Por Alejandro Fierro
Con las elecciones presidenciales del pasado 20 de
mayo se ponía fin a un frenético ciclo electoral que incluyó tres comicios
–municipales, regionales y los ya citados presidenciales- en apenas ocho meses.
Tras las tres convocatorias, el chavismo quedaba con una de las mayores
acumulaciones de poder institucional que ha tenido en su historia: 306 de las
335 alcaldías, incluidas las principales ciudades; 19 de los 23 estados y la
Presidencia de la República, además de la Asamblea Nacional Constituyente, ocupada
en su totalidad por diputados chavistas ante el boicot de la oposición.
También se optó por el boicot en las elecciones de
mayo, una decisión que se demostró totalmente fallida toda vez que la derecha
no logró instalar su argumento de que los comicios eran ilegítimos dado el alto
índice de abstención (54%). La percepción del electorado –hubiera votado o no-
fue que con independencia del nivel de participación, lo cierto era que el
vencedor había sido Nicolás Maduro y que ocuparía el Palacio de Miraflores
durante seis años más.
La oposición quedaba de nuevo desnortada. Henri
Falcón, la opción para relevar a la derecha tradicional, no consiguió su
objetivo. Con menos de dos millones de votos no podía erigirse en el nuevo
oponente de Maduro. El desconocimiento de los resultados, la misma noche de las
elecciones, dejó traslucir su frustración por el magro resultado. Queda la duda
de si habría aceptado el escrutinio si hubiera obtenido mejores guarismos. En
cualquier caso, es difícil que el resto de dirigentes de la derecha y su base
votante le perdonen haber roto el boicot.
La Mesa de la Unidad Democrática (MUD), una frágil
alianza cohesionada tan sólo por el objetivo de desalojar al chavismo,
implosionó. El abandono de Acción Democrática –el gran partido que ha
conformado el sentido común venezolano en los últimos sesenta años y que aún
mantiene una vasta capilaridad sobre todo el territorio- la dejó herida de
muerte y, aunque formalmente sigue existiendo, su operatividad política desde
las elecciones hasta ahora es mínima. Nuevas plataformas como el denominado
Frente Amplio –en el que también está integrado la MUD- se han visto incapaces
de dinamizar a la oposición política y social.
Nuevos tipos de protestas
La ausencia de una oposición
política cohesionada y operativa, unida al cese de la lógica electoral, ha dado
pie al surgimiento de unas protestas que, en principio, parecieran muy poco
relacionadas con las violentas guarimbas que
sacudieron al país en 2014 y 2017. Da la impresión de que al finalizar las campañas,
con su avalancha de mensajes y el protagonismo absoluto y excluyente de los
candidatos, se ha abierto un espacio en el que puede emerger otro tipo de
acciones, esta vez ya sin tutelas partidistas.
En efecto, desde hace unos meses se sucede una miríada
de protestas sectoriales, muy pequeñas aún en número pero constantes. Son
protestas focalizadas en los problemas que asedian a los trabajadores y al
ciudadano de a pie: la hiperinflación, el desplome del poder adquisitivo, la
degradación de los servicios básicos (salud, educación, agua, electricidad y
transporte, principalmente), la escasez de efectivo que dificulta cualquier
transacción en la vida cotidiana…
Estos focos de protesta están
protagonizados por los trabajadores de diferentes sectores y/o por los usuarios
de los servicios. El modus operandi es
similar: los trabajadores se congregan a las puertas de su trabajo para
denunciar públicamente la precarización de su actividad. En el caso de los
usuarios, suelen cortar calles o bien reunirse frente a la institución a la que
consideran responsable de la precarización del servicio. Desde que empezara
esta modalidad de protesta se han registrado concentraciones de trabajadores de
la salud, del transporte, de las compañías públicas de electricidad y de telecomunicaciones,
de los jubilados y pensionistas, de profesores de educación primaria y
secundaria, de pacientes y enfermos, de vecinos ante la falta de agua… El
partido de oposición Voluntad Popular contabiliza cerca de 600 protestas, si
bien esta cifra hay que tomarla con precaución por tratarse de una fuente
interesada y parcial.
En un principio, estas acciones eran aisladas y
apenas tenían reflejo más allá de algún comentario de las redes sociales. Sin
embargo, la protesta de los trabajadores de la salud logró poner el problema
sanitario en primer plano. Durante varias semanas, el personal mantuvo
concentraciones diarias a la puerta de los hospitales y ambulatorios públicos,
protestando tanto por su insuficiente salario como por el deterioro del servicio
que se ofrece a los pacientes. Además, el foco de la protesta recayó en los
empleados de escala media y baja (enfermeros y personal de asistencia), no
sobre médicos y doctores, lo que confería una mayor imagen de vulnerabilidad y
legitimidad.
La comparativa entre el salario de un médico y el
de un militar, con el reciente aumento para las Fuerzas Armadas decretado por
el Gobierno -240 millones de bolívares mensuales para un coronel por 3 millones
para un doctor de la salud pública con 25 años de experiencia- contribuyó a
propagar la protesta en las redes sociales y en los medios de comunicación.
Pronto, asociaciones de pacientes y ciudadanos a título particular se unieron a
las concentraciones.
Otra de las protestas que tiene un eco
relativamente amplio es la de los pensionistas y jubilados, quienes
periódicamente se reúnen frente a ministerios e instituciones para protestar
por la insuficiencia de una pensión cuyo poder adquisitivo es devorado en
cuestión de días por la hiperinflación.
¿Quién puede capitalizar el descontento?
El fenómeno de las protestas
sectorializadas, basadas en la denuncia focalizada y en la exigencia de
soluciones concretas, se aleja por completo del modelo de la guarimba, con su interpelación a la totalidad y su
pretensión de derrocamiento del Gobierno y aniquilación del chavismo.
Obviamente, también están en polos opuestos en cuanto a las formas. Mientras
que la violencia y la interrupción de la vida cotidiana marcaron las
estrategias de 2014 y 2017, estas concentraciones apuestan por la vía pacífica,
concitando la solidaridad y el apoyo social (en 2017, más del 80% de los
venezolanos rechazaba las guarimbas, frente a
la comprensión del fenómeno de las protestas sectoriales –a falta de una
encuesta que lo ratifique- que parece unánime).
Pero lo más importante es resolver unos
interrogantes que por el momento no tienen respuestas. ¿Estas protestas son
genuinamente neutras y no obedecen a ningún partido político sino al hartazgo
ciudadano ante la crisis? Y si es así, ¿puede alguno de los dos polos en
disputa capitalizar este movimiento?
Es difícil responder a la primera pregunta, pero
todo apunta a que, en efecto, no hay una dirección política oculta tras estas
protestas. A través de los testimonios y la observación directa de miembros de
Celag en Venezuela se ha podido observar que en estas concentraciones hay una
mezcla tanto ideológica –en ellas participan votantes chavistas así como
trabajadores del sector público que muestran su lealtad al Gobierno pero
quieren mejoras y soluciones (es sintomático el paro de los trabajadores del
programa de salud Barrio Adentro, una de las iniciativas emblemáticas del
chavismo en materia de atención social).
Asimismo, también parece evidente la simpatía que
despiertan en el ciudadano de a pie. En su narrativa convergen muchos elementos
positivos: lo justo de sus reivindicaciones; la vulnerabilidad y sensibilidad
del servicio que representan; la toma de una postura activa en un momento en el
que los actores políticos parecen paralizados, desde un Gobierno que no
demuestra capacidad para dar soluciones a los problemas reales a una oposición
completamente desubicada; la sensación de que no sólo defienden sus intereses
sino también los del ciudadano; la alianza interclasista entre profesionales,
clases medias-bajas y clases populares…
La siguiente pregunta se centra en torno a la
posibilidad de que alguna fuerza política capitalice este descontento y consiga
organizarlo en un estadio superior que vaya más allá de la protesta formal.
La oposición tradicional no está en condiciones de
liderar estas protestas. El desprestigio de sus líderes es de tal magnitud que
ningún gremio quiere que se le asocie a ellos. Los tímidos intentos de
acercamiento –por ejemplo, María Corina Machado acudiendo a las concentraciones
del personal sanitario- fueron rechazados sin miramientos. Por el momento, la
derecha se limita a difundir las protestas en sus redes sociales y mostrar su
apoyo testimonial. Da la impresión de que los protagonistas de las protestas
son conscientes de que perderían legitimidad en el caso de ser cooptados
políticamente.
Ante la ausencia de una oposición legitimada que
capitalice estas nuevas formas de expresión del descontento, el chavismo tiene
ante sí la oportunidad de ocupar este territorio. Pero para ello no vale sólo
que muestra comprensión ante el descontento. Debe ofrecer soluciones concretas.
La crisis dura ya cinco años y el sufrimiento social es profundo. Los focus
group realizados por Celag en este tiempo muestran que el principal reproche
hacia el Gobierno de Nicolás Maduro es una supuesta inacción e incapacidad para
resolver los problemas. En este sentido, está por ver el resultado del Congreso
Nacional Revolucionario de la Salud que ha convocado el presidente para los
días 25 y 26 de agosto.
Por otra parte, no es
descabellado aventurar que un crecimiento y una mayor organización de las
protestas puede generar un movimiento novedoso que ponga en jaque el escenario
polarizador chavismo-oposición que ha prevalecido en estos veinte años. Si esto
ocurriera, sería el caldo de cultivo adecuado para el surgimiento de una tercera vía con nuevos liderazgos.
El chavismo campesino da un paso al frente
En este contexto irrumpió una protesta atípica por
cuanto surge del considerado chavismo más auténtico, el de los trabajadores del
campo. La Marcha Campesina Admirable recorrió más de 400 kilómetros a pie para
trasladarle a Nicolás Maduro los graves problemas que viene padeciendo la
población del mundo rural. Los problemas de salud, agua, luz e hiperinflación
se multiplican en el interior con respecto a las grandes ciudades. Pero,
además, se suma una creciente violencia latifundista que está desalojando con
sicariato –y muchas veces con la complicidad de las fuerzas de seguridad del
Estado- a los pequeños productores de las tierras inactivas que han ido
ocupando estos años. El goteo de líderes campesinos e indígenas asesinados en
estos últimos tiempos ha sido constante.
La diferencia de esta protesta con las reseñadas
anteriormente es que sus protagonistas manifestaron desde el primer momento su
inquebrantable apoyo al presidente Maduro, al chavismo y a la Revolución. La
narrativa de la Marcha Campesina Admirable, preñada de valores positivos (la
puesta en acción del humilde ante la injusticia; la revalorización del trabajo
campesino ante la escasez de alimentos; la épica de una marcha de más de 400
kilómetros emulando la Campaña Admirable de Simón Bolívar; la lealtad
revolucionaria) originaron que esta iniciativa estimulara a las organizaciones
populares y movimientos sociales chavistas, que durante estos años han sido más
reactivos que proactivos. La dirigencia chavista, por su parte, demostró
reflejos, recibiendo a los campesinos al más alto nivel, desde Diosdado Cabello
a Nicolás Maduro, y con reuniones que fueron retransmitidas en directo por la
televisión pública.
Al igual que con las protestas no partidarias, con
esta Marcha Campesina netamente chavista cabe hacerse varias preguntas. La
primera es hasta qué punto puede suponer un revulsivo en la postura reactiva y
defensiva que el chavismo, tanto a nivel institucional como de organización de
base, parece haber caído a causa de la crisis. La ola de entusiasmo que ha
originado en las filas chavistas, ¿puede dar lugar a algún tipo de movimiento
que ofrezca algo más que resistir ante los embates de la crisis?
Por otra parte, no hay que olvidar que el chavismo
es una identidad política tremendamente heterogénea, con diferentes
sensibilidades que confluyen en torno a un proyecto común. Esta heterogeneidad
también está reflejada en el Gobierno y en las esferas de decisión. Aquí cabe
preguntarse qué corrientes saldrían reforzadas ante un hipotético auge de la
movilización chavista de base y cuáles perderían parte de su influencia. En
cualquier caso, todo son elucubraciones puesto que está por verse si el ejemplo
de la Marcha Campesina prende en otros sectores.
En este sentido, y como máxima autoridad no sólo
del Estado sino también del chavismo, también es pertinente elucubrar sobre
cómo Nicolás Maduro puede capitalizar esta iniciativa y otras similares. La
percepción de su perfil y su trayectoria –cercano al pueblo, honesto,
autenticidad, sensibilidad con el pueblo- corroboradas por los focus group lo
colocan como el actor idóneo para realizar una alianza con este tipo de
movimientos (mucho más, por ejemplo, que Diosdado Cabello o representantes de
la corriente militar).
Un salto cualitativo en la violencia de la derecha
Esta incipiente dinámica se vio abruptamente
interrumpida por el intento de asesinato de Nicolás Maduro que tuvo lugar el
sábado, 4 de agosto, durante la celebración de un desfile militar. Aunque los
detalles siguen siendo confusos, parece ser que una célula organizada intentó
matar al presidente con dos drones cargados de explosivos. El atentado no logró
su objetivo. Siete personas resultaron heridas de diversa consideración. Ya hay
varios detenidos, entre ellos el dirigente opositor de Voluntad Popular, Juan
Requesens.
Más allá de las teorías sobre la autoría del
atentado –algo que como suele ocurrir en Venezuela quedará envuelto en las
brumas del rumor y de la conspiración-, lo que compete a este informe es
evaluar las consecuencias de este suceso.
En primer lugar, cabe señalar que el atentado
constituye una escalada en los intentos de magnicidio del presidente. Hasta el
momento, se habían desarticulado células y complots destinados a acabar con la
vida de Maduro. Pero esta es la primera ocasión en la que se llega tan cerca de
su persona y se da la sensación –transmitida, además, por televisión- de que
efectivamente se podía haber logrado su eliminación. ¿Optarán los sectores más
radicales por continuar con este tipo de acciones?
En segundo lugar –y a falta de
corroborar este hipótesis con estudios de opinión- da la sensación de que el
atentado ha sido aplaudido tan sólo por las corrientes más radicalizadas, tanto
las internas como las externas. En el inconsciente del venezolano promedio ha
quedado la violencia extrema de las guarimbasde 2014 y
2017, con su reguero de asesinados, heridos, destrozos y paralización de la
vida cotidiana. Nadie quiere volver a ese escenario. Hay una suerte de acuerdo
tácito de que los problemas de Venezuela se tienen que resolver por vías
pacíficas. Por otra parte, los sectores más clarividentes de la oposición
entienden que la desaparición de Maduro no significaría la desaparición del
chavismo ni el derrocamiento del Gobierno. Más bien todo lo contrario: el
chavismo cerraría filas y consolidaría su posición de poder.
De hecho, y este sería el tercer punto, el atentado
disparó de forma automática la reacción de las bases chavistas, que al día
siguiente se congregaron frente al Palacio de Miraflores para mostrar su apoyo
al presidente. Como se ha mencionado en informes y artículos anteriores, el
chavismo se mueve extraordinariamente bien en la confrontación pero tiene más
dificultades en coyunturas de normalidad donde lo que impera es la gestión
eficiente de la cotidianidad. A pesar de los años transcurridos, esto no parece
haber sido entendido por muchas facciones de la derecha, que siguen una
estrategia de polarización que en último término refuerza al chavismo.
El atentado ha opacado los ecos
de las protestas sectoriales y campesina. Pero cuando se diluya el efecto
mediático, los problemas urgentes seguirán ahí. Hacer predicciones en Venezuela
es un ejercicio de alto riesgo y los supuestos periodos de calma nunca son
tales.