Este año, 2019, vuelve a ser electoral
en Colombia. En octubre se define la composición de los gobiernos locales:
gobernaciones y diputaciones departamentales, alcaldías y concejos municipales
del país. Son unas elecciones fundamentales para la composición del poder
territorial, que es la base sobre la cual se estructura el poder político
colombiano. Es tal sentido, la derecha pretende cambiar el eje de la campaña
presidencial pasada, centrada en la paz, tras evaluar las serias dificultades
que tuvo para enfrentar los debates sobre la economía, los derechos sociales,
el ambiente y la democracia, durante los primeros meses de gobierno.
La derecha, encabezada por
Iván Duque, está haciendo todo su esfuerzo para regresar al escenario del
pasado, reconvertir la guerra en el eje articulador de la hegemonía -con las
posiciones binarias que de esto se derivan- para un público con el sentido
común adiestrado a dicho registro. Cerrar el debate diverso, que permite la
paz, para llegar a las elecciones con el recurso manipulador de exigirle a la
población votar por los “buenos muchachos”, en contra de un imaginario del
“mal”, enfocado en el progresismo.
El ELN en el espejo de la guerra uribista
El proceso eleccionario –en
particular, el del distrito de Bogotá– va a estar marcado por el
recrudecimiento de la guerra contra la guerrilla del Ejército de Liberación
Nacional (ELN), tras la abrupta finalización de los diálogos de paz derivada
del atentado en Escuela de Policía General Santander. Con ello Duque logró
cumplir un anhelo que rumiaba en voz baja: cerrar el ciclo de negociaciones y
enlodar el debate nacional sobre la paz, que es visto por la ultraderecha como
una herencia del santismo y del progresismo.
El atentado le dio vía libre
al presidente para extremar su posición “guerrerista”, que hasta ahora no había
podido asumir de manera explícita por el alto respaldo ciudadano en torno a la
paz, expresado en las elecciones pasadas, y por las atentas miradas de la
comunidad internacional comprometida con el Acuerdo de Paz entre el Estado y
las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Dicho asunto había
generado roces y contradicciones entre el Gobierno y diversas voces del
uribismo: incluso de su mentor, el senador Álvaro Uribe, le había reclamado
tibieza y debilidad a Duque, frente a la “mano dura” que caracteriza a su
corriente política y con la que construyó una fiel base de apoyo.
En
definitiva, el atentado del ELN no sólo fue contra la Escuela de Policía, sino
contra la corriente ciudadana que, desde hace una década, viene tratando de
poner la paz como eje gravitacional de la política colombiana. En consecuencia,
Duque tuvo la posibilidad de enviar un mensaje de sinceramiento de su política,
indicando la necesidad de reeditar algunas estrategias del uribismo para
combatir el “terrorismo”. En cadena nacional trajo a colación las redes
paraestatales de cooperantes, incluidas en el plan presentado en agosto de 2018
“Quien la hace la paga”, creadas por el expresidente Álvaro Uribe Vélez durante
su Gobierno y que fueron duramente interpeladas por los organismos de derechos
humanos, nacionales e internacionales, porque habilitaban la acción de grupos
paramilitares y de exparamilitares en ellas. Este hecho fue revelado en un
cable diplomático enviado desde la embajada de Estados Unidos en Colombia a
Washington, en abril de 2007, conocido gracias a Wikileaks[1].
Así,
la ruptura de los diálogos de paz y los hechos de violencia que vendrán a
partir de ésta serán el significante para
desarrollar las campañas políticas de los partidos de ultraderecha y de la
derecha, tanto en los departamentos como en los municipios. La finalidad será
construir una campaña del miedo, donde quienes desafíen las candidaturas
tradicionales de las castas regionales, serán identificados como el “mal” a
derrotar, negando los argumentos y las razones del cambio que la Colombia
territorial necesita.
La oposición a la defensiva
El hecho violento realizado
por el ELN se convirtió, también, en un parteaguas para la izquierda
colombiana. La alianza progresista venía de cosechar en las elecciones pasadas
más de 8 millones de votos bajo el liderazgo de Gustavo Petro, y había logrado
articularse, con su multiplicidad de aspiraciones políticas, en torno a la paz
y la democracia. Además, en las elecciones presidenciales de 2018, una de las
características fundamentales fue la activación de la ciudadanía en las calles
y plazas del país.
La
movilización social pervivió y se mantuvo fortalecida durante el primer tramo
del Gobierno de Duque –con más de 350 movilizaciones en menos de tres meses[2]–. En especial,
el estudiantado universitario estuvo activado en contra de los ajustes
preparados por el Gobierno para instalar un modelo de financiarización que
liquidaba por completo el derecho a la educación pública estatal. Y, tambien,
aunque de forma más transversal, sectores ciudadanos mantuvieron en las calles
el pulso contra la corrupción gubernamental, presionando la renuncia del Fiscal
General de la Nación, Néstor Humberto Martínez quien, al parecer, conocía de
primera mano la relación de Odebrecht con las empresas colombianas y el pago de
sobornos para conseguir contratos y ventajas.
Luego
del atentado, la construcción de la movilización de los ciudadanos progresistas
en la calle quedó debilitada. Se instaló un sentido común que mostró al
atentado como un resultado de la paz, cuando en realidad esa acción violenta
era la reafirmación de la necesidad de superar el ciclo de la guerra. Con la
hábil ayuda de los medios de comunicación y los mensajes guerreristas del
uribismo, se logró la estigmatización de las movilizaciones, pretendiendo
relacionarlas con la infiltración del ELN en movimientos sociales,
universitarios y sindicales[3], tratando así
de restarles legitimidad frente a la ciudadanía.
A lo anterior se suma, desde
una perspectiva geopolítica, la crisis injerencista sobre Venezuela, que en
Colombia mantiene copada la agenda noticiosa. Al unísono, los conglomerados
nacionales e internacionales de comunicación no han escatimado esfuerzos para vincular
al grupo guerrillero con el país vecino, que funge, según muestran, como un
benefactor del grupo y no, como ha sucedido históricamente, como una víctima
del conflicto. Ya desde los años sesenta el ELN era un intruso no deseado en
territorio venezolano, mucho antes de la emergencia del clivaje político
chavista.
Escenario en el mediano plazo
Quedan diez meses para las
elecciones, pero desde ya se puede advertir que estarán inmersas en esa tensión
discursiva de la guerra. El progresismo tendrá que demostrar una capacidad
superior a la demostrada el año pasado para superar el binarismo del discurso
ultraderechista y mantener en debate los temas diversos contra el
neoliberalismo. Ello a fin de no hundirse en el fango del lacónico debate sobre
la guerra, que es el territorio discursivo del uribismo. Además, sin conocer
aún el desenlace de la situación venezolana, es previsible que su resultado
termine por encerrar a Colombia en un manto de chauvinismo ultraconservador
difícilmente remontable.
De concretarse este escenario
de caos de la guerra, la democracia seguirá restringida para que la alianza de
la derecha en las regiones participe a sus anchas, sin posibilidad para que los
movimientos sociales y el progresismo postulen sus candidaturas. Los 500
líderes y lideresas asesinadas luego de firmado el acuerdo de paz representan
tal imposibilidad, que es la representación de la violencia como factor
coercitivo de la participación ciudadana.
Un paso significativo pueden
ser los acuerdos entre las fuerzas progresistas que se vienen en algunos
municipios y departamentos para converger de manera unitaria en las elecciones,
aunque aún es prematuro conocer un mapa de donde se concentrarán las
principales disputas. La gran batalla será por las alcaldías de Bogotá, Cali,
Córdoba, Barranquilla, Santa Marta, Pasto, Quibdó e Ibagué. Estas ciudades
serán centros neurálgicos de debate, al igual que los territorios donde quedó a
medio camino la paz. El punto de partida para las elecciones a la Alcaldía de
Bogotá (hoy gobernada por la derecha) no es halagüeño, pues la denuncia por
violencia intrafamiliar contra el precandidato del progresismo, el concejal
Hollman Morris, ha precipitado su salida de la carrera electoral y dejado la
candidatura del progresismo en manos de Claudia López, lideresa del Partido
Verde, con un perfil más centrista y moderado.
La oposición progresista
quedó a la defensiva en menos de dos semanas, en ese giro sorpresivo de los
hechos: del brío movilizador y de resistencia ante la guerra y contra el
neoliberalismo, vividos en el 2018, pasaron a resistir los ataques de las
derechas, que coparon la agenda mediática y la opinión pública con su agenda de
guerra. Se trata de un asunto no concluido, pues existe una ciudadanía con
bastante compromiso hacia la paz, no tan dúctil a la matriz noticiosa y
política de la guerra, en tanto hay conciencia de que los muertos son de los
hijos e hijas la ciudadanía pobre y trabajadora.
Si el progresismo mantiene su
presencia en las calles en defensa de la paz, podrá hacer control de daños y
remontar este delicado momento, que está en vilo por la ruptura de los acuerdos
con el ELN, los incumplimientos estatales al acuerdo de paz con las FARC y la
tesis de conflicto externo con Venezuela. Es un panorama en el que el
progresismo y sus liderazgos deben demostrar enormes capacidades para encontrar
acuerdos y proponer a la ciudadanía una ventana de oportunidad para construir
la paz.
[1] https://www.elespectador.com/noticias/judicial/que-son-las-redes-de-participacion-civica-de-las-que-hablo-el-presidente-duque-articulo-834813
[2] https://www.semana.com/opinion/articulo/movilizaciones-sociales-y-consolidacion-de-la-paz-en-colombia-columna-de-jairo-gomez/587025