Claudia Cinatti
Tomado de: La izquierda diario
Antes de analizar en concreto los ataques y sus posibles consecuencias
es necesario explicitar que se trata de un acto de agresión militar de tres
potencias imperialistas que pretenden legitimar su militarismo con el
desgastado argumento humanitario.
El viernes por la noche, una mini coalición de ocasión compuesta
por Estado Unidos, Gran Bretaña y Francia llevó adelante el anunciado bombardeo
sobre territorio sirio en represalia por el supuesto ataque con armas químicas
del régimen de Assad sobre la ciudad de Duma, el pasado 7 de abril.
Antes de analizar
en concreto los ataques y sus posibles consecuencias es necesario explicitar
que se trata de un acto de agresión militar de tres potencias imperialistas que
pretenden legitimar su militarismo con el desgastado argumento humanitario. Es
tan importante reconocer la gravedad del hecho, sin atenuantes, como tratar de
darle los valores concretos.
Primero sobre las
motivaciones.
Si siempre se
desaconseja creer en todo lo que se ve, en tiempo de las “fake news” cualquier
ingenuidad se paga como error. Las imágenes de la catástrofe que sufre el
pueblo sirio son indignantes, sin dudas. Pero es imposible saber a ciencia
cierta la existencia fehaciente de cada ataque con armas químicas, sobre todo
de los que se vuelven emblemas para intentar cambiar el escenario de la guerra
o de la paz. Menos aún su autoría. Es tan verosímil que el régimen de Assad lo
haya hecho, como así también algunos de sus múltiples rivales por intereses
propios. En el caso de Assad, no solo porque ya lo ha hecho antes sino también
porque tiene cada vez más confianza en que va a sobrevivir, apoyado por Rusia e
Irán. Y sobre esta presunción consolida el control del régimen en la zona
occidental del país, eliminando los últimos bolsones de resistencia de
fracciones islamistas opositoras, para expandirse hacia el este. En esta
estrategia tendría sentido el posible ataque con armas químicas en Duma. En el
caso de los opositores, porque les daría una justificación humanitaria para
convocar la intervención extranjera directa, lo que efectivamente sucedió,
aunque a una escala que, como veremos, no ha servido para darle un golpe
decisivo a la coalición pro Assad.
El intento de disfrazar este ataque guerrerista está flojo de papeles.
Hay una contradicción en los términos entre el argumento moral y Trump, May y
Macron. No hubo ninguna resolución de las Naciones Unidas (no podría haberla
por el veto de Rusia) que cubriera con alguna legitimidad el bombardeo. Tampoco
esperaron al informe del organismo al que se le encargó verificar el ataque
químico. El parlamento británico, en el que la primera ministra Theresa May
está en minoría, ya la está pasando factura por no haber sometido a votación
este acto de guerra, que según una encuesta realizada por el diario The
Independent, contaría solo con un 25% de aprobación en la población.
Segundo, sobre el ataque.
En el terreno
táctico, se trató de un ataque de alcance limitado, “quirúrgico” como se lo
llama. El jefe del Pentágono, Jim Mattis, que por estos días es la voz de la
“moderación” fue el encargado de dar la idea de que se trató de un bombardeo
proporcionado y que en principio no iba a repetirse. Lo que habla mucho de los
objetivos políticos de Trump, May y Macron: se trata de dar un mensaje por
medio de una acción punitiva circunscripta, que no tiene entre sus fines ni
forzar el “cambio de régimen”, es decir, provocar la caída de Assad y jugar así
un rol decisivo y directo en la guerra civil. Tampoco crear las condiciones
para un enfrentamiento militar directo entre “occidente” y Rusia (y en menor
medida Irán). Los objetivos parecen ser más modestos. Para May fue una
oportunidad de mantener la posición conquistada en su enfrentamiento con Rusia
por el asunto del envenenamiento del exespía, que le hizo olvidar por un
momento cómo ha empequeñecido su rol internacional por el Brexit. Y Macron, que
enfrenta por estos días una ola de protestas sin precedentes, quizás buscó un
poco de unidad nacional en torno a reclamar el estatus de gran potencia para
Francia. De ninguna manera está en riesgo sus negocios con Rusia, a donde va a
viajar el próximo mes.
Como trascendió por el Pentágono y diversas otras fuentes, se utilizaron
los canales “normales” que se vienen empleando para avisarle a Rusia con
anticipación del ataque, y así evitar cualquier accidente que involucre tropas
o armamento ruso. Y en este minué cada uno parece haber jugado su parte y busca
sacar ventaja. El trío imperialista volvió al ruedo. Putin respiró porque casi
no le cobraron la factura del ataque químico, y Assad orquestó un festejo
desafiante en Damasco para celebrar que sigue en el poder.
Por último, pero no menos
importante, sobre la (geo)política.
Trump estaba por
retirarse de Siria donde Estados Unidos tiene unos 2000 efectivos y actúa en
alianza con las milicias kurdas sobre todo con el objetivo de combatir al
Estado Islámico, hoy casi desflecado. Según la posición del presidente, ya no
valía seguir gastando dinero y sangre norteamericana (el famoso y nunca bien
traducido “blood and treasure”) para arreglar un desastre que el presidente
considera ajeno al interés nacional. Lo que equivalía a regalarles nada menos
que a Rusia de Irán la resolución del principal conflicto geopolítico del Medio
Oriente. Una abdicación del liderazgo de Estados Unidos, que más allá de
justificarse con el lema bravucón de “America First” era imposible que pasara
desapercibida como signo de debilidad para los aliados y enemigos de la
principal potencia imperialista.
Está claro que el cambio de opinión del presidente no fue motorizado por
las imágenes atroces de niños con espuma en su boca, sino porque este resultado
era y es inaceptable para Estados Unidos. Por eso, la noticia de las armas
químicas, reales o no, le dio la oportunidad a Trump para recomponer la imagen
norteamericana y volver al ruedo. Y en esto fue acompañado por republicanos y
demócratas, aunque estos salvaran su alma opositora denunciando que una vez
más, un acto de guerra pasa sin discusión en el Congreso.
Sin embargo, la gran pregunta es si verdaderamente ha servido para
cambiar la posición norteamericana en la posguerra siria. Hasta ahora la
respuesta parece ser negativa.
Trump cantó victoria rápido como es habitual mediante un tuit. Fue un
“éxito total”, dijo, y la remató con un “Misión cumplida”. El último presidente
antes de Trump que había declarado “misión cumplida” fue George W. Bush en
2003, a bordo del portaviones Lincoln. Como pronto se supo, esta declaración de
victoria en la guerra de Irak fue más que prematura, imposible: 15 años después
Estados Unidos no puede aún dar por concluido el capítulo iraquí de la “guerra
contra el terrorismo”. El triunfo, dirían por estos pagos, te lo debo.
La estrategia de Bush fracasó, pero al menos tenía una que era el uso
unilateral del enorme poderío norteamericano para revertir la tendencia
declinante del liderazgo mundial de Estados Unidos. En el caso de Trump, hay un
interrogante previo porque a ciencia cierta nadie sabe cuál sería la misión
cumplida. O dicho en otros términos, en qué estrategia se enmarca este ataque
contra Siria que salvo por haber sido acompañado por Francia y Gran Bretaña, y
por duplicar la cantidad de misiles, es casi un calco del primer bombardeo que
ordenó contra Siria en abril de 2017 para honrar las “líneas rojas” que Obama
había abandonado.
En el plano interno, el ataque del pasado viernes ocurrió en un momento
particularmente convulsivo para la Casa Blanca que está en plena transición
hacia un gabinete donde priman los halcones como Pompeo y Bolton. Trump viene
de semanas agitadas en el plano judicial, acosado por el Rusiagate y la
supuesta relación con una famosa actriz porno que luego de recibir una suma
importante de dinero por parte del abogado del presidente se arrepintió de haber
vendido su silencio y ahora es una de las espadas del FBI.
En vísperas de decidir el ataque en los suburbios de Damasco, el
presidente dividió su tiempo entre acompañar por Twitter los “bonitos misiles”
con una retórica inflamada contra Rusia e Irán, y anticiparse a la publicación
de un nuevo libro que lo denigra, esta vez se trata de las memorias de James B.
Comey, el segundo en la jerarquía del FBI despedido por Trump. El hombre es muy
memorioso al recordar con lujo de detalles diversos escándalos sexuales
atribuidos en suelo ruso al magnate, el lado divertido de su supuesta relación
con el régimen de Putin para hacerse de la presidencia norteamericana.
En el plano externo Trump tiene varios desafíos por delante con
resultado incierto, lo que sumado a los conatos de guerras comerciales, sobre
todo con China, le da la situación un carácter volátil. El más importante de
estos desafíos es la eventual cumbre con el líder norcoreano Kim Jong Un, a la
que a Trump no le conviene llegar con el antecedente de haberse retirado casi
sin combate de uno de los principales escenarios de la geopolítica mundial. Y
próximamente deberá decidir si se retira del acuerdo nuclear con Irán lo que
daría aire a la alianza anti iraní que reúne a Estados Unidos con Israel, Arabia
Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Qatar.
En Siria, la conquista de Ghouta oriental parece estar indicando que la
situación se inclina hacia una victoria de Assad, y detrás de él de Rusia, Irán
y también Turquía, que tardíamente se ha unido a la coalición que le podría
garantizar aplastar las aspiraciones independentistas de los kurdos. Recordemos
que Turquía, un aliado de la OTAN, viene de lanzar su propia guerra en Afrin,
contra las milicias kurdas, que son los principales aliados de Estados Unidos en
Siria.
La posibilidad de que sean Rusia e Irán los que dirijan la posguerra
siria fortalece objetivamente la proyección regional del régimen de los
ayatolas y de sus aliados y satélites (como las milicias de Hezbollah). A la
vez le permite a Putin aparecer como el artífice de la derrota del Estado
Islámico y alimentar el sueño de restaurar el estatus de gran potencia de
Rusia. Es esta “pax ruso iraní” lo que intenta obstruir Estados Unidos y sus
aliados occidentales y regionales. Estas contradicciones son las que
reactualizan los riesgos de profundizar un conflicto regional que hace tiempo
se ha vuelto internacional.
Lo cierto es que la guerra civil en Siria, que ha entrado en su octavo
año, tiene a todos luces un carácter completamente reaccionario. Lo que comenzó
como un levantamiento democrático popular contra el régimen dictatorial de
Assad degeneró en una guerra multifacética donde las potencias mundiales y
regionales pugnan por sus intereses. Y es la población civil la que está
pagando el precio con 500.000 muertos, 12 millones de refugiados y desplazados
y una destrucción sin precedentes que será el negocio futuro de los vencedores.