Estados de emergencia
Por Ferrán Puig Vilar
Este martes, pasadas algunas semanas tras la publicación del
informe del IPCC sobre cómo evitar que la temperatura media de la Tierra supere
los +1,5 ºC con respecto a la segunda mitad del siglo XIX, es ya bien conocido
por muchos que, a pesar de sus severas aseveraciones y sus crueles
predicciones, el informe en cuestión se queda corto en el nivel de alarma
global que el texto rezuma por lo menos explícitamente. No resulta extraño,
pues desde siempre los informes del IPCC han presentado una situación
sensiblemente menos problemática que la cruda realidad estrictamente física. Es
más: a cada nuevo informe, de todos los que ha emitido desde 1990, la situación
presentada ha sido, sistemáticamente, peor que la anterior en muchos de sus
parámetros, también en el pensamiento mágico empleado al sugerir respuestas
tecnológicas. Por tanto, algo que podemos inferir de este informe que nos
ocupa, es que, en algún grado, presenta una situación de menor urgencia y mayor
viabilidad que las estrictamente reales.
Esto puede
sorprender a muchos dada la confianza, casi siempre justificada, que se otorga
a los hallazgos científicos. Para entenderlo es preciso darse cuenta de que el
IPCC no hace ciencia. El IPCC es un organismo de integración (assessment)
de la multitud de trabajos sobre cambio climático, en número de decenas de
miles, realizados por centenares de grupos de investigación de todo el mundo.
El IPCC no forma parte del método científico propiamente dicho: es una
institución que interviene en el proceso de avance científico: sí, la ciencia
no es solo un método. Es, también, un proceso de aproximación asintótica a la
descripción precisa de la realidad.
El IPCC es pues
un organismo donde aplica cierto número de efectos psicológicos y sociales,
conocidos por la denominada sociología de la ciencia, efectos todos ellos que
conducen, de forma sistemática y acumulativa hacia la
moderación de las predicciones. Aún así, se parte ya de una
situación donde los propios investigadores están sometidos a distintos vectores
de presión, entre los que se encuentra la del negacionismo organizado, que ya
les modera a priori. El veterano Kevin Anderson, del Tyndall Centre for Climate
Change Research escribió en
Nature Geoscience en 2015 que “mi larga relación de trabajo con muchos colegas
no me deja duda de que, aunque trabajan con diligencia, a menudo contra un
telón de fondo de escepticismo organizado, mucho eligen al final censurar su
propia investigación.” Porque todos saben que si uno se pasa de catastrofista,
por mucho que esas sean sus conclusiones, el peligro de que en la siguiente
convocatoria se quede sin fondos para proseguir la investigación es bien real,
y no va a ser llamado a participar en los foros más prestigiosos, como el IPCC.
Nadie le ha contradicho.
Con todo,
cuando se lee el informe con detenimiento es posible advertir mensajes
subliminales aparentemente pensados para quien los quiera entender. Uno de
ellos es la práctica imposibilidad de mantener el planeta por debajo de ese
incremento de temperatura de +1,5 ºC. El otro es que, superados 1,7 ºC, no
sería posible volver a 1,5ºC, pues “requeriría una escalada en el despliegue de
técnicas CDR [Carbon Dioxide Removal, extracción de CO2 directamente de la
atmósfera], a ritmos y volúmenes que podrían no ser alcanzables a la vista de
los considerables problemas que presentarían”, sino que el sistema climático
seguirá evolucionando progresivamente hacia temperaturas cada vez mayores. Lo
haría de forma presumiblemente de forma
acelerada, según una recopilación recientemente publicada en
PNAS por los primeros espadas de la climatología, personas éstas
sorprendentemente ausentes de este informe del IPCC.
El informe
insiste repetidamente en el hecho obvio de que los impactos de +2ºC son mucho
peores que +1,5 ºC, y no de forma lineal, y también aumenta la severidad de los
impactos de +2 ºC con respecto a informes anteriores. Así, en consonancia con
lo expresado más arriba, revisa por tercera vez, naturalmente a peor, los
impactos que esos aumentos de temperatura causarían en los parámetros
significativos agrupados en las denominados cinco motivos de preocupación que
resumen de forma esquemática la importancia crucial del calentamiento global
para los ecosistemas terrestres y por tanto para todos nosotros.
Las condiciones
técnicas y económicas que el IPCC plantea para evitar el rebasamiento de esos
+1,5 ºC son tan imponentes que es a partir de esta constatación que cabe
concluir en la imposibilidad práctica de no superar este incremento de temperatura.
Para conseguirlo a estrella son las técnicas CDR, que deberían estar ya
secuestrando en el subsuelo alrededor de un tercio de las emisiones actuales, y
eso virtualmente a perpetuidad. Pero estas técnicas se encuentran todavía en
fase de unos pocos proyectos piloto. No se ha demostrado todavía su viabilidad
técnica y algunos han sido ya abandonados. Todo ello sin contar con su eventual
aceptación social si hubiera que emplearlas masivamente y por doquier.
En cuanto a la
reducción de emisiones necesaria, estima que en 2050 las energías renovables
deberían aportar del orden del 70-85% del total de la demanda, aunque sin
especificar cuál debería ser ésta – lo cual equivale a no decir prácticamente
nada. Tampoco informa de cuántas emisiones supondría la construcción de tamaña
infraestructura global. Sugiere además de forma explícita la posibilidad de
incluir la energía nuclear en el mix energético, aún a sabiendas, se supone, de
que la energía neta que puede suministrar una central nuclear tarda décadas en
producirse una vez puesta en funcionamiento.
En cambio sí se
atreve a adelantar una cifra relativa al coste de implementación de todos estos
sistemas necesarios: nada menos que 900.000 millones de dólares anuales desde
ahora mismo hasta 2050, que podrían incluso duplicarse. Es una cantidad
imponente para la que, dada además la inminente crisis energética, es muy
dudoso que pueda generarse un excedente energético suficiente como para
posibilitar su disponibilidad.
¿Equivaldrán
estas cantidades a la deuda ecológica de los principales emisores? Se suele
argumentar en base a países (por ejemplo, los 300 millones de estadounidenses
emiten lo mismo que 2.600 millones de personas en 151 países), pero es
importante también considerarlo en términos de riqueza personal o de clases
sociales: el 50% de la responsabilidad del cambio climático en términos de
emisiones históricas lo tiene de hecho menos del 10% de la población. En
efecto: el nivel de emisiones de cada uno, actuales e históricas, resulta ser
muy proporcional al nivel de ingresos.
Este informe
fue dado a conocer precisamente el mismo día en que el Banco de Suecia otorgaba
el “Nobel” (recordemos que no hay propiamente un Nobel de Economía otorgado por
la Academia sueca, sino un “Premio del Banco de Suecia en memoria de Alfred
Nobel” ideado ad hoc) a dos economistas neoclásicos obsesionados con el
crecimiento, como de hecho lo están todos los de esa persuasión. La mayor
afrenta se ha cometido con Alfred D. Nordhaus, un “economista del cambio
climático” cuyo mérito principal consiste en haber unido dos modelos: uno
climático y otro económico, y resolver las ecuaciones correspondientes. Y cuyo
demérito es no haber acertado ni una ni haber convencido a la mayoría de sus
adláteres, si es que lo hubiera pretendido.
¿Qué resultados
presentaba la resolución de esas ecuaciones? Es posible argüir con rigor que
los resultados de este tipo de modelos, a diferencia de lo que ocurre en
ciencias físicas o ingeniería, acaban siendo los que el modelador desea que
sean. En efecto éste juega, entre otras cosas con elementos tan subjetivos como
la cuantificación estimada de unos daños supuestamente evitados, y además les
aplica una tasa de descuento, teniendo como referencia el interés bancario.
Descontar el
futuro es lo que muchos hacen de vez en cuando al decidir entre inversiones
alternativas o la solicitud de préstamos. Hacerlo en este ámbito es, digamos,
correcto y lícito. Pero extender este concepto para hacerlo extensivo a la
valorización intergeneracional supone un delito ético de gran relevancia aunque
sólo fuera porque sus perjudicados, personas no nacidas o menores de edad, no
pueden confrontar esta argucia señalando que resultan así significativamente
devaluadas.
No es extraño
que empleen este tipo de argucias, dada la estructura mental de esta gente a la
que se la tiene por científica y que con sus repetidas sandeces no hacen otra
cosa que devaluar el merecido prestigio de la ciencia. El propio Nordhaus no
tuvo reparo en afirmar que si los impactos del cambio climático se reducían a
la agricultura, como él aseguraba en los 90, eso no sería ningún problema. ¿Por
qué? Nordhaus sostenía que, al suponer la agricultura menos del 3% del PIB, si
ésta desapareciera pero se mantuviera el crecimiento económico, en un año el
problema estaría resuelto. Más ricos, pero sin poder comer. También llegó a
afirmar que una temperatura de +3 ºC sería la idónea para la rentabilidad del
capital, aunque más tarde se desdijo. Este tipo de criterios permean los
distintos informes del IPCC, especialmente los grupos de trabajo dedicados a la
mitigación, colonizados por este tipo de intelectualidad.
Así pues este
personaje, que podemos calificar de negacionista climático tibio para quien el
capital está por encima del edificio que lo posibilita, ha conseguido aparentar
que el crecimiento económico es compatible con el abordaje de la crisis
climática. Afirmación celebrada, remunerada y dada por obvia por su comunidad
epistemológica, pero destinada a ser pronto considerada un oxímoron equivalente
al del crecimiento sostenible. A este personaje le dan un premio Nobel, con la
voluntad de sancionar institucionalmente sus aseveraciones dando a entender al
mundo que sí, que en realidad, todo está bajo control y que el paradigma
dominante puede seguir tranquilamente su curso sin temer por la condiciones de
posibilidad de su misma existencia.
Pero ya ve
usted que, apoyados en estos mimbres intelectuales, nada puede estar bajo
control. Sólo cabe reclamar un estado de emergencia climático, sí, pero también
intelectual.