Entre el arte, el negocio y el control social
La televisión sin dudas que es muy
instructiva… porque cada vez que la prenden, me voy al cuarto contiguo a leer
un libro. Groucho Marx
I
El arte fue, históricamente, un
producto destinado a pequeñas minorías, a las elites dueñas del poder y a
iniciados. Con la llegada del capitalismo y su gran producción masificada, en
el siglo XX también pasa a ser una mercadería más para consumir. Surge así el
arte de masas, la producción artística en serie dedicada a la gran muchedumbre
de consumidores. Pero aparece entonces la pregunta: ¿es eso verdaderamente arte
popular? ¿Qué entender por tal?
Definir lo popular es complejo. Puede
tomárselo, desde una posición conservadora, de derecha, en sentido casi
despectivo, contraponiéndolo a elegante, a refinado. En ese caso, lo popular
sería lo opuesto a aquello considerado “de buena calidad”; siguiendo esa
lógica, entonces, estaría vinculado con algo más bien tosco, rústico. De ahí a
“salvaje” o “primitivo”, solo un pequeño paso.
Pero en otro sentido, con un carácter
más bien positivo, de afirmación -posición que encontramos en las izquierdas
políticas, en los pensamientos de vanguardia, en las posiciones contestatarias-
“lo popular” tiene el valor de reivindicación, de grito de protesta. Así, lo
popular se opone a lo elitesco.
Ahora bien: si ahondamos la reflexión,
en verdad ¿qué es el arte popular? ¿El surgido espontáneamente del pueblo? ¿Las
composiciones anónimas como “La Cucaracha” o “Green Leaves”? -¿quién no tarareó
estas melodías alguna vez?-. ¿Los versos que podemos encontrar en cualquier
pared de un baño público? Groseros muchas veces, pero sumamente ingeniosos
otras. ¿Las canciones de Silvio Rodríguez? ¿Un mural de Diego Rivera? ¿Una
comparsa callejera? ¿Es arte popular una película de Chaplin (el actor más
visto en la historia) o una pieza de The Beatles (los músicos más escuchados en
el mundo, más “populares” que Jesús, según dijo John Lennon)? ¿Qué distingue a
una manifestación cultural como “popular”? ¿Se debe considerar popular al
“Quijote de la Mancha”, el libro más vendido en todo el planeta luego de la
Biblia? ¿Eso es literatura popular? ¿Lo es acaso “Harry Potter” o “El código da
Vinci”? (super vendidos best sellers, conocidos en todos los continentes). Y a
propósito: “La Mona Lisa”, de Leonardo da Vinci es, seguramente, la pintura más
conocida del orbe. ¿Es popular? ¿Es eso arte popular? Pero, ¿qué hay más
popular que los cómics? ¿Quién no conoce a Superman, Popeye o al ratón Mickey?
¿Son, entonces, ellos los representantes de la cultura popular?
Vemos que hay una gran complejidad para
definir cuándo una expresión cultural pasa a ser “popular”. ¿Qué la define como
tal: su masividad, su compromiso con las penurias de las grandes mayorías, su
simplicidad? El Himno a la Alegría, es decir la musicalización del poema
homónimo de Friedrich von Schiller que constituye el cuarto movimiento de la
Sinfonía número 9 en re menor de Ludwig van Beethoven es, quizá, una de las
piezas musicales más famosas del mundo, adoptada como himno nacional por la
Unión Europea y nombrada por la UNIESCO como patrimonio cultural de la
humanidad. Es, sin ningún lugar a dudas, absolutamente popular, pero nada tiene
que ver con la simplicidad (es de una complejidad técnica endiablada). No hay
dudas que esto de definir “lo popular” es harto difícil.
Las revistas “Vanidades” o “Selecciones”
son muy conocidas, muy vendidas. ¿Las encuadraríamos como “populares” entonces?
¿Y por qué la pintura mal llamada naïf -¿quién dijo que es “ingenua” o
“primitiva”?- es popular? ¿Porque la hacen pintores del pueblo sin formación
académica? La Gioconda goza de mucha más popularidad en el mundo que cualquier
cuadro de un pintor indígena -“naïf o primitivista“- del lago de Atitlán en
Guatemala, o de Tahití, en la Polinesia. ¿Cuál es más popular?
II
Como vemos, la cuestión no es sencilla. Estas preguntas no son
novedosas, en modo alguno. Sobre lo que simplemente intentaremos enfatizar es
respecto a que la masividad de algo no significa, por fuerza, que sea una
creación genuinamente popular; con lo que queremos afirmar, entonces, que lo
popular no define, por sí mismo, la calidad de lo producido. En todo caso,
dadas las características de la moderna sociedad masificada y de hiper consumo
que trajo el capitalismo, y como producto de estrategias mercadológicas de
comercialización de gigantescas empresas, hoy día, desde el siglo XX en
adelante, asistimos a una producción cultural que llega a grandes masas pero no
tiene nada que ver con los intereses profundos de la población. Y tampoco con
la calidad. Lo cual fuerza, una vez más, a adoptar criterios para definir esta
última. ¿Por qué decir que la Novena Sinfonía de van Beethoven tiene “más”
calidad que La Cucaracha?
Hoy día figura como segundo autor en
lengua española más leído, por detrás de Cervantes, nada más y nada menos que
Corín Tellado, la escritora de novelas rosa (100.000 ejemplares semanales en su
mejor momento de ventas). Por otro lado las fortunas que mueve el cine de
Hollywood colocan a la industria cinematográfica como una de las grandes fuentes
de ingreso de la economía estadounidense (85 % de la producción fílmica mundial
viene de allí). Pero es sabido, de todos modos, que toda esta producción lejos
está de presentar una alta calidad artística, más allá de los impresionantes
efectos especiales que nos sorprenden día a día; y ese cine, sin ningún lugar a
dudas, es popular en cuanto a su masividad. Los símbolos hollywoodenses son ya
íconos de nuestra cultura moderna global. ¿Alguien podría atreverse a decir que
no son populares? Los “buenos” y los “malos”, el “muchachito ganador” y la
“rubia bonita y tonta” ¿no son ya modelos prefigurados que indefectiblemente
muchísimos habitantes del planeta tenemos incorporados sin haberlo pensado?
Valga agregar que muchas de las pautas
culturales (que tienen que ver con el consumo y/o con la ideología dominante)
del mundo contemporáneo, absolutamente globalizado, provienen de esa industria
cinematográfica: se expandió el uso del cigarrillo porque las estrellas de
Hollywood aparecían fumando en sus películas; nos han hecho creer que los
musulmanes son “terroristas” porque así lo presenta el cine; y últimamente se
premia ya no el “muchachito bueno” sino el transgresor como el ganador (síntoma
de un capitalismo imperialista decadente que entroniza la impunidad como
mensaje). Todos esos mensajes, completamente ideológicos, son populares, en
cuanto llegan y permean a las más amplias masas. ¿Por qué se expandió el
cigarrillo en las primeras décadas del siglo XX, y por qué ahora se empieza a
abandonar? Porque los íconos hollywoodenses lo estipulan (ahora el cigarrillo
está de salida porque el gobierno federal estadounidense prefiere bajarle el
dedo, dada la enorme cantidad de juicios perdidos por las aseguradoras que
debían pagar enormes sumas a los afectados por las consecuencias de ese dañino
producto).
Tomemos, por otro lado, las
telenovelas, producción muy común en el mercado latinoamericano y vistas en
buena parte del mundo, desde Europa del Este a China, desde el África al mundo
árabe. Su impacto económico es igualmente enorme, y para algunos países como
Venezuela, México, Colombia, Brasil, Argentina, su volumen comercial es asunto
de Estado. De hecho, en muchos canales las telenovelas actúan como una columna
vertebral de la programación de la estación, ya que si son exitosas ayudan a
mejorar los niveles de audiencia del resto de la oferta televisiva de la señal.
Es por eso que las estaciones televisivas destinan grandes presupuestos en la
producción de este tipo de programas. Además las telenovelas son un producto de
exportación en que los derechos de transmisión son vendidos a otros países del
mundo, generando aún más ganancias.
¿Quién no ha visto alguna vez “Alcanzar
una estrella”, “Cristal” o “Betty, la fea”? “Kassandra” tiene el récord Mundial
de Guinness por ser la telenovela vista en más países (128 en total). Durante
la guerra de Bosnia existía un alto al fuego durante la transmisión de la
telenovela brasileña “La Esclava Isaura”, y de acuerdo a datos suministrados
por la UNESCO, en 1999 en Costa de Marfil muchas mezquitas adelantaron sus
horarios de oraciones para permitir a los televidentes disfrutar de la mexicana
“Marimar“. ¿Son esas expresiones de arte popular?
Folletines, novelas por entregas,
fotonovelas, radioteatros, telenovelas, cine de entretenimiento, oferta musical
masiva, best sellers, cómics: en todas estas expresiones culturales que nos
deja la industria capitalista hay un común denominador. Son todos productos
concebidos desde un planteamiento empresarial, son mercaderías preparadas, ante
todo, para ser vendidas. A partir de ello, la mercadería -con las diferencias
del caso en cada ámbito- tiene siempre un sello distintivo: son “novelas
rosas”. Es decir: mercaderías fabricadas para que el consumidor entre en un
mundo imaginario, sin cuestionamientos, sin preguntas. El goce estético
profundo es reemplazado por la satisfacción inmediatista, simplona. Como dijera
el escritor español Javier Memba: “Calidad y comercialidad raramente conjugan,
esa es la opinión generalizada de la crítica en todas las manifestaciones
culturales”.
Preguntado sobre la “novela rosa”, el
escritor cubano Reynaldo González así se expresó: “Surgió como parte de los
reclamos publicitarios de los periódicos de las grandes capitales, para
aumentar el número de lectores. Acuñó un descubrimiento: el del público lector
femenino, para el que establecieron fórmulas, mensajes y un alambicamiento que
dejaba a sus lectoras como presas dúctiles de la moral heredada. A las mujeres
destinaron esa “producción” -nunca mejor colocada la palabra, pues como a tal
se la veía-, con cuanto de peligroso conductivismo tiene esa concepción de un
trabajo que originalmente debería considerarse artístico. Degeneró en
industria, en procedimiento serializado. (…) La llamada «novela rosa» es parte
de la subcultura. Evidentemente, lo es porque no genera nuevas ideas, sino que
reitera y consagra cuanto constituye el statu quo, asevera lo ya sabido y se
apoya en recursos ya descubiertos por la literatura verdadera, la que implica
riesgos ideoestéticos”. [Debe remarcarse] “su subliminal magnificación del
consumismo y su afirmación de conceptos de vida que subrayan el quietismo
frente a las convulsiones sociales”.
III
En un sentido amplio, toda la
producción cultural masificada tiene estas características de “novela rosa”.
“El best seller es fundamentalmente un producto más de la moda, un producto
equivalente a una superproducción cinematográfica, a un ritmo musical, a un
perfume, y hasta a un modelo de coche“, se expresaba el español Luis Goytisolo
hablando de la literatura comercial, pero reflexionando sobre la totalidad de
esta nueva mercadería que la gran empresa nos vende día a día. Dicho en otros
términos: la producción artística, o al menos buena parte de ella, a partir de
la masificación consumista que trajo el capitalismo desde fines del siglo XIX y
ya en forma imparable en el XX, se trocó en “industria del entretenimiento”.
Por cierto, industria muy redituable: en el año 2016, para no olvidar el dato, la facturación de toda esta
parafernalia de la “industria cultural” (periódicos, libros, radio, cine,
televisión, discos, videoclips, videojuegos, internet) ronda los dos billones
de dólares.
Esto implica una serie de problemas,
abre interrogantes. ¿Acaso no tienen derecho las grandes masas populares a
acceder a una producción que por milenios le estuvo vedada? En esa lógica,
entonces, podría decirse que la gran industria en serie del capitalismo trajo
mejoras a la humanidad, en todo sentido, incluido también el campo de la
cultura. Desde la imprenta de Gutenberg o el daguerrotipo en adelante, las
grandes masas populares pudieron empezar a tener contacto con el mundo selecto
de las artes, de las letras, de la producción cultural en su sentido amplio.
Hoy día, desde un teléfono celular en cualquier parte del planeta, cualquiera
puede, por ejemplo, recorrer las galerías del Museo del Louvre, o tener acceso
a toda la obra literaria de cualquier autor clásico. Desde la primera impresión
de Gutenberg al internet de alta velocidad y los teléfonos inteligentes, solo
un paso. El paso se dio, y se sigue dando con una velocidad asombrosa, por lo
que hoy millones de millones de seres humanos en todo el mundo se supone que
pueden gozar del arte, tener acceso a la cultura, leer, investigar, gozar las
más grandes producciones culturales de la humanidad. Pero… ¿gozan del arte?
¿Qué recibe la gran población con toda esta oferta de “entretenimiento” llevado
hasta su casa? Tal vez arte; pero quizá, más seguramente: diversión,
pasatiempo. Dato interesante: los libros más vendidos en el planeta son los de
autoayuda (“¡Si usted quiere, puede!”), los únicos para los que las casas
editoriales invierten, no pidiendo a sus autores que se autofinancien la
impresión.
Por supuesto que todos tenemos derecho
a divertirnos. Por otro lado, la diversión es parte imprescindible de la
dinámica humana. Es vital para nuestro equilibrio emocional, y una buena parte
de nuestra vida la dedicamos a actividades que nos reportan goce. Lo importante
a remarcar, no obstante, es la manipulación grosera que se esconde en esta
“industria del entretenimiento”. Es negocio, básicamente; y no para el pueblo
consumidor precisamente. Por otro lado, es una producción concebida como
mercadería banal, fácil de digerir, que lo único que hace es reforzar el
estereotipo de “el que piensa, pierde. Tenga su tarjeta de crédito y…. diviértase”.
Esa, seguramente, es la arista más grandemente cuestionable: no hay nada de
arte, y lo más abundante, lo más constatable es el manejo del público a quien
se dirige.
No es ninguna novedad que el gran
comercio mediático, esto que se dio en llamar “industria del entretenimiento”,
manejado siempre por grandes corporaciones globales de las potencias
capitalistas, termina siendo, junto a fabuloso negocio, la más poderosa arma de
control social que generó el sistema. Eso ya se entrevía décadas atrás, cuando
comenzaba la monopolización de la comunicación masiva. En el Informe “Un solo
mundo, voces múltiples. Comunicación e información en nuestro tiempo”, más
conocido como Informe MacBride, presentado en la Conferencia General de la
UNESCO en Belgrado, 1980, se alertaba ya que “la industria de la comunicación
está dominada por un número relativamente pequeño de empresas que engloban
todos los aspectos de la producción y la distribución, las cuales están
situadas en los principales países desarrollados y cuyas actividades son
transnacionales”. Se decía asimismo que “con harta frecuencia se trata a los
lectores, oyentes y los espectadores como si fueran receptores pasivos de
información. Los responsables de los medios de comunicación social deberían
incitar a su público a desempeñar un papel más activo en la comunicación, al
concederle un lugar más importante en sus periódicos o en sus programas de
radiodifusión con objeto de que los miembros de la sociedad y los grupos
sociales organizados puedan expresar su opinión”. Es decir que hace casi 40
años atrás se denunciaba una tendencia ya evidente en aquel entonces, y que con
el curso del tiempo fue agigantándose: la monopolización comunicativa
unilateral, con los peligros que eso conllevaba.
Hoy en día es groseramente evidente esa
tendencia: la clase dominante global (estamos en una fase de globalización
total de los capitales) logra el control del mundo, además de con armas cada
vez más poderosas, con estas “armas” ideológico-culturales. De hecho, para
ejemplificarlo con algo icónico, la vanguardia de la producción cinematográfica
capitalista: Hollywood (con una película puesta en el mercado cada 36 horas
transmitiendo las bondades del american way of life), es una muy sopesada
avanzada del gobierno federal de Estados Unidos.
En definitiva: esta difundida cultura
popular, de popular no tiene más que la masividad. Y eso, lo sabemos, no es
sino una forma descarada de utilización de la gente. Pues, como dijo Adolf
Hitler: “¿A quién debe dirigirse la propaganda? ¿A los intelectuales o a la
masa menos instruida? ¡Debe dirigirse siempre y únicamente a la masa! (…) La
tarea de la propaganda no consiste en instruir científicamente al individuo
aislado, sino en atraer la atención de las masas sobre hechos y necesidades. (…)
Toda propaganda debe ser popular, y situar su nivel en el límite de las
facultades de asimilación del más corto de alcances de entre aquellos a quienes
se dirige”.
Ya sea desde una posición de derecha
que homologa “popular” con grosero, propio de “la chusma”, o desde una de
izquierda que lo asimila a una reivindicación y empatía para con los oprimidos,
ambas lecturas del fenómeno cultural en tanto “hecho popular” pueden ser
cuestionables. Si existe alguna posibilidad de arte o cultura popular -noción
discutible por cierto; el arte es arte, a secas-, su condición de popularidad
radica en el acceso masivo que toda la población puede tener para con él.
¿De dónde salió el prejuicio que lo
popular debe ser de baja calidad? Eso es, justamente, lo que permite desarrollar
una industria del entretenimiento basada en el desprecio por el buen gusto,
“fácil” de digerir, pensada más bien como anestesia. “La gente quiere basura,
por tanto, le damos basura” se escucha decir con ligereza a más de un productor
televisivo o cinematográfico. ¿Quién puede asegurar que eso quiera la gente?
Cuando las poblaciones tienen otras oportunidades van más allá de la cosa
ramplona. Véase, como ejemplo, Cuba, o la ex Unión Soviética. En promedio, en
esas dos sociedades está la mayor cantidad de lectores de literatura (no de
best sellers). ¿Quién dijo que la gente “quiere basura”? Eso quiere (¡y
necesita!) el sistema para perpetuarse.
Vladimir Lenin, líder de la revolución
bolchevique, consultado alguna vez sobre por qué usaba camisas de seda siendo
un militante comunista, contestó que él luchaba para que “todos pudieran usar
ese tipo de ropa”. ¿Quién dijo que el arte, o la producción cultural en su
sentido más amplio, debe ser producto de elites? Lo popular está en lo masivo,
pero lo masivo puede -debe- ser algo más que un videojuego que transmite
valores de consumismo y hedonismo individualista, o la telenovela “rosa” donde
la empleada doméstica se termina casando con el acaudalado patrón. ¿Por qué
tenemos que estar condenados a Hollywood? “El mal gusto está de moda”, dijo el
cubano Pablo Milanés. Pero… ¿quién impone las modas? Podemos -¡debemos!- ir más
allá de las banalidades.