Director
de CELAG
@alfserramanci
Dos presidentes no electos:
Temer en Brasil y Vizcarra en Perú. Una vicepresidenta no electa en Ecuador.
Persecución política-judicial contra dos ex presidentes, Rafael Correa y
Cristina Fernández de Kirchner, en Ecuador y Argentina. Lula metido en la cárcel
injustamente para evitar que sea el próximo presidente de Brasil. Intento de
atentado contra Maduro en Venezuela para matarlo en pleno acto público. Planean
abiertamente terminar con UNASUR. Las giras de los altos funcionarios de
Estados Unidos cada vez son más bienvenidas por algunos gobernantes
latinoamericanos.
Estos son algunos de los
acontecimientos políticos más emblemáticos que caracterizan la nueva fase de la
ofensiva conservadora en la región que viene produciéndose en estos últimos
años. Aunque estos hechos no son del todo novedosos, lo verdaderamente
distintivo es la intensidad de la arremetida. Desde que la correlación de
fuerzas políticas en la región es cada vez menos favorable al campo
conservador, se fueron aplicando métodos no democráticos para ganar el terreno
que se iba perdiendo por la vía electoral. Nadie olvida en Paraguay y Honduras
la destitución golpista a presidentes electos, al igual que ocurriera con Dilma
en Brasil. O el intento de acabar con la revolución venezolana por cielo, mar y
tierra. O el golpe contra Correa para sacarlo del poder. O la desestabilización
permanente contra Evo Morales y la Asamblea Constituyente en Bolivia.
Todos estos hechos ponen de
manifiesto que desde el inicio se actuó así en aras de interrumpir un ciclo
progresista que venía ampliándose. Pero ahora, aprovechando el propio desgaste
de los gobiernos que llevan muchos años en la gestión, más una restricción
económica externa que aprieta hasta la asfixia, la restauración conservadora ha
decidido pisar el acelerador llevándose por encima a quién sea y cómo sea. Se
dieron cuenta que el poder comunicacional y el económico, por muy potentes que
fuesen, eran insuficientes para la tarea destituyente y, entonces, tuvieron que
retomar en algunos casos el poder militar, así como el poder judicial, en los
casos que pudieron hacerlo.
De esta forma, además del
objetivo en sí (alterar el orden democrático en lo coyuntural para lograr
capacidad de mando), procuran normalizar aquello que no es normal, a partir de
una estrategia de insistencia y repetición, orquestada desde casi todos los
poderes fácticos, incluido eso que llaman “comunidad internacional” que, si no
la tiene a favor, se inventa (como es el Grupo de Lima, para el caso
venezolano). He aquí la huella conservadora de mayor calado en términos
estructurales: conseguir que se naturalicen prácticas que hace pocos años eran
rechazadas, mayoritariamente, por la ciudadanía. Y, seguidamente, lograr
imponer una suerte de retorno del mito del “no hay alternativa”, que también
pudiera permear entre la gente, incluso entre alguna dirigencia política del
campo progresista.
Son cuestiones éstas que van
más allá del ahora, y que la restauración conservadora está planificando hacia
delante, de cara a construir un campo mucho más fértil para poder ganar
elecciones sin necesidad de tener que regresar a estos instrumentos tan
rudimentarios. El objetivo de mediano plazo es arrebatar cualquier atisbo de
esperanza, creando un clima de resignación y sacrificio; demostrando que si lo intentas
y lo logras luego acabarás perseguido o en la cárcel; y que lo mejor es volver
al “no te metas en política”. De ahí deriva la estrategia, a veces comprada
incluso por parte del bloque progresista, de inducirnos a la supremacía de
algunos “estados de moda”: la no confrontación, la despolitización, la lógica
aspiracional, la clase media, los valores posmateriales, etc. Nadie puede negar
que todo ello existe, pero el riesgo reside en que sean resignificados, como la
restauración conservadora pretende.
Y esta es seguramente la
nueva dimensión, a veces invisible, que gravita en la gran disputa de América
Latina para los próximos años.