Por Frank Pasquale
El trabajo puede ir mal de muchas maneras. Quienes desmantelan
barcos en Bangladesh mueren diariamente desarmando navíos abandonados con
sopletes de acetileno. Los carniceros de despiece en Iowa sufren repetidas
lesiones por estrés durante turnos de doce horas en cadenas de producción
llenas de cadáveres de reses. Los camioneros pueden soportar la versión moderna
de la servidumbre por contrato, forzados a pagar por los vehículos que usan en
su trabajo. Los jefes de ventas presionan a su personal para aceptar salarios
más bajos de modo que sus asediadas tiendas físicas puedan aguantar a Amazon
—que mantiene su propia competitividad gracias a una cultura corporativa que
recuerda a Glengarry Glen
Ross—. Los cuadros directivos de los lugares de trabajo
tecnológicos tampoco viven en los campos elíseos de la satisfacción laboral:
Una avalancha de denuncias por acoso sexual está abrumando a Silicon Valley y
el agotamiento es endémico en las startups en
apuros.
Puede parecer
extraño discutir todos estos problemas juntos —por ejemplo, los desarrolladores
de Amazon parecen tener poco en común con los trabajadores cotidianos—. Pero la
buena teoría social trata de iluminar conexiones inesperadas. El audaz Private Government de
Elizabeth Anderson[1] es una
base sólida para la educación cívica del siglo XXI sobre la democracia en el
lugar de trabajo. Anderson expone las inevitables dimensiones políticas del
trabajo. Y no nos deja duda alguna de que para los empleados el lugar de
trabajo es tiránico, gobernado a capricho de jefes explotadores y volubles.
En círculos
jurídicos, el término gobierno
privado es frecuentemente asociado con Robert Lee Hale. “Hay
gobierno”, escribió, “siempre que una persona o grupo puede decirle a otros qué
deben hacer y cuándo esos otros tienen que obedecer o sufrir un castigo”. Su
libro de 1952 Freedom
through Law abogó por “el control público del poder privado de
gobierno”. El trabajo de Hale fue una inspiración para muchas iniciativas
reguladoras que buscaban embridar las peores prácticas corporativas. Sin
embargo, en el lugar de trabajo, las iniciativas del gobierno estadounidense
han sido intermitentes y parciales, siempre a merced de cambios de rumbo
repentinos de burócratas o tribunales hostiles a los trabajadores
El Estado de
derecho ha amansado, con éxito variable, los peores abusos de los gobiernos
democráticos. E incluso donde ha fallado de forma manifiesta, el Estado de
derecho como ideal nos ha dado un lenguaje para disputar la autoridad estatal
excesiva y arbitraria. El proyecto de Anderson es abrir el camino para algo
como el Estado de derecho en el lugar de trabajo, empezando con un desafío a
las teorías económicas dominantes de la empresa.
La teoría
estándar de la empresa es una variación de la dicotomía salida y voz de Albert
O. Hirschman. En los Estados Unidos puede que las empresas no den a los
trabajadores mucha voz sobre cómo son gobernados. Pero la opción salida siempre
está disponible. De este modo, como muchos economistas han discutido, no es
posible que el trabajo sea coercitivo. Para Anderson, en cambio, decir “que
cuando los individuos son libres de abandonar una relación, no existe autoridad
en ella (...) es como decir que Mussolini no fue un dictador porque los
italianos podían emigrar”.
Por supuesto, emigrar
de un estado-nación es muy difícil y suele ser imposible para aquellos que más
quieren hacerlo. Cambiar de empleo es mucho más fácil. Pero la atrevida
perspectiva de Anderson estimula útilmente el debate sobre el poder en el lugar
de trabajo, gracias a la autocomplacencia del otro bando. Un alto porcentaje de
estadounidenses vive al día, y abandonar un empleo incluso en las mejores
circunstancias puede significar no pagar una mensualidad del alquiler,
retrasarse en los pagos de las tarjetas de crédito o peor. Y gracias a otro
mecanismo disciplinario —las calificaciones de crédito a los particulares—
incluso pequeños retrasos al pagar las facturas pueden perseguir a los
“holgazanes” durante años.
A medida que
mejora la tecnología de vigilancia, observa Anderson, las exigencias de los
empleadores se vuelven más extremas. En los invasivos “programas de salud”, los
empleadores pueden contratar agentes para vigilar de cerca las tallas y hábitos
deportivos de los trabajadores, todo en nombre de la reducción de costes en los
seguros de salud. Una emergente “industria de la felicidad” monitoriza los
estados de ánimo, los sentimientos y el tono de voz de los empleados, tanto
para promover la productividad como para asegurar la máxima conexión emocional
con los clientes. Pero incluso mayores humillaciones han sido documentadas en
los lugares de trabajo estadounidenses. Por ejemplo, hasta los más íntimos
detalles de las vidas de los trabajadores son escrutados —sus pausas para ir al
baño pueden ser limitadas y pueden ser obligados a dar muestras de orina para
pruebas de consumo de drogas—. Un tribunal tras otro ha caracterizado el
“consentimiento” del contrato de trabajo como disolvente universal para toda
clase de normas de trato digno.
Anderson expone
con éxito una mistificación en el centro del poder corporativo. La empresa ha
sido denominada como mero “nexo de contratos” y la relación laboral uno de los
muchos tratos que aborda. Y puede que en un mundo jeffersoniano dominado por
pequeñas empresas pudiéramos imaginar acuerdos sobre salarios y condiciones
laborales entre partes con el mismo poder aproximadamente. Pero en una sociedad
en la que casi la mitad del trabajo en empresas es en corporaciones con más 500
empleados, el capital tiene la ventaja. Incluso en lo que respecta a pequeñas
empresas, la clase burguesa estadounidense de pequeños propietarios está, de
lejos, mucho más a salvo financieramente que el precariado a quienes tienden a
contratar.
El futuro tampoco
es muy halagüeño. La gig
economy [la economía de los pequeños encargos y
contrataciones] agrava la sensación de impotencia de los trabajadores,
condenándolos a una subasta inversa en la cual están constantemente presionados
para reducir sus demandas salariales con el fin de desbancar a sus rivales. Es
difícil imaginar una acción colectiva exitosa entre trabajadores independientes
que pidan mejores condiciones cuando hay agencias federales que están ojo
avizor, preparadas para abalanzarse sobre dichos esfuerzos como potenciales
violaciones de la legislación antitrust.
El modelo
jurídico-económico tradicional del empleo es un contrato legitimado por el
consentimiento. ¿Pero por qué es el contrato algo bueno? Dos justificaciones
son comunes. La primera es esencialmente narrativa y procedimental: El contrato
representa no tanto una imposición desde arriba como la negociación fidedigna
de las partes intentando llegar a un acuerdo mutuamente beneficioso. Esa
versión de los hechos se sostendría, digamos, en el caso de una ferretería
local acordando con una constructora la entrega diaria de madera a una obra.
Las partes (o sus abogados) podrían regatear y pedir modificaciones si las
condiciones o sus preferencias cambian. Compárese esta relación con el fajo de
documentos de “renuncie usted a sus derechos” al que el empleado medio de una
gran empresa se enfrenta en su primer día de trabajo. ¿De verdad te atreves a
negociar las condiciones de tu empleo? Y si el jefe se desvía de estas
condiciones, ¿cuáles son los costes relativos y beneficios de insistir en tus
derechos? Sucintamente, muchos contratos de trabajo son simplemente impuestos,
del mismo modo que una ciudad puede imponer ordenanzas a sus residentes —pero
sin las formas de control democrático que legitiman el funcionamiento de un
gobierno público—.
Otra corriente de
pensamiento económico insiste en que aceptamos el gobierno privado
incontrolable que la contratación crea intencionadamente porque este régimen
genera más bienestar social que otras formas de regular el lugar de trabajo.
Mientras que ese utilitarismo puede ser atractivo como un modelo económico
básico de la regulación concebida como coste, esta generalización se marchita a
la luz de la evidencia empírica. No está en modo alguno claro que el mayor PIB
per cápita en los Estados Unidos indique realmente una mejor vida de sus
ciudadanos —especialmente de sus trabajadores— en comparación con los regímenes
de gobernanza en el lugar de trabajo más matizados que prevalecen en Europa.
Entonces, ¿qué
hacemos respecto al desequilibrio de poder entre jefes y trabajadores, capital
y trabajo? Anderson no nos da una agenda para la reforma, ese no es el
propósito de su libro. En su lugar, nos ayuda a modelizar el problema del lugar
de trabajo de un modo nuevo. El consentimiento no legitima muchas de las
relaciones laborales. Tampoco podemos asumir cómodamente que la presión y la
precariedad sufrida por tantos trabajadores “se diluya” en el paraíso de
consumo que muchos apologetas presumen disfrutar en sus horas libres. Anderson,
una académica que proviene de la filosofía y los estudios de género, nos lleva
más allá de modelos económicos, hacia una comprensión política del lugar de
trabajo —demasiado a menudo una muñeca rusa de tiranías anidadas: del capital
sobre el consejo de administración, del consejo de administración sobre los
gerentes y de la gerencia sobre la mano de obra—. Esta es una contribución
valiosa porque, como ha señalado Mike Konczal, en política, un marco adecuado
del problema es críticamente importante. Konczal, que escribe sobre reforma
económica y financiera, explica lo siguiente en su blog Rotrybomb:
Los analistas
políticos tienden a pensar en términos de soluciones. ¿Quién hará qué, cómo?...
[Y] ¿qué es lo que se pierde y se gana al final? (...) Pero para la mayor parte
del resto de personas la política es sobre la articulación de problemas. ¿Qué
ha ido mal y por qué? ¿Qué hay en el núcleo del problema y qué es solo
tangencial a él? ¿Podemos solucionarlo, mejorarlo o simplemente vivir con ello?
El reformismo
gradual proporciona un conjunto de respuestas superficial (aunque obviamente
meritorias) en el contexto del trabajo asalariado. Garantizar a los
trabajadores más días de baja, incrementar el pago de las horas extra y obligar
a horarios más estables se encuentran en la agenda de muchos liberales.
Anderson sugiere un conjunto de demandas mucho más ambicioso para reestructurar
el lugar de trabajo. Cree que el trabajo se ha ido al traste por culpa de
profundas diferencias de poder entre trabajadores, gerentes y los dueños del
capital a quienes los gerentes deben satisfacer. La cuestión central para
Anderson no son horas extra pagadas o más días libres, se trata más bien de
cómo gobernamos los lugares en los que la mayoría de los norteamericanos pasan
un tercio de su vida adulta. Uno no puede terminar Private Government sin
la fuerte sensación de que debemos traer más elementos de la democracia al
lugar de trabajo contemporáneo —no sea que sus dinámicas patológicas de tiranía
y servilismo acaben afectando al ámbito político encargado de atemperarlas—.
Notas:
[1] Elizabeth Anderson, Private
Government How Employers Rule Our Lives (and Why We Don't Talk about It), Princeton
University Press, Princeton, 2017.