Por
Claudio Katz
La autoproclamación de Guaidó es la
apuesta golpista más ridícula y peligrosa de los últimos años. Con el descarado
sostén de Washington, la derecha pretende colocar a un desconocido en la
primera magistratura.
Esta vez la señal de largada
no fue un acto terrorista, ni otro intento de asesinato de Maduro. Trump puso
al frente de la escalada a varios expertos en conspiraciones (Abrams, Pence,
Bolton, Rubio) y decidió capturar la empresa venezolana que opera en Estados
Unidos (CITGO). Sepultó todos los principios de la seguridad jurídica, para
comenzar la apropiación del petróleo de un país que concentra la principal
reserva mundial de crudo.
Los gobiernos derechistas de
Sudamérica propician el golpe por otras razones. Duque pretende enterrar los
Acuerdos de Paz con la guerrilla, luego de encabezar el desmantelamiento de
UNASUR. Ya alberga en Colombia al contingente de marines requerido para
acompañar cualquier provocación.
Bolsonaro continúa
identificando a Venezuela con todas las desgracias del “populismo”. Con esa
retórica encubre su improvisado debut en la presidencia y pospone la inevitable
decepción de sus votantes.
Macri es un cruzado de la
primera hora, que compite con otros servidores del imperio. Por eso redobla los
actos de sumisión, designando a una funcionaria de su propio equipo como
embajadora de Guaidó. Exime a los inmigrantes venezolanos del hostigamiento a
los extranjeros, para que no se hable de la inflación, el desempleo o las
tarifas. Fractura además a la oposición, compartiendo la denigración de
Venezuela con los líderes del peronismo federal (Urtubey, Massa, Pichetto).
Sin el sostén del mandante
norteamericano, Duque, Bolsonaro y Macri son totalmente inefectivos. Su “Grupo
de Lima” no logró siquiera boicotear la asunción de Maduro. A esa ceremonia
concurrieron más delegaciones extranjeras que a la investidura del delirante
capitán brasileño.
La atomizada derecha
venezolana actúa bajo las faldas de un presidente de fantasía. Nunca pudo ganar
la elección presidencial y fracasó en todos los intentos de impugnación de esos
comicios. Aceptó sin chistar el veto yanqui a las negociaciones con el chavismo
y periódicamente se desbarranca con brutales acciones de violencia. Por el
momento actúa como simple marioneta del Departamento de Estado y ha quedado
sujeta a los humores tuiteros de Trump.
LA DOBLE
VARA
Los golpistas caribeños han
reaparecido como grandes estrellas de los medios de comunicación. Cuentan con
la complicidad de los periodistas, que atribuyen a Maduro una variedad de
pecados visibles en otras administraciones de la región. El simple registro de
esa similitud tornaría injustificable el complot o exigiría el mismo cambio de
régimen en numerosos países.
Se resalta especialmente el
carácter ilegítimo del gobierno venezolano, como si hubiera surgido de un
fraude electoral. Pero en realidad fue ungido con la participación del 67% de
la población, es decir con un porcentual superior a los últimos comicios de
Chile o Colombia. Esta baja concurrencia de electores no induce a ningún
comunicador a proponer el derrocamiento de Piñera o Duque.
Es cierto que un sector de la
oposición convocó a la abstención, pero otro participó y los resultados finales
no fueron impugnados. Tampoco se presentaron evidencias de fraude, en un sistema
electoral que ha sido elogiado por varios organismos (Carter) y figuras
(Zapatero) internacionales. Con la misma modalidad de votación fueron electas
en el 2015 las autoridades de la Asamblea Nacional que lidera la oposición.
Compartiendo un mismo cimiento electoral, Maduro es objetado y Guaidó es
reconocido.
En las últimas dos décadas el
régimen chavista ha celebrado 24 elecciones, que incluyen una significativa
modalidad de revocatoria presidencial. Ese derecho no rige en ningún otro país
de la región. La participación de los votantes no es obligatoria, pero ha sido
habitualmente superior al promedio latinoamericano. La oposición nunca reconoce
las derrotas y siempre justifica los resultados adversos con denuncias de
fraude.
Con su habitual duplicidad,
los comunicadores que critican esos comicios consideran totalmente normales las
elecciones brasileñas, que se desarrollaron con Lula en prisión. Impugnan el
sistema judicial venezolano, enalteciendo al magistrado que persiguió al líder
brasileño (Moro). Ni siquiera objetan el premio ministerial que le otorgó
Bolsonaro.
Los medios también denuncian
la detención de líderes opositores (Carmona, Ledesma, López), pero omiten
precisar las causas de ese encierro. No fueron a prisión por emitir opiniones
críticas, sino por incentivar golpes de estado o por su complicidad con las
sangrientas guarimbas callejeras.
Al chavismo se le exige una conducta tolerante que no impera en ningún rincón
de Latinoamérica. Se supone que debería ser comprensivo con los intentos de
magnicidio.
Los comunicadores tampoco
mencionan la brutal violación de los derechos humanos que practican los
gobiernos más enemistados con Venezuela. Desde la suscripción de los Acuerdos
de Paz, los paramilitares colombianos (amparados por el oficialismo) han
asesinado centenares de líderes sociales. En Argentina se multiplican los
presos políticos y rige la impunidad para los responsables de los crímenes de
Santiago Maldonado y Rafael Nahuel. En Brasil aumentaron los atentados contra
los cooperativistas del MST y se destaparon los vínculos de los asesinos de la
luchadora Marielle Franco con el hijo de Bolsanaro.
El chavismo es también
denunciado por imaginarias conexiones con el narcotráfico. Pero los acusadores
ocultan el comprobado financiamiento que brinda esa mafia a la derecha de
Colombia. Ningún organismo internacional penaliza tampoco a ese país por el
continuado cultivo ilegal de drogas. Lo ocurrido en México es mucho más grave.
Todo su territorio quedó desgarrado por una masacre de 200.000 muertos, sin que
la OEA promoviera alguna intervención regional.
Ciertamente Venezuela padece
una emigración masiva como consecuencia del drama económico que afronta. Pero
en coyunturas semejantes, estos mismos desplazamientos se han verificado en
otros países. La miseria siempre empuja a buscar refugio en algún vecindario.
Si esas desgracias
constituyen “crisis humanitarias”, la misma caracterización correspondería
aplicar a las migraciones equivalentes. Pero nadie presenta en esos términos la
terrible huida de las familias centroamericanas hacia el Norte. Ese tormento no
incentiva ninguna recolección piadosa de socorros. Sólo induce a construir un
terrible muro fronterizo. Durante la guerra interna que vivió Colombia se
registraron también masivos traslados humanos, que tampoco suscitaron
convocatorias a la intervención extranjera.
Los grandes medios siempre
coronan sus coberturas de Venezuela con alguna imagen de violación de la
libertad de prensa. Pero los trastornos que retratan son irrelevantes, en
comparación al sistemático asesinato de periodistas que han padecido México y
otros países centroamericanos. Los fabricantes de mentiras aplican la doble
vara a su propia actividad.
CONTRADICCIONES BAJO LA
SUPERFICIE
Basta recordar lo ocurrido en
Irak y Libia para notar la gravedad de la amenaza actual. El imperialismo puede
provocar destrucciones inimaginables. Si consuma una intervención de gran
porte, América Latina perderá el resguardo que mantuvo frente a las catástrofes
bélicas de África o Medio Oriente.
La derecha descarta ese
peligro y supone que obtendrá un rápido triunfo, sin ningún costo. Ya anuncia
la retirada del chavismo, el aislamiento de Maduro y la próxima deserción de la
cúpula militar. También remarca la cohesión de su propio campo y el respaldo
internacional unánime a su causa. Pero esas fábulas no resisten el menor
análisis.
El propio comando de
Washington está afectado por severas disidencias, en el difícil contexto
político-judicial que afronta Trump. Los fiascos de Medio Oriente han
multiplicado las prevenciones frente a cualquier incursión externa. Los
militares yanquis están desconcertados y fueron obligados a retirar sus tropas
de Siria y Afganistán. Las propuestas de repetir la ocupación de Granada o
Panamá han sido desechadas y se pospone el típico ultimátum que precedió el
ataque contra Hussein o Gadafi. Por ahora el Pentágono sólo evalúa operaciones
acotadas, que comenzarían con el burdo pretexto de ingresar ayuda humanitaria.
Tampoco los socios europeos
están dispuestos a participar en aventuras bélicas. Intervienen en el complot
contra Venezuela sin emitir amenazas contundentes. Hay divergencias en el mando
occidental, que han impedido consensuar la aplicación de sanciones en la OEA y
en la ONU, mientras persiste la neutralidad del Vaticano.
Los conspiradores han tomado
nota también del creciente protagonismo de Rusia en el aprovisionamiento del
ejército venezolano. Esa presencia puede complicar la jugada petrolera de
Trump, si se confirma la tenencia de acciones rusas en CITGO. No se sabe,
además, quién será el principal perjudicado por esa expropiación. Algunos
expertos estiman que Estados Unidos logró autonomizar su provisión del
combustible venezolano. Pero esas compras aún representan el 13% de las
importaciones y su cancelación podría impactar sobre el precio de la energía.
Todas las dificultades que enfrentan
los golpistas son rigurosamente ocultadas por los medios. Despliegan una
cobertura triunfalista, silenciando la ausencia de logros significativos de la
derecha en la primera quincena del complot. Mientras los sobornos, las amenazas
y las promesas yanquis no erosionen a las fuerzas armadas, Guaidó seguirá
ejerciendo un mandato fantasmal.
BATALLAS EN DOS FRENTES
Es cierto que la derecha
recuperó capacidad de movilización, pero el chavismo ha respondido con
manifestaciones igualmente masivas. En el pico de la crisis social el gobierno
mantiene una llamativa capacidad de convocatoria. Todos saben que el gobierno
no entregará el poder por la simple repetición de marchas callejeras. La
indefinición actual puede resultar muy problemática para la oposición.
Sus líderes afrontarán
nuevamente el dilema de retomar la violencia (que los aisló en el 2017) o
aceptar un status quo (que los desgasta). Por ahora evitan la repetición de
las guarimbas en
los barrios ricos, mientras ensayan algunas provocaciones en las zonas
populares.
También el gobierno aprendió
de las confrontaciones anteriores y se maneja con cautela. Tolera las
fotogénicas apariciones de Guaidó, apostando a su paulatina desmoralización.
Pero el derrumbe de la economía crea serios interrogantes sobre el
acompañamiento popular en la batalla contra la derecha. Toda la sociedad
venezolana está desgarrada por un colapso mayúsculo del ingreso.
La contracción del producto
registrada en el último quinquenio ya destruyó el 30% del PBI. Esa regresión
tiene el mismo alcance que la Gran Depresión sufrida por Estados Unidos en
1929-1932. La debacle golpea a todos los sectores.
La estratégica extracción de
petróleo se ha reducido a la mitad y el financiamiento monetario del déficit
fiscal ha provocado la mayor hiperinflación del siglo XXI. El índice de precios
saltó del 300% (2016), al 2.000% (2017) y actualmente promedia una cifra
incuantificable.
Esa escala demuele el
salario, recrea el trueque y provoca una aguda escasez de alimentos y
medicinas. Los padecimientos cotidianos son terribles y la supervivencia
depende de las redes oficiales de abastecimiento (CLAPS).
Los medios de comunicación
presentan este desmoronamiento como una inexorable consecuencia del “populismo
chavista”. Pero omiten la responsabilidad directa de los artífices de la guerra
económica. El cerco exterior y el sabotaje interno desplomaron la extracción de
petróleo, achicaron las reservas internacionales y encarecieron las
importaciones básicas. Los capitalistas extranjeros y locales han provocado ese
desmoronamiento, para facilitar el advenimiento de un régimen político afín a
sus negocios.
Esta indescriptible
adversidad de la economía ha sido agravada por la improvisación, la impotencia
y la complicidad del gobierno. Maduro ha tolerado pasivamente el derrumbe de la
producción. Rechazó todas las propuestas del chavismo crítico para penalizar a
los burócratas corruptos y a sus socios millonarios.
Estas iniciativas constituyen
el punto de partida para frenar el desmoronamiento del nivel de actividad.
Incluyen un control efectivo sobre los bancos para impedir la fuga de capital,
cambios radicales en la asignación de divisas al sector privado, gravámenes
progresivos al patrimonio, incentivos a la producción local de alimentos y
numerosas medidas para involucrar a la población en el control de los precios.
Este programa requiere además
un replanteo de la deuda, para lograr un anclaje de la moneda que permita
contener la hiperinflación. Ningún “petro” o “bolívar soberano” podrá
funcionar, mientras subsista el amparo oficial a la boliburguesía. Esa franja
de privilegiados sobrefactura importaciones, transfiere fondos al exterior y se
enriquece con la especulación cambiaria y el desabastecimiento. La derecha no
sólo está embarcada en tumbar el chavismo. También opera al interior de un
gobierno que no frena la demolición de la economía.
COMPROMISO O NEUTRALISMO
Frente al agravamiento del
conflicto, muchas voces proponen generar nuevas condiciones para que los
venezolanos puedan resolver democráticamente su futuro. La legitimidad de ese
principio es indiscutible. Pero el gran problema radica en precisar cómo implementarlo,
puesto que si triunfa el golpe esa aspiración quedará definitivamente
enterrada. La vigencia de la soberanía del país y la defensa de los derechos
populares requieren ante todo la derrota de los escuálidos.
El conflicto en curso ya
perdió su condición de “asunto interno” de Venezuela. La confrontación desbordó
ese punto de partida territorial y actualmente involucra a toda la región. Los
dos principales fogoneros de la crisis tienen objetivos muy precisos. Estados
Unidos pretende recuperar el dominio pleno de su patio trasero y las clases
dominantes locales intentan sepultar todas las demandas populares, que
emergieron durante la década pasada.
Si los golpistas logran
derrocar al chavismo, avanzarán inmediatamente sobre Bolivia y Cuba, para
extender el autoritarismo neoliberal a todo el continente. En Venezuela se
disputa el freno o la extensión de esa oleada reaccionaria.
Esta disyuntiva ha sido
correctamente percibida por los partidos, organizaciones e intelectuales que
rechazan el golpe en forma categórica. Esa contundencia se verifica en su
impulso de movilizaciones antiimperialistas. Las vacilaciones que se observaron
durante las guarimbas del 2017 han decrecido significativamente. Los propósitos
de la derecha están a la vista y son evidentes los daños irreparables que
causaría un Bolsonaro en la presidencia de Venezuela.
El dramatismo de esa
perspectiva no atempera ninguna de las objeciones al rumbo que ha seguido el
gobierno chavista. Pero resulta indispensable situar esos cuestionamientos en un
campo común de batalla contra los golpistas.
Esta lucha exige superar
también las posturas de ambigua neutralidad que transmiten ciertos
pronunciamientos. Esas declaraciones toman distancia de los protagonistas del
conflicto situándolos en un mismo plano. Cuestionan con la misma vara a Maduro
y a Guadió sugiriendo una ilegitimidad compartida. Critican simultáneamente el
autoritarismo del régimen y las aventuras de la oposición. Objetan tanto la
amenaza militar de Estados Unidos como la presencia geopolítica de Rusia.
¿Pero esa condena conjunta de
Maduro y Guaidó supone el desconocimiento de ambos? ¿Implica la abstención
frente a las marchas que convoca el gobierno y la oposición? ¿Entraña una
indiscriminada condena de los marines y
del ejército bolivariano?
Los neutralistas elogian la
actitud de los gobiernos de México y Uruguay, que promueven la inmediata
reanudación de las negociaciones entre ambas partes. Esa iniciativa abre un
canal de conversaciones que Maduro ya aceptó y Guaidó rechaza.
Es evidente que la concreción
de esas tratativas dependerá del desenlace de la lucha. La derecha no aceptará
negociar mientras vislumbre alguna posibilidad de capturar el gobierno.
Derrotar esa pretensión es la condición para recomponer las tratativas. Los
resultados de esas conversaciones reflejarían, además, el balance de fuerzas.
Derrotar a la derecha es la categórica prioridad del momento. En esa batalla se
juega el destino de América Latina.