Por Miquel Caum Julio
La reciente llamada a
la acción a los principales países de la OTAN ante la que se conoce como
“crisis humanitaria” en Venezuela ha hecho revivir en cierta izquierda algunos
recuerdos no muy agradables respecto a las acciones de los estados miembros de
la OTAN ante lo que en su momento también se calificaron de crisis humanitarias.
Me refiero, entre otros, al caso de la intervención en Libia el 2011. En aquel
entonces, se acudió a la norma de la Responsabilidad de Proteger (R2P según sus
siglas en inglés) para autorizar una intervención humanitaria en ese país, una
norma cuyo uso también parece insinuarse para el caso venezolano.
Los argumentos usados
en el caso libio no distan demasiado del relato que la oposición venezolana
esgrime contra el gobierno de Nicolás Maduro, usando calificativos como “genocida” y señalando su gobierno como el
primer y único responsable de las vulneraciones de derechos humanos que puedan
estarse produciendo en Venezuela.
Así pues, llegados a
este punto quizá resulte necesario refrescar la memoria respecto a la
trayectoria de esta norma y su aplicación para tratar de hacernos una idea de
qué le puede esperar a Venezuela en caso de serle aplicada con la dureza que
algunos plantean. Sin embargo, antes que nada, cabe señalar brevemente cómo la
R2P es de facto, un instrumento al servicio de la voluntad de los
estados más poderosos.
Las lagunas de la
responsabilidad de proteger
La Responsabilidad de
Proteger es una norma de soft law[1] del derecho internacional
estructurada en tres pilares fundamentales: El primero hace referencia a la
responsabilidad de proteger de los Estados, esto es, a la
responsabilidad de los Estados de proteger a sus poblaciones de la
vulneración de derechos humanos. El segundo pilar, trata la
responsabilidad de la comunidad internacional a ayudar a los Estados a
hacer cumplir con el primer pilar. Por último, el tercer pilar expone la
responsabilidad de la comunidad internacional de relevar a los Estados que no
puedan o no tengan la voluntad de proteger a su población de
vulneraciones de derechos humanos.
Sin embargo, pese a
que la norma de la R2P pretenda reformular aspectos fundamentales del derecho
internacional, dicha norma está compuesta por una amalgama caótica de
textos y declaraciones de intenciones[2];
todas ellas sin representar ninguna obligación legal para los Estados. Resulta
llamativo, pues, que una norma de tal calibre no emerja de ninguna de las
fuentes tradicionales del derecho internacional, que sí suponen una obligación
legal para los Estados.
Finalmente, a todas
las lagunas señaladas hay que sumarle el privilegio que otorga el
derecho a veto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad,
dado que la aplicación del tercer pilar de la norma requiere de la aprobación
de dicho organismo. Todo ello convierte a la R2P en un instrumento fácilmente
manejable en función de los intereses de los países más poderosos, que
disfrutarán de una posición ventajosa para la interpretación de la norma en
favor de sus intereses.
“Gaddafi must go” o
la (ir)responsabilidad del intervencionismo liberal
Todas estas carencias
y puntos ciegos de la R2P fueron explotados de forma evidente en el caso de
Libia, el único en que se autorizó una intervención militar bajo la R2P contra
la voluntad del país objeto de la intervención.
En marzo de 2011,
tras la imposición de un embargo de armas en Libia[3],
el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó –gracias a las abstenciones
de Rusia y China– la Resolución 1973 (2011).
En dicha resolución
se exigía –en su preámbulo– el establecimiento inmediato de un cese
del fuego y, más adelante, se autorizaba a los estados miembros a usar
“todas las medidas necesarias” –un eufemismo para diversas medidas coercitivas,
incluyendo el uso de la fuerza– para proteger a la población civil. Así pues,
pese a que la resolución menciona la responsabilidad del Estado libio de
proteger a la población civil, no autoriza a derrocar al gobierno de Gadafi ni
a provocar un cambio de régimen en Libia. Simplemente, se autorizaba una
intervención limitada –sin una fuerza de ocupación– con el mandato de proteger
a la población civil y con el fin último de que se estableciera un alto al
fuego que facilitase dicha protección.
Sin embargo, el
relato aceptado entre las potencias impulsoras de la intervención, e incluso
por Naciones Unidas, señalaba a Gadafi como el único culpable de las vulneraciones de derechos humanos de
la población civil. Por ello, los jefes de gobierno de Francia, Reino Unido y
Estados Unidos no tuvieron muchas dificultades para tergiversar el mandato
original del Consejo de Seguridad, argumentando en un artículo conjunto que sin el
derrocamiento de Gadafi y su completa derrota, no sería posible garantizar la
seguridad y los derechos de la población civil libia.
La imposición de
dicha tesis en el público occidental favoreció la emergencia de una espiral de
despropósitos motivados por el ímpetu de echar al molesto mandatario libio a
cualquier precio. A modo de ejemplo, se puede resaltar el hecho que Francia proporcionó armas al bando rebelde estando en vigor el
embargo de armas en territorio libio. Por otro lado, el archivo de correos electrónicos de la
exsecretaria de Estado Hillary Clinton facilitado por WikiLeaks muestra
cómo la inteligencia estadounidense tenía conocimiento del
entrenamiento y armamento de los grupos rebeldes en territorio Egipcio por
fuerzas especiales del Reino Unido y Francia.
También resulta
destacable el hecho de que, siendo el logro de un cese del fuego la primera
petición de la resolución que autorizó la intervención, tanto los Estados
Unidos como Reino Unido y los demás países al frente de la intervención provocaron el rechazo de los rebeldes a una oferta de tregua a la que Gadafi
ya había dado el visto bueno. La razón para este rechazo no era otra que el
hecho de que el acuerdo no contemplaba la expulsión de Gadafi del poder.
“Gaddafi must go, and go for good”, decían. Pues bien, Gadafi se
fue. Sin embargo, en cuanto las grandes potencias que intervinieron comprobaron
las caóticas consecuencias de armar a las milicias –entre las cuales se
encontraban grupos terroristas vinculados a Al-Qaeda–, ya no se sintieron tan
responsables de la población libia, a la que abandonaron a su suerte.
Actualmente, Libia vive en el caos más absoluto: simplemente, ya no hay un
Estado al que responsabilizar con la protección de la población civil. El país
vive sumido en una guerra civil entre dos gobiernos autoproclamados legítimos,
con un exgeneral actuando como señor de la guerra en su particular cruzada
contra el islamismo y una amalgama de milicias –islamistas, yihadistas o
laicas– leales a sí mismas, aunque formalmente se proclamen leales a uno de los
gobiernos.
Por otro lado,
la compraventa de personas como esclavas es
una práctica contrastada y habitual, así como la tortura en los centros de detención financiados
por la Unión Europea.
Así pues, en Libia,
las potencias occidentales aprovecharon las lagunas prácticas de la R2P y del
idealismo más fanático –y peligroso– del humanismo liberal para tergiversar su
cometido en favor de sus intereses, dejando el país peor de cómo lo
encontraron.
La R2P como el
garrote del imperialismo
Como en Libia, Irak o
Afganistán, el caso venezolano amenaza con volvernos a mostrar la estrecha
conexión existente entre el neoconservadurismo más cínico y el intervencionismo
liberal “humanitario”, siendo el último la muleta ideológica del primero.
John Bolton, actual
asesor de seguridad nacional de la administración Trump y uno de los viejos
halcones de guerra del gobierno, resumió bastante bien cuál era el enfoque de
los Estados Unidos ante la crisis venezolana cuando dijo: “Nos estamos fijando en los recursos
petrolíferos. Ese es el flujo de ingresos más importante del gobierno de
Venezuela (…). Habrá un antes y un después económico para Estados Unidos si
podemos tener a compañías petrolíferas estadounidenses invirtiendo y
promocionando el potencial petrolífero de Venezuela”.
En definitiva, Bolton
se limita a expresar lo que Libia ya confirmó: que detrás de las llamadas intervenciones
“humanitarias” para forzar un cambio de régimen suelen haber intereses que van
más allá del altruismo que exige el universalismo humanitario.
De este hecho ya
alertó un autor cosmopolita a la vez que profundamente realista[4] como
Kant cuando identificó a las potencias que: “mientras beben de la injusticia
como si fuera agua, pretenden considerarse elegidas dentro de la ortodoxia”.[5]
De este embrollo sólo
hay dos posibles salidas: crear un estado mundial con más autoridad que los
gobiernos nacionales –hecho que parece bastante improbable– o poner el poder
estatal al servicio de los principios humanistas. Mi impresión es que la
segunda opción resulta más viable en nuestro tiempo.
Sin embargo, sea cual
sea la opción que escojamos, cabría no olvidar que la acción política debe
basarse en la coordinación entre moral y poder.[6] Por
ello, en un contexto político, la simple apelación a principios morales o
normativamente universales que representa la invocación de la R2P debe ser
siempre analizada bajo el escrutinio de la –igualmente importante– dimensión
del poder. De no ser así, podemos volver a caer en el engaño de Libia o el de
Irak.
[1] Las normas de soft law no
son producto de ninguna de las fuentes tradicionales del derecho internacional
–el tratado, la costumbre y los principios generales del derecho– y, por lo
tanto, su cumplimiento no representa una obligación por parte de los Estados.
Éste hecho, sin embargo, no les quita importancia política a dichas normas,
como podremos apreciar en el caso de la R2P.
[2] Siguiendo el orden cronológico, podríamos
identificar: El informe “The Responsibility to Protect” de la ICISS (2002), el
informe del Alto Panel sobre retos, amenazas y cambios “A more secure world:
our shared responsibility”, el documento final de la cumbre mundial de 2005
(concretamente los párrafos 138 y 139) y el informe del Secretario General de
Naciones Unidas Ban Ki-Moon “Hacer efectiva la Responsabilidad de Proteger”
(2009).
[3] Dicho embargo se aplicó a raíz de la Resolución
1970 (2011), aprobada por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas
el 26 de febrero de 2011.
[4] Para una útil introducción al realismo
político –con todas sus variantes– aplicado a las relaciones internacionales,
ver: https://plato.stanford.edu/entries/realism-intl-relations/.
[6] Carr, EH. (1946). The twenty years' crisis 1919-1939: An
introduction to the study of international relations. (2a ed.). London:
McMillan & Co., p. 97.