto abundan, empezando por los embustes que permean sus operaciones
financieras. Regularmente, los capitalistas “normales’’ piden préstamos a los
bancos y a otras instituciones financieras para hacer funcionar sus empresas;
sólo recurren a la bancarrota ocasionalmente, generalmente como último recurso.
Pero como el “rey de la deuda’’ que es, las empresas de Trump se han declarado
en bancarrota nada menos que seis veces, cinco veces por sus casinos y una vez
por su Hotel Plaza de Nueva York.
De acuerdo con la
historiadora de negocios Gwenda Blair, en 1990, Trump se reunió en secreto con
representantes de varios grandes bancos americanos para encontrar una salida a
su abrumadora deuda de 2.000 millones de dólares que incluía responsabilidad
personal sobre garantías y préstamos sin aval que ascendían a 800 millones de
dólares, así como más de 1.000 millones en bonos basura en sus casinos.
Tal y como decía Blair, en menos de una década Trump se había convertido en lo
que Marie Brenner en Vanity
Fair llamó el “Brasil de Manhattan’’, con unos
pagos anuales de interés de aproximadamente 350 millones de dólares que
excedían su flujo de caja. Sólo dos de sus activos, su mitad del Hotel Grand
Hyatt y la zona comercial de la Torre Trump, tenían por aquel entonces
posibilidades reales de obtener beneficios.
Las demandas
contra su Universidad Trump han sacado aún más a la luz la extensión de sus
turbias operaciones financieras. Trump fundó esta “universidad’’ con ánimo de
lucro con un par de socios en 2005 para ofrecer cursos en mercado inmobiliario
y gestión de activos, entre otras materias. No era acreditada; no ponía notas
ni otorgaba créditos universitarios; tampoco concedía títulos. Algunos años
después de que fuera fundada, fue investigada por el Fiscal General de Nueva
York y demandada por prácticas comerciales ilegales. Dos demandas legales
conjuntas fueron también presentadas en el tribunal federal, alegando que sus
estudiantes eran víctimas de prácticas de marketing engañosas y tácticas de
venta agresivas. Ya presidente electo, Trump pagó a las víctimas 25 millones de
dólares y selló la disputa, pese a haber prometido reiteradamente que no haría
eso.
Al igual que la
Universidad Trump, éste tipo de instituciones suelen tener datos muy pobres en
cuanto a finalización de estudios e inserción laboral, pero en cambio son
eficientes máquinas de sustraer beneficios a través de los préstamos y
subsidios que el gobierno federal da a sus estudiantes adultos,
sobrecogedoramente pobres y minoritarios. Después de que la administración
Obama tratara de frenar algunos de sus peores abusos, la administración Trump
se movió bruscamente hacía otra la dirección: bajo la dirección de la
Secretaria de Educación Betsy DeVos, se les ha dado luz verde para
proseguir con sus prácticas fraudulentas.
Su Fundación
Trump es otro buen ejemplo. Tal y como el New York Timesescribió en un editorial reciente, “la Fundación Trump
no es una organización benéfica ética y generosa, sino solo otro de sus
timos’’. Como remarcaba el editorial, la mayor donación alegada por la
Fundación, con un importe de 264.631 dólares, fue usada para renovar la fuente
de delante del Hotel Plaza de Trump en la ciudad de Nueva York. Otras
actividades cuestionables incluían unas aportaciones ilegales en 2013 para la
reelección de Pam Bondi, el fiscal general de Florida.
El 2 de octubre
de 2018, el New York
Times publicó un devastador reportaje de
investigación que desmentía la afirmación de Trump de que su padre, Fred Trump,
“sólo’’ le había dejado 1 millón de dólares para empezar su andadura
empresarial. De hecho, tal y como muestra el reportaje, Donald Trump recibió de
su padre por lo menos 60,7 millones de dólares (140 millones, con el valor
actual). El reportaje también detalla las abundantes formas dudosas y
abiertamente ilegales con las que Donald evitó pagar cientos de millones de
dólares en impuestos sobre donaciones y bienes inmuebles.
Más revelador del
carácter de Donald es el hallazgo de que intentara, en 1990, tomar el control
total de las empresas y fortuna de su padre, de ochenta y cinco años, a sus
espaldas. La tentativa de Donald fue frustrada por el mismo señor Trump, quien,
con la ayuda de su hija, la juez federal Maryanne Trump Barry, lo despojó
legalmente de cualquier tentativa de hacerse cargo de los negocios de su padre.
De acuerdo con declaraciones juradas de miembros de la familia Trump, Fred les
dijo que la toma del relevo de Donald pondría “el trabajo de su vida en
riesgo’’, y que temía que su hijo utilizara los negocios de su padre como aval
para rescatar sus negocios en quiebra.
Hay indicios
sólidos de que las serias dificultades financieras de Trump lo han empujado a
los márgenes del mundillo financiero y al blanqueo de dinero como fuente de
capital. Como señalaba John Feffer en “Trump’s
Dirty Money’’, sólo quedaba una institución, el Deutsche Bank, dispuesta
a darle crédito, lo cual llevó a Trump a empezar a confiar en personajes y
redes más que cuestionables, engendrando así arreglos financieros barrocos que
involucraban empresas pantalla, así como el uso de seudónimos en los contratos
y el ocultamiento de sus declaraciones de impuestos. Y así, Trump empezó a usar
grandes cantidades de dinero en actividades financieras altamente sugestivas de
blanqueo de dinero para adquirir propiedades enormes; tanto como 400 millones
de dólares desde 2006.
Mucho de este
dinero, escribió Feffer, vino de la venta de sus propiedades a oligarcas rusos.
Una investigación de Reuters de
2017 descubrió que compradores rusos adquirieron de Trump bloques de
apartamentos en Florida por un valor de cerca de 100 millones de dólares, y un
multimillonario ruso-canadiense invirtió millones en una propiedad de Trump en
Toronto, incluyendo el pago de una “comisión’’ de 100 millones de dólares a un
intermediario de Moscú para atraer a otros inversores rusos.
En 2018, un
oligarca ruso pagó 95 millones de dólares a Trump por una mansión en Palm Beach
que Trump había comprado cuatro años antes por 41 millones. Además, señala
Feffer, Trump ha hecho tratos similares con conocidos blanqueadores de dinero
kazajos, empresas corruptas de la India y un sospechoso director de casinos del
Vietnam. Incluso su casino Taj Mahal fue, hasta en dos ocasiones —en 1998 y
2015—, acusado de violar leyes contra el blanqueo de dinero.
Los
amigos lumpen de Trump
El carácter
lumpencapitalista de Trump no sólo se expresa en su búsqueda de ganancias, sino
también en el tipo de amigos y socios de los que se ha rodeado, y hacia quienes
se siente atraído por actividades comúnmente compartidas y valores que
demuestran una orientación depredadora hacia el mundo carente de cualquier tipo
de consideración más allá de beneficiarse a uno mismo o a sus amistades.
Un ejemplo de
elección de amigos de Trump es David J. Pecker, presidente de la empresa de
tabloides American Media Inc. (AMI) y editor del National Inquirer,
órgano destacado de la prensa amarillista en Estados Unidos. Antes de las
elecciones de 2016, la AMI compró a la modelo Playboy Karen McDougal los
derechos de su affair extramatrimonial
con Trump, a fin de asegurar que tal información nunca saliera a la luz. Además
de revelar la actitud depredadora de Trump y Pecker hacia las mujeres, esto
supuso claramente una violación de las leyes de financiación de campañas.
Otro ejemplo fue
Roy Cohn, uno de los mejores amigos y mentor reconocido de Trump, un auténtico
ejemplo de burguesía lumpen (dado que, estrictamente hablando, no era un
capitalista). El infame rol de Roy como esbirro legal en la caza de brujas del
senador Joe McCarthy puede que haya distraído la atención pública de sus
ulteriores actividades perversas. Nicholas von Hoffman, el biógrafo de Cohn,
cita a uno de sus socios abogados describiéndolo como “una persona
completamente exenta de reglas’’, de tal manera que “cualquier cosa que
quisiera, en el momento que fuera, era lo correcto’’, una expresión del
carácter lumpen y depredador de Cohn.
Von Hoffman, e
incluso Sidney Zion, un apologista pagado por Cohn, han presentado a Cohn como
un excelente manipulador de personas para el que el intercambio de favores era
la moneda de cambio de su mundo. Además de haber representado legalmente a la
mafia, Cohn se juntaba con ella. Fue acusado por manipulación del jurado
en 1963 y, seis semanas antes de su muerte en 1986, fue inhabilitado por
conducta inmoral y poco profesional que incluía, reveladoramente, malversación
de fondos de los clientes, mentir en una postulación para el Colegio de
Abogados y presionar a un cliente para que enmendara su testamento. Típico de
su falta de principios, fue un hombre gay homófobo (murió de VIH) que defendió
públicamente que no se permitiera a los homosexuales ser profesores de escuela.
Trump sabía todo
esto sobre Cohn. Y sin embargo, lo introdujo en su vida privada como amigo y
mentor. La historiadora de negocios Gwenda Blair cita a Eugene Moris, primo de
Cohn y destacado abogado inmobiliario de Nueva York, quien decía que “Donald se
sentía atraído por el hecho de que Roy hubiera sido acusado’’. Y usó los
servicios de Cohn, reveladoramente, para demandar al gobierno de EE.UU. por
daños y perjuicios en represalia por haber sido acusado de participar en
prácticas de alquiler racialmente discriminatorias en los bloques de
apartamentos que poseía.
Michael Cohen,
antiguo amigo íntimo de Trump, abogado personal e intermediario, es otro caso
de la tendencia de Trump a rodearse de socios y amigos lumpemburgueses. La vida
de Cohen es un brillante ejemplo de qué trata el capitalismo lumpen.
Después de licenciarse por la Cooley Law School de Michigan, se convirtió en un
duro abogado de daños personales. Su matrimonio, en 1994, le llevó a entablar
contacto con inmigrantes de la antigua URSS así como a la industria del taxi,
donde hizo millones mediante la compraventa de licencias.
Pero su gran
oportunidad vino de la compraventa de inmuebles en circunstancias sumamente
sospechosas. Sólo en un día, en 2014, vendió cuatro inmuebles en Manhattan por
32 millones de dólares al contado, el triple de lo que había pagado por ellos
apenas tres días antes. Los propietarios de las empresas de responsabilidad
limitada que compraron las propiedades al señor Cohen permanecen en el
anonimato; tampoco se sabe la razón por la cual aceptaron pagar una cantidad
tan alta, aunque Cohen alegó que las ventas fueron en efectivo para ayudar a
los compradores a diferir los impuestos en otras transacciones. De todas
maneras, Richard K. Gordon, director del Instituto de Integridad Financiera en
la escuela de Derecho de la Case Western Reserve University, y que una vez
llevó a cabo acciones de lucha contra el blanqueo de dinero para el Fondo
Monetario Internacional, declaró que, de ser él el banco, hubiera o bien
rechazado la transacción de buenas a primeras o bien calificado a Cohen como
riesgo extra alto.
Después Cohen se
involucró en la construcción de una Torre Trump en Moscú con Felix Sater, un
amigo proveniente de Rusia con quien Cohen y Trump continuaron trabajando
incluso después de que se revelara que Sater estaba involucrado en un plan de
manipulación de acciones que involucraba a personalidades de la mafia y
criminales rusos. (Con el tiempo, Sater se declaró culpable y devino informante
para el FBI y otras agencias de inteligencia).
Cohen también
tenía negocios con empresas que operaban al margen del campo médico. Aunque no
está claro qué papel jugó en esas empresas, más allá de haberlas ayudado a
registrarse con las autoridades estatales, dos de los médicos registrados como
parte del negocio en las actas constitutivas, Aleksandr Martirosov y Zhanna
Kanevsky, fueron acusados de fraude de seguros en las diferentes prácticas
médicas que manejaban. Martirosov también fue acusado de hurto mayor y el
doctor Kanevsky con cargos de extorsión al estado, resultado tanto de una
investigación sobre accidentes falsos así como por alegaciones médicas.
La información
anterior sobre Cohen se basa en un exhaustivo reportaje de investigación publicado por el New York Times el 5 de
mayo de 2018. Este reportaje también reveló que, en 1993, el suegro del señor
Cohen se declaró culpable de evadir los requisitos federales de presentación de
informes para grandes transacciones en efectivo (dado que cooperó en un caso
relacionado, fue sentenciado a libertad condicional). El doctor Morton W.
Levine, tío del señor Cohen, médico de familia, dio asistencia médica a los
miembros de la familia Lucchese, a quienes según un agente del FBI “ayudó en
sus actividades ilegales’’. Anthony “Gaspipe’’ Casso, un subjefe de la familia
Lucchese, “consideraba a Levine como alguien que haría cualquier cosa por él’’.
El doctor Levine también era dueño de El Caribe, un salón de comidas de
Brooklyn —en el que Michael Cohen, durante mucho tiempo, tuvo una pequeña
participación antes de las elecciones de 2016— que durante décadas fue el
escenario de bodas y fiestas navideñas de la mafia, y en el cual dos de los
mafiosos rusos más infames de Nueva York mantuvieron sus oficinas.
El reportaje de
investigación del New
York Times también señalaba que los dos socios en el sector
del taxi del señor Cohen (Symon Garber y Evgeny Freidman) tenían un historial
de problemas legales. Cada uno tuvo que pagar más de un millón de dólares por
cobrar de más a sus conductores, según el Fiscal General del estado de Nueva
York. Antiguos socios comerciales también los acusaron de falsificación de
firmas, de impago a abogados y de eludir los esfuerzos ajenos para recaudar las
deudas contraídas. Los negocios en el sector del taxi de Cohen en Nueva York y
Chicago deben más de 375.000 dólares por una serie de problemas de impuestos,
seguros e inspecciones, y catorce de sus cincuenta y cuatro taxis fueron
suspendidos.
El séquito de
amigos de Trump también incluye celebridades cuyas características personales
revelan mucho sobre quién es. Uno de ellos es el rapero Kanye West, quien, como
Ta-Nehisi Coates escribió es, como Trump, un persistente
portador de desaires, un narcisista y una persona espantosamente ignorante; su
comentario sugiriendo que los cientos de años en que se prolongó la esclavitud
eran un indicio de las propias preferencias de los esclavos es emblemático de
su desprecio y falta de empatía por las víctimas de la opresión (y el de
Trump). Otro es el ex campeón de boxeo Mike Tyson, un héroe para Trump,
conocido por su alcoholismo, su consumo de drogas, sus problemas legales y por
una condena por violación. Como aseveró Charles M. Blow en el New York Times, Trump
considera su flirteo con raperos y atletas ricos una prueba de su
igualitarismo. Fiel a constitución lumpen, Trump absorbe, como escribe Blow,
los aspectos más groseros de estas celebridades y los reordena detrás de la
fachada de un rico hombre de negocios.
Los
amigos capitalistas de Trump
Fiel a sus
inclinaciones depredadoras lumpen, Trump tiene una relación prácticamente
pre-capitalista y pre-democrática con el cargo gubernamental, a raíz de la cual
su persona y su puesto se funden en uno, y el cargo político funciona para
beneficio suyo y de sus amigos. La conducta política de Trump es un impedimento
para la función política más importante del estado capitalista: actuar como
unificador y árbitro de la clase capitalista.
Trump ha sido un
destructor empedernido de las reglas “normales’’ del comportamiento político
esencial para la función de ser un árbitro fiable y responsable para el
conflicto intra-capitalista. Se negó a dar a conocer sus declaraciones de
impuestos y a colocar sus propiedades financieras e inmobiliarias en lo que se
llama un fideicomiso ciego, reglas comunes en el sistema a las que se han
adherido desde hace muchos años tanto los cargos republicanos como los
demócratas. Trump ha ignorado muchas reglas políticas del juego, especialmente
aquellas que mantienen el “civismo’’ esencial para la estabilidad política y
para la alternancia en el poder armoniosa entre republicanos y demócratas.
Un ejemplo
evidente de esta falta de “civismo’’ fue su llamamiento a encarcelar a la
candidata rival Hillary Clinton, así como la instigación a sus seguidores a
gritar “métela entre rejas’’. Todos los políticos profesionales mienten, pero
las mentiras empedernidas y descaradas de Trump en los asuntos más fácilmente
verificables han roto el molde del politiqueo habitual y han trastocado la
autoridad moral de la presidencia para muchos estadounidenses. Trump ha
inculcado una atmósfera de intimidación en la esfera política, justificando
frecuentemente la ilegalidad y a menudo recurriendo, como Joan Walsh señalóen the Nation, al lenguaje mafioso, como cuando se
quejó de la práctica de ofrecer sentencias reducidas a aquellos acusados que
den información para implicar a jefes superiores en las jerarquía de las
organización criminal, o cuando negó que el Consejero de la Casa Blanca Don
McGahn fuera “un soplón al estilo John Dean’’.
Los capitalistas
desconfían de Trump, no porque lo vean como alguien carente de moralidad, sino
porque lo ven como un presidente-comodín arbitrario, impredecible y poco fiable
que, como su amigo y mentor Roy Cohn, no acepta ninguna regla, excepto las que
encuentre oportunas en un momento dado. Aunque los capitalistas
estadounidenses, en términos generales, se han beneficiado de su presidencia,
lo ven no sólo como alguien que no es parte de su clase, sino también como un
actor político outsider con
el cual es imposible llegar a un entendimiento mutuo sobre qué esperar el uno
del otro, a diferencia de los anteriores presidentes, de quienes podían esperar
que se atendrían a los términos acordados con ellos.
Esta es una de
las principales razones por las que gran parte de los medios de comunicación de
la élite, como el New
York Times y el Washington
Post, se opusieron rotundamente a Trump, algo inusual en la
política de los EE.UU., con la excepción, quizás, de Nixon durante el periodo
del Watergate.
Es por eso que,
antes de que se hiciera evidente que Trump había ganado las primarias
republicanas de 2016, la mayoría de los capitalistas se negaron a apoyarlo.
Muchos de estos capitalistas también rehusaron dar su apoyo debido a sus
provocaciones racistas y anti-inmigración, que vieron como una amenaza a la
estabilidad del sistema económico y político; o, como con los capitalistas
involucrados en los agronegocios y en Silicon Valley, porque apoyaban la
legalización de, por lo menos, la mano de obra inmigrante de corta duración.
(De hecho, el 22 de agosto de 2018, docenas de ejecutivos estadounidenses,
miembros de la Mesa Redonda de Negocios, entregaron una carta al secretario de
Seguridad Nacional expresando su “seria preocupación’’ por las políticas de inmigración del gobierno, en
particular por las concernientes a la solicitud y renovación de visas H-1B para
trabajadores extranjeros calificados y sus cónyuges). Muchos capitalistas
tampoco lo apoyaron debido a su defensa del proteccionismo, una política
apoyada fundamentalmente por los ejecutivos de industrias en decadencia como la
del carbón y la del acero.
Según un estudio realizado en 2018 por Thomas
Ferguson, Paul Jorgensen y Jie Chen, en 2015 (el año anterior a las elecciones
generales de 2016) la campaña de Trump atrajo el apoyo financiero de empresas
de industrias en decadencia como la del acero, el caucho, la maquinaria y otras
que esperaban beneficiarse del proteccionismo de Trump. También recibió, en esa
etapa temprana, dinero de capitalistas particulares como el “tiburón
corporativo’’ Carl Icahn, prácticamente un paria para las principales empresas
en la Mesa Redonda de Negocios y en Wall Street; también de una minoría de
capitalistas de Silicon Valley (que en su mayor parte apoyaron enérgicamente a
Hillary Clinton), incluyendo a Peter Thiel, una figura conocida en la
industria, y varios ejecutivos de Microsoft y Cisco Systems que contribuyeron,
respectivamente, con más de 1 millón y aproximadamente 4 millones de dólares a
la campaña de Trump.
Sin embargo,
hacia finales de agosto de 2016, cuando Trump ya había obtenido la nominación
republicana, ningún director ejecutivo de una empresa del Fortune 100 había
donado a su campaña. Esto contrastaba con la campaña presidencial de 2012,
cuando, según el Wall Street
Journal, casi un tercio de los CEOs del Fortune 100 habían apoyado
la candidatura republicana de Mitt Romney.
Como se informó en la revista Fortune, durante la etapa de
primarias de 2016, diecinueve de las cien empresas más grandes del país habían
contribuido a las campañas de Jeb Bush y Marco Rubio. Por su parte, la
candidata demócrata Hillary Clinton había recibido el doble de donaciones de
ejecutivos del Fortune 100 que el presidente Obama en 2012.
Es cierto que
después de que Trump ganara el número de delegados necesarios en las primarias
republicanas para obtener la nominación presidencial, un número creciente de
empresas capitalistas comenzaron a contribuir a su campaña con la esperanza de
propiciar la buena voluntad de Trump si fuera elegido presidente. Así pues,
según Ferguson et al.,
la víspera de la convención republicana conllevó “una cuantiosa entrada de
dinero, incluyendo, por primera vez, contribuciones significativas de grandes
empresas’’.
Aparte de la
minería (especialmente las empresas del carbón, que continuaron apoyando a
Trump), los nuevos contribuyentes incluyeron a las grandes farmacéuticas,
preocupadas por una charla de Hillary Clinton acerca de la regulación de
precios de los medicamentos; también a empresas del tabaco, a empresas
químicas, del petróleo y de las telecomunicaciones (particularmente AT&T,
que tenía una importante fusión pendiente con Time Warner). El reportaje de
Ferguson et al. apunta
a que el dinero también empezó a llegar de ejecutivos de grandes bancos (Bank
of America, J. P. Morgan Chase, Morgan Stanley y Wells Fargo), e incluso de
algunas compañías de Silicon Valley que no habían apoyado previamente a Trump,
como Facebook, que contribuyó con 900.000 dólares al Comité Anfitrión de
Cleveland para la convención republicana.
Sin embargo, al
final, como informan Ferguson et
al., el gasto total a favor de la elección de Trump, sumando todas
las fuentes, ascendió a algo más de 861 millones de dólares, en comparación con
los 1.400 millones recaudados por la campaña de Clinton. Con la posible
excepción de 1964, la campaña de Clinton rebasó a todas las demás campañas
desde el New Deal y obtuvo apoyo financiero “de incluso sectores y empresas que
rara vez han apoyado a ningún demócrata’’. Sin duda, Hillary Clinton, y no
Trump, fue el candidato presidencial apoyado por la mayoría de la clase
capitalista (a pesar de la mejora de Trump en la recaudación de fondos
capitalistas después de la convención republicana).
El apoyo
capitalista a Trump aumentó sustancialmente después de su toma de posesión. Sus
políticas fiscales derechistas, y sus aún más extremas políticas de desregulación drástica en campos claves
como el medio ambiente, el trabajo y la protección al consumidor, han
convencido a amplios sectores de la clase capitalista. La disposición
capitalista americana a apoyar a la administración Trump no sólo se debe a su
reducción de impuestos y a sus políticas desregulatorias, sino al hecho de que
su reinado coincide con una constante expansión económica cíclica.
Mientras que la
mayoría de los capitalistas seguramente se opongan a los aranceles de Trump, así
como a sus guerras comerciales con China y con la
Unión Europea, se muestran cautos en su oposición al gobierno debido a que, y
mientras que, los beneficios continúen aumentando. Pero no confían en él ni
pueden desarrollar una relación con reglas mutuamente acordadas.
Su comportamiento
político extremo les ha obligado a al menos tomar cierta distancia con él, como
sucedió en agosto de 2017, después de que supremacistas blancos se reunieran en
Charlottesville, Virginia, para una demostración de fuerza que dejó una persona
muerta y varios heridos graves a manos de los supremacistas blancos. La
reacción de Trump, señalando la violencia en “ambos lados’’, provocó una indignación
generalizada. Muchos CEOs se sintieron obligados a dimitir del Consejo de
fabricación de Trump: Kenneth Frazier de Merck Pharmaceuticals, Brian Krzanich
de Intel, Kevin Plank de Under Armour, Inge Thulin de 3M, y Scott Paul, el
presidente de la Alianza para la Fabricación Estadounidense.
Sofisticados
órganos de información y opinión pro-capitalistas, especialmente aquellos
ideológicamente comprometidos con la economía del laissez-faire, están
inquietos con el apoyo que los negocios estadounidenses están dando, a
regañadientes o no, a Trump. Un ejemplo emblemático de esta disputa es un editorial de mayo del Economist angloamericano,
titulado “La cuestión’’ y subtitulado “Los ejecutivos estadounidenses creen que
el presidente es útil para hacer negocios. No a largo plazo’’.
Pese a reconocer
que para los capitalistas la reducción de impuestos, la desregulación y las
posibles concesiones comerciales de China superan los costes inciertos de unas
instituciones más débiles así como de guerras comerciales, el Economist sostiene que
“cuando se trata de medir los costos totales del señor Trump, las corporaciones
estadounidenses están siendo miopes y descuidadas’’. “El sistema comercial del
país’’, sostiene el editorial, “se está moviendo, a trompicones, de las reglas,
la apertura y los tratados multilaterales hacia la arbitrariedad, la
insularidad y los acuerdos transitorios’’.
A los ojos
del Economist,
los gastos de volver a regular el comercio podrían incluso superar los
beneficios de la desregulación en el país. Esto podría ser tolerable de no ser
por la imprevisibilidad de la era Trump, particularmente por la tendencia de
Trump a jactarse su poder mediante “actos de absoluta arbitrariedad política’’.
Es esta imprevisibilidad lo que más preocupa al Economist.
El
ascenso de un presidente lumpencapitalista
¿Qué sucedió para
que un presidente estadounidense con una relación tan problemática con la clase
dominante capitalista de EE.UU. emergiera y se las arreglara para ser elegido
presidente? Y aún más cuando, paradójicamente, él, un capitalista, tenía lazos
mucho más débiles con la clase capitalista estadounidense en su conjunto cuando
asumió el cargo en enero de 2017 que en los casos de Obama, Clinton, Bush padre
e hijo, Reagan y Carter.
La explicación se
remonta al impacto de la crisis generada por la gran recesión económica de
2008. Esta recesión se sumó a los efectos duraderos de una creciente
desindustrialización, sufrida por los trabajadores estadounidenses, y respecto
a la cual el Partido Demócrata, ya fuera bajo el mandato de Jimmy Carter, Bill
Clinton o Barack Obama, no hizo nada significativo, no mejorando, pues, la
difícil situación de los trabajadores.
El caso
paradigmático fue el de Virginia Occidental, un enclave demócrata con una
economía basada en la minería del carbón y con el otrora poderoso sindicato
Trabajadores de la Mina Unidos (UMW, por sus siglas en inglés), que fue ignorado por el Partido Demócrata cuando
la industria minera del carbón comenzó a decaer, provocando desempleo y
subempleo y conduciendo a un viraje hacia el Partido republicano. Un patrón
similar fue seguido en 2016 por estados como Michigan, Ohio y Pennsylvania. La
pérdida de estos Estados selló la derrota de la campaña de Hillary Clinton en
2016.
Para 2016, en los
Estados Unidos en su conjunto, millones de familias estadounidenses que habían
sido testigos del aumento de nivel de vida y de movilidad social de los
“treinta años gloriosos’’ entre 1945 y 1975 ya no esperaban que a sus hijos
—agobiados con grandes deudas, si es que llegan a la Universidad— les fuera tan
bien como ellos. Los empleos se habían restringido cada vez más a sectores no
sindicalizados y con salarios bajos, como la logística, los centros de
llamadas, el sector hotelero y la atención sanitaria, mientras que los buenos
trabajos, a menudo de carácter técnicos, requerían, en su mayor parte,
educación de posgrado. Esta situación era el contexto económico y social del
crecimiento de la epidemia de opioides entre la población
blanca y, cada vez más, entre las minorías.
Envolviéndose con
un manto de autenticidad, al reivindicarse como defensor del pueblo —lo cual no
era una tarea complicada, confrontándose a Hillary Clinton— Trump prometió un
cambio muy necesario a las víctimas de la crisis, incluyendo a muchos de los
que habían votado por Obama y que fueron abandonados por él y su partido. Trump
brindó el proteccionismo como solución a los
problemas de los trabajadores estadounidenses. Cortejó el apoyo de los estadounidenses
blancos, a veces con mensajes en clave, a veces defendiendo abiertamente una
postura racista, nativista y chovinista. Astutamente, aseguró a los votantes
que dejaría intactos la Seguridad Social y el Medicare, programas sociales que
políticos más abiertamente neoliberales como Paul Ryan han amenazado, durante
algún tiempo, con recortar. Al hacerlo, apeló al gran número de estadounidenses
blancos que pensaban, erróneamente, que habían pagado completamente por estos
beneficios con sus cotizaciones individuales de toda una vida, en contraste con
los programas de “asistencia social’’ que, supuestamente, los indecentes pobres
recibían a expensas de una clase media y trabajadora honrada.
Trump también se
benefició del sistema de mayoría relativa de las primarias republicanas,
diseñado originalmente para que un candidato del establishment como Jeb Bush
fuera seleccionado rápidamente, evitando así un largo período de competencia
que, así lo temían los líderes republicanos, podría haber perjudicado las posibilidades
del partido. En ausencia de una unión de sus contrincantes republicanos
alrededor de un sólo candidato, o de un sistema de segunda vuelta que asegurara
una mayoría para el ganador, él podía obtener la nominación con apenas una
mayoría simple, y no una mayoría absoluta, de los votantes de las primarias
republicanas.
La elección de
Trump y su presidencia ponen sobre la mesa la vieja cuestión de si la clase
capitalista gobierna, y cómo. Los capitalistas poseen y administran la economía
directamente, pues son sus dueños. Pero lo hacen bajo unas circunstancias tales
en las que ninguna empresa tiene un control directo, dada la competencia
nacional e internacional. Eso cae bajo el control del estado, que debido a la
separación entre la economía y el sistema político que generalmente caracteriza
a los sistemas capitalistas, particularmente a los democráticos, los
capitalistas no controlan directamente, sino mediante mecanismos complejos.
En circunstancias
“normales’’, estos mecanismos incluyen “seguir’’ a los partidos políticos que
ostentan el poder al tiempo que tratan de promover y defender sus intereses a
través de varios medios, tanto negativos —la amenaza y la práctica de la fuga de capitales, la negativa a invertir y
otras formas de capital “en huelga’’— como positivos, como las contribuciones a
campañas, la presión política y las campañas en los medios de comunicación.
Las crisis ponen
en peligro el complejo control que la clase capitalista ha logrado en
circunstancias “normales’’. Crean las condiciones que facilitan el ascenso de
agentes políticos externos para dirigir el sistema político, que en última
instancia lo hacen en pro de la clase dominante, pero no en sus términos. Bajo
crisis extremas, como la de Alemania a finales de los años veinte y principios
de los treinta, el nazismo —en gran medida enraizado en elementos alemanes
lumpen, aunque muchos de ellos fueron purgados por Hitler en la noche de los
cuchillos largos en el verano de 1934— era este tipo de agente político que
protegía la supervivencia del capitalismo así como de sus poderosos
capitalistas, pero no en términos capitalistas sino en los propios términos
nazis. Es como si los nazis hubieran dicho a los capitalistas: “os
proporcionaremos estabilidad política interna y os permitiremos obtener
beneficios, pero tendréis que pagar el precio de nuestro gobierno bárbaro’’.
Trump es otro
agente político externo más. Pero no es un fascista ni ha tratado de introducir
el fascismo en los Estados Unidos; pues su gobierno no se basa, entre otras
cosas, en unos escuadrones fascistas y una policía secreta que desmantelan los
sindicatos, los medios de comunicación opositores y los partidos políticos, o
que eliminan las elecciones. Ciertamente ha llevado a cabo una serie de
políticas anti-obreras y anti-pobres, así como políticas racistas, sexistas,
anti-inmigrantes y anti-ambientales. La crisis que facilitó su elección no fue
de la misma dimensión e importancia que la crisis alemana de los años treinta o
que la italiana de principios de los años veinte. A diferencia de ellas, fue
una crisis de alcance medio, basada en gran parte en el impacto de la gran
recesión de 2008 así como en la previa caída de ingresos y de nivel de vida,
así como en el considerable crecimiento de la desigualdad en los Estados
Unidos.
Hasta ahora Trump
ha logrado mantener la lealtad de una abrumadora mayoría de los republicanos.
La alianza de conservadurismo religioso y nacionalismo blanco que Trump forjó
puede resultar más sólida y duradera que la precedente alianza
neoliberal-religiosa republicana. Pero la ironía es, claro, que Trump está
implementando un programa neoliberal de manera aún más implacable; desde luego
no en el ámbito de comercio internacional, donde se desvía de la línea
republicana neoliberal, sino en lo que cuenta mucho más: en el desmantelamiento
de políticas fiscales y regulatorias, particularmente en las áreas del trabajo,
del medio ambiente y de la protección al consumidor, acompañado, en su caso
particular, por el viejo énfasis racista en la reducción de los derechos
civiles y de voto.
Samuel Ferber
nació y se crió en Cuba, país al que ha dedicado gran parte de su
trabajo de investigación en EEUU. Fue uno de los dirigentes del movimiento por
la libertad de expresión en la Universidad de Berkeley, California, en los años
60 y un reconocido activista de la izquierda socialista de EEUU. Su libro más reciente es 'The Politics of Che Guevara: Theory and
Practice' (Haymarket Books).