Por Rafael Bautista S.
La “edad
de la inocencia” ha dejado de ser un patrimonio etario y se ha impuesto como la
fisonomía “democrática” de la opinión pública. En las redes sociales se puede
comprobar cómo esta democratización dista mucho de ser un ejercicio político y
se constituye más bien en la domesticación y masificación de la población
mundial. Esto se destaca en el complot contra Venezuela. Mientras toda la
historia de invasiones gringas nos da todos los argumentos para subrayar la
crisis de credibilidad de la demagogia imperial, basta la exaltación de la
mitología gringa (“libertad de expresión”, “sistema democrático”, “derechos humanos”,
etc.) para que la opinión pública tribute sus prejuicios coloniales como única
moneda admitida por la retórica informativa del dólar.
Eso es lo que promueve la
mediocracia y lo realizan las redes sociales. Por eso se convierten en el mejor
medio de propaganda imperial; pues para afiliarse a su retórica no hace falta
mucha inteligencia; y eso es lo que explotan los “fake news”: no apuntan al
raciocinio, su fin no es argumentar, les basta con reafirmar los prejuicios
globalizados. Por ello se puede diseccionar toda la animadversión al “chavismo”
como la acumulación obsesiva de propaganda gringa anticomunista propia de la
guerra fría (si la juventud actual es todavía presa de aquello, es porque su
formación es crónicamente subordinada al guion hollywoodense).
¿Por qué las redes sociales
pueden promover y hacer triunfar a un Trump o a un Bolsonaro, y no así a un
líder popular? Hay que recordar que las nuevas tecnologías no han sido
precisamente diseñadas para despertar el espíritu crítico en la población. Para
apostar por cambios estructurales, la simple información no basta. Es más,
incluso se puede hacer notar cómo la promoción de plataformas digitales en
favor de movimientos ecologistas, por ejemplo, no son incompatibles con
propaganda imperial en otros asuntos. Muchos movimientos anti-establishment no
dejan de ser, desgraciada y paradójicamente, una moda “políticamente correcta”
(sobre todo ahora que la izquierda mundial se ha “moderado”, para beneplácito
de los poderes fácticos). Todo ello sirve para destacar que las luchas sociales
han sido fragmentarizadas, de tal modo, que ya nadie tiene consciencia del
mundo integrado y supeditado al reino del mercado global.
Pero todo se clarifica en
momentos críticos, porque en ellos no cabe la neutralidad y menos la
indiferencia. La crisis define. Porque en la crisis, como en la desgracia, se
conoce quién es quién. En tal caso, ninguna crítica que se pueda hacer al
gobierno bolivariano, amerita y justifica la masacre que se pretende desatar, y
menos si ésta es la antesala de una desestabilización regional con
consecuencias inimaginables.
En ese sentido, llama sobre
todo la atención, la ceguera histórica de una izquierda de manual que, en su
condena al gobierno bolivariano, no advierte la connivencia sospechosa con una
reposición imperial que es capaz de convocar la propia idiosincrasia
izquierdista. Hasta los decoloniales de derecha, que no en vano usufructúan del
mundillo académico, muestran cuán comedido es el subalterno a la hora de
sermonear al paisano para beneplácito del amo.
La crisis es definitoria y
define los alcances mismos de la crítica. Porque ser crítico no significa
oponerse, ni se define por estar en contra de algo; ser crítico consiste en ir
a la raíz del asunto y esto es lo que hace que la crítica (cuando no es
reducida a criticonería) se encargue de poner sensatez en la discusión, cordura
en el debate: por ello el ejercicio crítico nunca apunta primero afuera sino
que encarna la situación y toma partido. No hay crítica más allá del bien y del
mal, ni hay crítica verdadera en la cómoda imparcialidad del que se cree el ojo
de dios. Sólo se puede ser verdaderamente crítico desde el compromiso
revolucionario.
Que la revolución bolivariana
tenga déficits no justifica ni siquiera la irresponsable toma de distancia de
lo que podría significar una catástrofe regional. Hay que decirlo: no sabemos
lo que es la guerra. Y lo que pretenden las nuevas políticas imperiales es
desatar el famoso “caos constructivo” en el continente. Venezuela sería sólo el
inicio de una nueva Siria extendida a todo el arco del “mundo no integrado”,
según el nuevo mapa global del Pentágono. El “mundo no integrado” son los
países con recursos estratégicos que conforman la periferia mundial. Para la
nueva doctrina straussiana de los “neocons” (quienes acaban de ingresar en el
régimen Trump, como John Bolton, Mike Pompeo o Elliot Abrams), el nuevo plan
consiste en destruir a los Estados del arco del “mundo no integrado”, es decir,
someter al mundo a la jerarquía naturalizada que impone el excepcionalismo
gringo.
Porque ya se les acaba la
bonanza del fracking; las petroleras gringas ya estiman 300.000 millones de $US
de pérdida con la burbuja del gas y petróleo no convencionales (burbuja
financiada con dinero público que dejará a los contribuyentes norteamericanos
actuales y futuros con deudas sumamente onerosas). Como destaca Dmitry Orlov,
el auge de producción de petróleo no convencional, en USA, ha llegado a su fin;
pero no pueden bajar su consumo insensato, de más del 20% de petróleo mundial.
Una nueva aventura con fracking representaría invertir 2 billones de $US, cuyas
ganancias son sumamente dudosas. La baja de producción de petróleo ya anunciada
por Rusia y Arabia Saudita configura un escenario futuro de escasez global;
esto explica la precocidad y desesperación en la arremetida imperial contra
Venezuela, el mayor reservorio certificado de petróleo del planeta (el
Departamento de Defensa gringo, siendo el mayor consumidor, necesita de las
reservas venezolanas para movilizar sus más de 900 bases militares en el mundo
y asegurar la base energética de restauración imperial).
El 1% rico del mundo ya es
consciente que el desarrollo y el progreso moderno, no es posible para todos,
porque al desarrollo no le interesa el bien de la humanidad sino garantizar la
opulencia –llamada bienestar– de los ricos del mundo. Por eso el
neo-malthusianismo resurgido y patrocinado por la industria farmacéutica
transnacional y la corpo-cracia de los granos y semillas (la reciente fusión
financiera entre Bayer y Monsanto responde a esto), busca la eliminación de los
pobres del mundo (por lo menos dos tercios de la población mundial). Ese proceso
no tuvo éxito en el plan de “Medio Oriente ampliado”, pero se halla renovado en
nuestro continente, gracias a la complicidad apátrida de las oligarquías
nacionales adictas a la geoeconomía del dólar y apiñadas en el “Grupo de Lima”.
Todas las iniciativas de
Duque y Bolsonaro van más allá de la simple destitución de Maduro. Lo que se
busca es la restauración de la hegemonía imperial y esto es lo que explica el
comedido accionar de sus lacayos presidentes. Lo triste es que esa restauración
signifique la balcanización de toda Latinoamérica. Hasta la presencia de Manuel
López Obrador como presidente mexicano les incomoda, por eso ya se escuchan
amenazas de magnicidio, reeditando el episodio Colosio. Nuestras naciones deben
comprender que se trata de una amenaza continental, cuyo precedente se halla en
las recientes intervenciones en Irak, Siria y Libia por parte del Imperio en
decadencia.
Hasta la izquierda
fundamentalista olvida la leyenda negra construida sobre Cuba. Ningún país
puede sobrevivir a un bloqueo económico; y si de milagros económicos hablamos,
los tigres del Asia (y hasta la reconstrucción europea post-segunda guerra)
deben su éxito a medidas que hoy se acusan de “populismo”, y que no tuvieron
jamás bloqueo de por medio.
Creer que todo se debe a
desaciertos internos –en el caso de Venezuela– es pecar de ingenuo y no
advertir que, a toda medida económica que podía haber emprendido el gobierno de
Maduro, los poderes fácticos, subsidiarios de la política imperial, no iban a
quedarse de brazos cruzados (y cuando esa respuesta imperial nunca entra en el
análisis, se muestra la miseria del examen unilateral de coyuntura). En ese
sentido, llama la atención el análisis simplón de izquierda que no es capaz de
describir dialécticamente cómo el mundo financiero, que tiene presa a nuestras
economías, tiene todos los medios institucionales globales para hacer fracasar
todo intento serio de independencia financiera de la periferia global.
Parece que nadie ha aprendido
nada de lo que pasó en Libia. Allí caló más en la idiosincrasia pedestre la
defenestración de Muamar al Gadafi que la simple constatación de los verdaderos
intereses de Occidente. Ni siquiera la opinión pública supo cuestionar la
cínica declaración hilarante de la ex secretaria de Estado Hilary Clinton
cuando invadieron Libia (dejando al país con más alto índice de bienestar
social del África sumido en guerra civil): “we came, we saw, he died”.
El lugar común recurrente de la
izquierda romántica (que continúa soñando en la revolución de nunca jamás)
consiste en hacer de la versión imperial un “mea culpa”, como constatación del
complejo de inferioridad que atraviesa su eurocentrismo. El Imperio no es un
mito y todas las contradicciones internas que puedan suceder no ameritan sacar
de la ecuación de análisis político el factor imperial. En ese sentido, ¿de
dónde saca el expresidente uruguayo Mujica que la solución pasa por medir con
la misma vara a Maduro y Guaidó? ¿No se da cuenta del terrible precedente
político que significa una peregrina autoproclamación?
En 1961, la resolución
“pacifica” de la “crisis de los misiles” significó el sacrificio de Cuba. Nadie
en el mundo supo reconocer el holocausto al que fue sometida Cuba, tanto por
USA como por la URSS, quedando condenada a su aislamiento y la imposibilidad de
su desarrollo propio. Si no somos capaces de aprender de la historia y
reconocer lo que verdaderamente está en juego en Venezuela, la historia No nos
absolverá. Lo más triste será constatar, si triunfa la guerra extendida a toda Latinoamérica,
que no haya quién les increpe a los “críticos”, “imparciales” e “indiferentes”,
lo equivocados que estaban.
La Paz, Bolivia, 6 de febrero
del 2019
- Rafael Bautista S. es autor
de: “El tablero del siglo XXI. Geopolítica des-colonial de un orden global
post-occidental”, de próxima aparición. Dirige “el taller de la
descolonización”