La comida
es ese motor de arranque para la dopamina, ese acto necesario para seguir con
vida que determina nuestro nivel de salud. La comida es un hecho cultural,
histórico, social y también, jurídico. Cada era tiene sus productos
característicos y hay enormes fuerzas que determinan quién y dónde consume un
determinado plato.
¿Cómo se
configuró el plato que hoy comemos? ¿Qué fuerzas políticas y eventos históricos
están detrás de la pasión mundial por las papas fritas o la pizza? ¿Por qué
nosotros no comemos lo que se produce en el país y consumimos lo que
importamos?
Para
responder esto hace falta mucho tiempo. Sin duda hay eventos históricos que nos
devuelven a estas preguntas como el estado actual de los anaqueles y las rutas
de distribución boicoteadas en el país así como finalmente los debates que han
existido en las últimas semanas sobre la harina de maíz de las cajas del CLAP y
su presunta naturaleza transgénica.
Al
analizarlo, veremos algunas cosas, como que los transgénicos son el detestable
signo característico de la alimentación de la era del neoliberalismo global,
así como del siglo XX y su capitalismo los enlatados fueron símbolo. Entre
ellos, algunos que sobreviven en buenas condiciones el paso del tiempo como la
lata de refresco, la emblemática lata de coca cola o la botella de kétchup.
El
kétchup, por ejemplo, presente en todas las mesas de Estados Unidos, América
Latina, Europa o África, es un símbolo de la buena época para inmigrar a
Norteamérica y hoy, es señalado como uno de los responsables de la pandemia de
obesidad porque no es otra cosa que azúcar.
Algunas
de las fábricas que lo producen son ejemplos de la nueva era de la
industrialización. Con un puñado de empleados, un buen software y un calendario
de compras de tomates que, en función de las estaciones, rota por el mundo,
pueden producir en permanencia y casi sin humanos. Nosotros lo consumimos también
y lo compramos en el supermercado o lo obtenemos de la caja del CLAP donde no
ha sido cuestionado.
Lo
importante es caer en cuenta que los productos que nosotros hemos adoptado como
nuestros alimentos cotidianos fueron diseñados en función de los intereses del
mercado y en esta materia, siguiendo a Galeano, nuestros países han sido
expertos en perder.
La
transformación del mundo de la posguerra llevó a desestimular la producción
local, con fórmulas que señalaban las ventajas de comer como los americanos y
mostraban los productos locales como propios del subdesarrollo a la vez que se
avanzó en un diseño urbano que eliminó los patios y alejó las fincas de los
centros poblados.
Pensando
en ello, volvamos al drama sobre el asunto de los CLAP. Al respecto tenemos que
darnos cuenta que los alimentos no recomendables desde el punto de vista de su
seguridad para nuestro consumo abundan en nuestro entorno o ¿es qué nunca nos
cuestionamos de dónde o cómo eran las papas fritas que vendían las cadenas o el
porcentaje mayoritario de maíz extranjero que utiliza la Polar para fabricar
sus productos?
Luego
está el asunto mayor en el presente y es el tema de los alimentos disponibles
en el contexto que estamos viviendo. Lo primero es que ningún análisis que hagamos
puede considerar que estamos en circunstancias normales. Estamos en una alerta
de una posible intervención extranjera; en el marco de una Emergencia Económica
declarada y prolongada; así como soportando técnicas hibridas (contrabandear,
acaparar o destruir la producción) destinadas a desabastecer el mercado.
Con ello
en cuenta, observamos que en Venezuela ha habido otros productos que han sido
denunciados como transgénicos y estos no se limitan al CLAP. Por ejemplo,
la harina
precocida PAN. Es importante también que nosotros tomemos en
cuenta que la prohibición de estos alimentos en Venezuela es producto de una
iniciativa revolucionaria que no existe en la mayor parte de los países del
mundo, por eso, en otros espacios son objetos de licito comercio.
Así por
ejemplo, para permitir que estos productos se comercialicen la Organización
Mundial de la Salud ha dicho que “no se han demostrado riesgos para la
salud humana en aquellos países en que están comercializados” y que
este es un debate que está enmarcado en la necesidad de producir frente al
deber de cuidar las reglas y equilibrios naturales de nuestro planeta.
Existe,
en toda evidencia un temor que estas prácticas –las modificaciones genéticas-
estén relacionadas con el incremento que ha habido en la incidencia del cáncer
en la población mundial y por todas estas consideraciones es que en Venezuela
su empleo ha sido legalmente restringido, pero eso no puede llevarnos a
concluir que un producto comercializado, consumido y estimado conforme por las
autoridades extranjeras no sea apto para importar en una situación de
emergencia.
Primero
porque es precisamente la emergencia lo que genera un nuevo criterio de
interpretación de la realidad porque la sobrevivencia se encuentra amenazada.
Segundo porque ante una situación de bloqueo donde tan sólo nos proponen como
alternativa aceptar “asistencia humanitaria” hemos de considerar que los países
que la ofertan tienen también regímenes legales donde la producción y
comercialización de los alimentos trans es permitida.
Finalmente,
es importante entender a quiénes apoyamos con nuestras posturas porque ante la
debilidad de los argumentos que el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la
ONU utilizó para criminalizar los mecanismos relacionados con los Comités
Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), uno de los temas que quedó
enunciado fue el de la insuficiencia nutricional de este programa.
Allí,
consideró el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU que “la harina de maíz importada de México,
que está destinada a preparar tortillas y no arepas, no [era] culturalmente
apropiados.” Por ende, su cuestionamiento no estaba en
relación a la seguridad o calidad sino a que si ese producto era el adecuado
para hacer arepas.
En miles
de mesas venezolanas ya se vienen anotando las técnicas para hacer arepas con
estas masas. Cuestión de temperatura, de saturación, de hibridación. Cada quien
agrega su secreto y hace una arepa. A lo cual hemos de analizar si antes
tuvimos derecho a preservar nuestra arepa que no es tampoco este producto
blancuzco con líneas negras y sabor uniforme que se creó cuando se impuso el
uso del maíz extremadamente procesado.
La arepa,
como pan de este pueblo, es otra cosa. Multicolor y de tamaños distintos. Con
sabores de maíz tierno o al amargo del pilado, aplanada por una industria que
no compra maíz nacional ni se da abasto, hambrienta de divisas y lejana a la
gente. Esa es la verdadera lucha, el verdadero eslabón a salvar. La arepa como
ella es, nacional y diversa, libre de transgénicos, pero también de todos los
otros químicos que hoy algunos han dejado fuera del foco.