Por
Martín Pastor
Nueve meses le tomó a la Organización del
Tratado del Atlántico Norte (OTAN), liderada por Estados Unidos, para destruir
la sociedad libia. En tan poco tiempo el país más rico del continente
africano, pasó a ser un Estado fallido sumido en una guerra civil que continúa
desde 2011. Ante la nueva ofensiva imperial contra Venezuela, este caso debe
ser visto como una advertencia para el futuro de la región.
Si bien el petróleo parece ser el
casual de la intervención, y no las justificaciones ‘humanitarias’ que
caracterizan al gobierno estadounidense, esta lectura de la situación sigue
siendo superficial. En ambos casos el motivo de intervenir implica más que
simplemente adueñarse de recursos, modus operandi del imperialismo tradicional
estadounidense.
Este modelo se basaba en el
concepto de nation-building (construcción de nación), a través
el cual los norteamericanos se adueñaban de recursos y con una
institucionalización ‘guiada’ satisfacían sus intereses privados y políticos.
Un ejemplo es Chile en la década de los 70.
En 1973, Estados Unidos financió
y dirigió el golpe de Estado contra Salvador Allende para luego tutelar a la
nación hacia el neoliberalismo en base de los intereses de empresas privadas y
estrategias geopolíticas para la región. Este modelo, y muchos otros en la
región y el mundo, estaban amparado en falsos valores como el orden, la
justicia, el progreso y el desarrollo.
Sin embargo, todo cambió luego de
los ataques del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York. Bajo la administración
de George W. Bush, los neoconservadores, una facción poco conocida de la
derecha estadounidense, tomaron control de la política exterior y defensa dando
paso a una nueva fase de dominio imperial.
Luego de gestar su estrategia
global durante décadas, con la invasión a Iraq en 2003 marcaron el final del
modelo tradicional y el inicio del neo imperialismo. El orden, el progreso y el
desarrollo son reemplazados por la seguridad/militarización; la división
interna en base de diferenciadores étnicos, religiosos, y/o históricos; y
especialmente el caos.
Una estrategia que no nació en el
Pentágono sino en las aulas de la Universidad de Chicago con los escritos de
Leo Strauss. Como lo explica la profesora
Shadia Drury, el filósofo judío (1899-1973) reintrodujo la noción del caos como
herramienta de dominación de una “élite escogida” para someter a masas incultas
en base a la jerarquía “natural”; ergo su obsesión por los clásicos como Platón
y Aristóteles y los contemporáneos Nietzsche y Heidegger.
¿Pero
qué tiene que ver un filósofo político del siglo XX con el imperialismo del
siglo XXI?
Primeramente el straussianismo es
la influencia principal de los neoconservadores, que entre sus filas cuentan
con figuras como Dick Cheney, Paul Wolfowitz, Donald Rumsfeld, Francis
Fukuyama, Samuel Huntington, Arthur Cebrowksi y John Bolton, actual Consejero
de Seguridad Nacional de Trump, entre otros.
Fue Rumsfeld, ex Secretario de
Defensa (2001-2006), quien incorporó la doctrina de Cebrowksi,
Vicealmirante de la Marina, sobre una guerra centrada en redes, la cual reestructura la estrategia de dominio total (full spectrum dominance) con la era de la
información para así lograr una hegemonía en el campo de lo social,
lingüístico, cognitivo, informativo y físico.
Para el cometido una de las
herramientas más utilizadas es el uso de la mentira (actualmente fake
news o verdades alternativas) a través de los medios y redes de
comunicación, con el objetivo de manipular el sentir colectivo. Este
instrumento de ingeniería social era algo que Strauss consideraba necesario
para proteger a la elite superior de la persecución de las ‘masas vulgares’.
El uso del lenguaje y las
mentiras se vio con las supuestas armas de destrucción masiva para justificar
la invasión a Iraq, la supuesta conexión terrorista en Afganistán, la
construcción discursiva de Muamar el Gadafi como un dictador sanguinario, el
mediático ‘Eje del Mal’, y ahora una réplica para presentar a Venezuela como un
Estado fallido, incluyéndolo en la ‘Troika de la Tiranía’ con Nicaragua y Cuba.
Otro de los elementos claves de
la teoría de Strauss aplicada en la estrategia militar estadounidense es el
mencionado caos. En el nuevo modelo imperialista, el objetivo no es ‘construir
naciones’, ni siquiera bajo el neoliberalismo, sino hundir a las sociedades
dominadas.
El estratega geopolítico del
Departamento de Defensa y asistente de Cebrowski, Thomas P. M. Barnet, impartió
el modelo al Alto mando militar en el Pentágono en 2003, resumiéndolo en un
nuevo mapamundi. El mapa divide al globo entre países los que denomina “núcleo
funcional” y la “brecha de no integrados”. (Ver mapa)
Las naciones en este segundo
grupo ya no son vistas como independientes y soberanas sino como un bloque
homogéneo sin posibilidad de integración. Así Bush denominó del Gran Medio
Oriente a naciones árabes del norte de África, Península arábica, países
persas, subsaharianas y países del Cáucaso; con el objetivo justificar guerras
sistemáticas y paralelas.
En estos bloques territoriales
las guerras se vuelven interminables y recurrentes. Ya no es necesario una
transición controlada con un dictador amigo o un gobierno sumiso; el desorden y
el desgobierno son el objetivo.
Como explica el analista Thierry
Meyssan, esta idea no considera que el acceso a los recursos es crucial para
Washington sino que los estados del “núcleo funcional” sólo tendrían acceso a
esos recursos recurriendo a los estadounidenses. Para ello es necesario
destruir la estructura estatal e institucionalidad de los países invadidos, de
una forma que cuando lo necesiten estos recursos sean de fácil acceso.
En este sentido el hecho
que Libia e Iraq, en la actualidad,
produzcan menos barriles de petróleo de lo que hacían con los gobiernos
depuestos y muchos pozos pasaron a manos de organizaciones ajenas a los
intereses estadounidenses no es un efecto imprevisto. Como tampoco lo es que
las condiciones de la población están muy por debajo de estándares
internacionales de bienestar y seguridad; con cifras de muertes civiles sobre los
cientos de miles.
Es así que ante la
autoproclamación de Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela el pasado
23 de enero, y casi dos décadas más tarde, parece haber llegado el momento para
una intervención similar en América Latina.
El guion lo reveló, la periodista
argentina, Stella Calloni, con un documento del Comando del Sur (SouthCom)
firmado por Kurt Tidd, ex comandante en jefe hasta noviembre de 2018, bajo el
nombre de ‘Masterstroke’ (Golpe Maestro) que detalla las acciones directas e
indirectas para desestabilizar al país y sumirlo en caos.
Entre los planes sugieren
“incrementar la inestabilidad interna a niveles críticos, intensificando la
descapitalización del país, la fuga de capital extranjero y el deterioro de la
moneda nacional, contribuir a hacer más crítica la situación de la población,
causar víctimas y señalar como responsable al gobierno de Venezuela”.
Con la justificación del
‘humanitarismo’ el texto propone “establecer una operación militar bajo bandera
internacional, patrocinada por la Conferencia de los Ejércitos
Latinoamericanos, bajo la protección de la OEA y la supervisión, en el contexto
legal y mediático, del secretario general Luis Almagro”. Acciones idénticas a
las realizadas en Libia hace ocho años con la OTAN y miembros de la Unión
Europea.
Esto no es coincidencia y tampoco
actos desconectados ya que con Bush, Obama y Trump los neoconservadores
continúan ejerciendo su influencia y poder en la Casa Blanca y las esferas
miliares de los Estados Unidos; algo que debe preocupar a todos los
latinoamericanos.
La situación de Venezuela no se
trata de la defensa de un régimen político sino de la soberanía, democracia y
estabilidad de toda la región y su futuro. Caso contrario seremos testigos de
una Libia en América Latina y el control triunfante del neo imperialismo
norteamericano.