La idea de
la superioridad moral de Occidente posee una historia legible, que está ligada
desde el principio a la conquista y a fantasías de dominación racial
Por Ben
Ehrenreich (The Baffler)
A finales de noviembre de 1939, Walter
Benjamin, un escritor judío sin empleo que había estado viviendo en París, fue
liberado de un improvisado campo de prisioneros para ciudadanos alemanes que se
encontraba en un castillo abandonado junto a la ciudad de Nevers, en el centro
de Francia. Había pasado casi tres meses en confinamiento desde que Hitler
invadió Polonia, lo que llevó a Francia a declarar la guerra a Alemania.
Algunos amigos influyentes pudieron conseguir que lo pusieran en libertad.
Benjamin regresó a su apartamento de una habitación en un séptimo piso de
París, mientras Europa entraba en guerra, y comenzó a escribir lo que sería su
última obra, los veinte fragmentos de un párrafo de longitud que componen entre
todos las Tesis
sobre la filosofía de la historia.
Tesis es un ensayo extraño que perdura
en el tiempo, es denso y elíptico, y su intención, según el biógrafo de
Benjamin, Bernd Witte, es servir como “consideración fundamental sobre la
esencia del tiempo histórico”. Sin embargo, a pesar de toda su abstracción, una
gran parte parece estar de triste actualidad. En un fragmento, Benjamin expresa
su desprecio por el “asombro por que las cosas que estamos viviendo ‘todavía’
sean posibles en el siglo XX”. Como si quisiéramos darle la razón, bien entrado
el siglo XXI, y con el fascismo avanzando paso a paso de Washington a Brasilia,
nos hallamos preguntándonos atónitos de nuevo: ¿cómo puede estar esto pasando
todavía?
Antes como
ahora, el problema (uno de ellos al menos) fue, y es, una fe sin examinar en
una noción profundamente irracional, que nos ciega frente a unos hechos y
circunstancias que de otro modo resultarían palmarios, y que, contra toda
evidencia en contrario, siguen dando forma a nuestros pensamientos y caracterizando
nuestro discurso político. En síntesis, somos esclavos del fetiche del
progreso: la creencia en que la historia posee una dirección y una finalidad,
la fe en que la humanidad camina por una senda siempre ascendente, aunque
tortuosa, hacia una mayor y mayor perfección.
Para
rebatir este credo, Benjamin planteó una curiosa interpretación de un por
entonces desconocido dibujo de Paul Klee, que se había dado el gusto de comprar
en 1922 y que había colgado como un amuleto en la pared de todos los pisos en
los que vivió. Representaba un ángel. Sus alas estaban extendidas y su cabeza
estaba completamente girada para mirar de espaldas al espectador. Ese era,
escribió Benjamin, el “ángel de la historia”, impelido hacia el futuro, pero
mirando hacia el pasado: “Donde ante nosotros aparece una cadena de sucedidos,
él ve una única catástrofe que acumula sin cesar ruinas y más ruinas y se las
vuelca a los pies”. Un terrible vendaval empuja al ángel hacia adelante, sigue
el texto: “Ese vendaval es lo que nosotros llamamos progreso”.
En
1940, cuando Benjamin se vio obligado a huir de su último piso en París, la
idea de progreso llevaba más de un siglo suministrando el relato dominante que
permitía a los europeos comprenderse a sí mismos. El siempre amenazado edificio
de la civilización occidental (los temores actuales de la extrema derecha no
son tan diferentes de los temores de la extrema derecha de hace 80 o 160 años)
es inconcebible sin esa idea. El progreso describía para los europeos su
pasado, su lugar en la senda hacia el futuro y su relación con todas las otras
personas del planeta. Creaba una jerarquía sencilla en la que se podía
encasillar cada tiempo, cada lugar y cada persona. Para mediados del siglo XIX,
la fe en el progreso era ya tan ubicua que resultaba casi invisible para sus
adeptos, se consideraran ellos mismos revolucionarios o tradicionalistas, y
vivieran en la misma Europa, en los asentamientos rápidamente crecientes de las
Américas o Australia, o en las colonias remotas de África o Asia. Ponerlo en
duda con un mínimo de seriedad suponía marginarse a uno mismo por excéntrico,
hereje o tonto. En la imaginación europea (que funcionaba cada vez más en
términos raciales) el progreso definía el mundo.
La
granificación de la humanidad
A pesar de su
pretensión por querer alcanzar una inalterabilidad cósmica, la idea de progreso
en Occidente posee una historia legible, que está ligada desde el inicio a la
conquista y a fantasías de dominación racial. El consenso general es que su
primera articulación explícita apareció en un discurso que pronunció en 1750 el
brillante economista político Anne Robert Jacques Turgot, que por entonces
contaba solo con 23 años. Seguramente no sea una coincidencia que un temprano
evangelizador de la libertad económica (“todas las ramas del comercio tendrían
que ser libres, equitativamente libres y totalmente libres”, escribió en 1773)
fuera también el primero en exponer la ideología que acompañaría en todas
partes la proliferación del capitalismo.
Turgot
contaría con numerosas oportunidades para probar sus teorías económicas, quizá
incluso su convicción, en que la humanidad estaba destinada a deshacerse de
todos sus defectos. En 1774, cuando ocupaba el cargo de inspector general de
finanzas de Luis XVI, emitió un edicto que abolía las restricciones que
regulaban el comercio de cereales en Francia. La cosecha de ese año no fue
buena. Los comerciantes, libres de las leyes que prohibían el
aprovisionamiento, acumularon trigo para que subieran los precios. A esto le
siguió la hambruna y después vinieron los disturbios. En un alzamiento que más
tarde los historiadores considerarían un preludio de la Revolución Francesa,
masas de gente, muchas de ellas lideradas por mujeres, obligaron a los
terratenientes y a los comerciantes a vender sus cereales a precios razonables.
La Guerra de la Harina, como pasaría a conocerse, terminó con una feroz
represión, cuando el Gobierno movilizó a veinticinco mil efectivos militares.
En 1776, las intrigas de palacio provocaron el despido de Turgot, y rápidamente
se anularon todas sus reformas. Quizá fue afortunado, ya que falleció en la
intimidad, de gota, doce años después de que el monarca pasara por la
guillotina.
De cualquier modo, su discreta caída
supone un drástico contraste con sus casi milenarias visiones sobre las
expectativas del progreso humano, siempre y cuando la humanidad en cuestión
fuera blanca y europea. Al comienzo de su discurso Una revisión filosófica de los sucesivos avances de la
mente humana, Turgot dio un paso sorprendente. Después de haber
establecido la principal diferencia entre el tipo de tiempo que rige la
humanidad y el que rige la naturaleza (lealtad inagotable a la regla cíclica de
muerte y regeneración en el caso de la segunda, mientras que los
acontecimientos humanos se sucedían los unos a los otros en un “espectáculo
siempre cambiante” y lineal a medida que nuestra especie pasaba titubeante de
la “infancia” a la “mayor perfección”), evocó el espectro de “los americanos”.
Su aparición llega en la segunda página. Al mencionarlos no estaba pensando en
los ciudadanos bien armados del actual orden político estadounidense, sino en
los habitantes originales del hemisferio, cuya presencia planteaba una especie
de problema. Si la historia iba a ser concebida como la historia del perfeccionamiento
constante de la humanidad, ¿cómo se explica la existencia de todos aquellos que
parecían estar atrasados, las tribus denominadas primitivas, que estaban
repartidas por las junglas, llanuras y desiertos?
Se podría
pensar que el progreso es una forma de pensar sobre la historia y, por ende,
sobre el tiempo, pero casi lo primero que hizo Turgot fue intercambiar el
tiempo por el espacio al referirse a América como el lugar del pasado. Explicó
el desarrollo aparentemente desigual de la humanidad, y la existencia
anacrónica de la gente que él consideraba salvajes, como el resultado de
desigualdades que ocurrían de forma natural: “La naturaleza, que distribuye sus
dones de manera desigual, ha otorgado a ciertas mentes una abundancia de
talento que ha negado a otras personas”. Las distintas condiciones
medioambientales permitían que se desarrollaran estos talentos originales con
distinta rapidez: “[…] y de la infinita variedad de condiciones nace la
desigualdad en el progreso de las naciones”.
Nosotros, los supremos
Antes de ser
ninguna otra cosa, el progreso fue una doctrina ligada a la supremacía: una
nueva y reciente fe en una época naciente de dominación europea incontestable,
una forma de celebrar la hegemonía europea anclándola en el tiempo, y una forma
de convertir a Europa, y sobre todo a la Francia borbónica, en la apoteosis
misma de los logros humanos. De forma paralela, tres cuartos de siglo después,
Hegel reclamaría el mismo honor para la monarquía prusiana: “La historia
mundial viaja de este a oeste”, declaró, “para Europa es el final más absoluto
de la historia, igual que para Asia es el comienzo”. Un siglo y medio después
de eso, pensadores como Francis Fukuyama propondrían casi el mismo argumento
para un imperio todavía más al oeste: la democracia liberal estadounidense en
su forma más agresivamente capitalista e inmediatamente después de que
terminara la Guerra Fría. En tanto que ideología para las élites con exceso de
confianza, el progreso demostraría ser extraordinariamente resistente.
No obstante, merece la pena recordar que
incluso en sus éxtasis más tempranos y más egocéntricos, los primeros profetas
del progreso tuvieron que ignorar una gran cantidad de pruebas en su contra.
Por ejemplo, los primeros europeos que posaron su mirada en las grandes
ciudades de América no las vieron igual que Turgot. Francisco Pizarro, el
conquistador de Perú, escribió en una carta al rey Carlos V, que la capital
inca de Cuzco, que Pizarro destruyó y saqueó casi en su totalidad: “Es tan
hermosa que sería digna de verse aún en España, y toda llena de palacios de
señores”. Cortés se disculpó ante el mismo monarca por no disponer de las
habilidades literarias para describir de forma adecuada las maravillas de
Tenochtitlán, edificada al otro lado del lago Texcoco, con sus templos y sus
amplias calzadas elevándose sobre el agua, aromáticos jardines y grandes plazas
públicas y mercados repletos de infinitas riquezas. Los soldados de Cortés,
escribió su teniente Bernal Díaz del Castillo: “Habían estado en muchas partes
del mundo, y en Constantinopla, y en toda Italia y Roma”, pero nunca habían
visto nada tan prodigioso como la ciudad azteca. “Lo estuve mirando, y no creí
que en el mundo hubiese otras tierras descubiertas como estas”, escribió Díaz,
pero “ahora toda esta villa está por el suelo perdida, que no hay cosa en pie”.
¡Un paso al frente, Europa!
En marzo del
año pasado, un equipo de arqueólogos británicos y brasileños publicó un
artículo sobre las ruinas que descubrieron de pueblos, carreteras y poblados
fortificados, ocultos por la vegetación del Amazonas desde hacía mucho tiempo,
y concluyeron que eran vestigios de hasta un millón de personas que
desaparecieron casi en su totalidad al mismo tiempo, aproximadamente cuando los
europeos llegaron al continente. “Las enfermedades viajaban mucho más rápido
que la gente”, le explicó el arqueólogo jefe a The Guardian. La población del Amazonas podría
haber sido aniquilada en su mayoría antes incluso de que los portugueses
llegaran a la zona. El genocidio ayudó también. La población indígena de
América disminuyó probablemente en casi un 90 % en los primeros 150 años
después de la conquista.
Siendo sinceros, no es un mal truco, tan
impecablemente inteligente que Turgot y muchos otros millones de personas ni
siquiera consideraron que fuera un truco: deja que los agentes biológicos te
ayuden a conquistar la mitad del mundo, y luego sacrifica y esclaviza a los que
los microbios dejen vivos. Más adelante podrás afirmar que lo poco que queda de
las civilizaciones que has destruido son unos primitivos y unos salvajes, e
interpretar la humillada manera en que muchas de tus víctimas sobreviven como
prueba de tu superioridad intrínseca, tu derecho a reinar sobre ellos y a
continuar explotándolos con el pretexto de fines civilizadores. En tanto que
ideología que situó a la cultura europea en la cúspide de la historia humana y
relegó a todos los demás al desierto inhabitado del tiempo, el progreso
funcionó como explicación de la dominación europea y, al mismo tiempo, como justificación
del sacrificio y saqueo del que dependía, y continúa dependiendo.
Turgot
elaboró un relato que, con algunas modificaciones, se generalizaría poco tiempo
después: la civilización pasó de las otrora grandes civilizaciones de Egipto,
India y China, que terminaron ahogadas en su propio despotismo, y avanzó, a
través de los fenicios (en sí mismos, meros “agentes de intercambio entre los
pueblos”) hasta llegar a Grecia y luego Roma. Este último imperio, víctima de
su propio descenso hacia la tiranía, “al final se desintegró de repente” como
consecuencia de los ataques de unas hordas oportunistas. Según Turgot, el auge
del islam merecía una breve condena, casi parentética, por ser “un torrente
furioso que arrasa con el territorio que va de las fronteras indias hasta el
océano Atlántico y los Pirineos”. Turgot pasa por alto las glorias de Bagdad y
al-Ándalus y evita hacer comentarios al respecto, aunque reconoce que los
académicos islámicos cumplieron la función de transmitir el pasado de Europa
hacia su futuro, al diseminar “las débiles chispas” de sabiduría griega que
habían conseguido conservar. Y con eso fue suficiente. “Los tesoros de la
antigüedad, rescatados del polvo… convocaron al genio de las profundidades
desde su retiro. Ha llegado la hora”, se entusiasmó Turgot, “¡da un paso al
frente, Europa, y sal de la oscuridad que te mantenía oculta!”.
Su discurso
concluía con una oda al rey, no para el que trabajó Turgot y que más tarde
perdería su cabeza en la plaza de la Concordia, sino a su predecesor, el
también llamado Luis, que falleció de viruela en su cama del palacio de
Versalles. “¡O Luis, qué majestuosidad te rodea!”, cantó Turgot. “El siglo de
Luis el Grande, que tu luz embellezca el precioso reinado de su sucesor! ¡Que
dure por siempre y se extienda por todos los rincones del mundo!”.
Los hijos perfectos de Dios
Hoy en día
resulta un acto reflejo considerar a las civilizaciones pasadas como estúpidas
y supersticiosas (o al menos más estúpidas que nosotros), y es difícil imaginar
el alivio que los pensadores de la época de Turgot tienen que haber sentido al
librarse de la carga del pasado y lanzarse hacia un futuro sin límites. Las
generaciones anteriores de seres humanos que se encontraban en casi todas las
parcelas del planeta habían venerado a sus ancestros, y qué rollo tendría que
haber sido cargar allá donde fueran con esos vejestorios y sus tontas ideas, y
además hacerlo siempre con una sonrisa en la cara. El júbilo de Turgot se
entreveía en su puntuación y en la impaciencia de su sintaxis: “¡Qué opiniones
tan ridículas caracterizaron nuestros primeros pasos! ¡Qué absurdas fueron las
causas que nuestros padres imaginaron para darle un sentido a lo que veían!
¡Qué monumentos tan tristes son para la debilidad de la mente humana!”.
La primera cosa que se apresuró a
descartar fue la idea de que todas las cosas están vivas y dotadas de
divinidad. Esta idea (muy extendida por aquel entonces en todas las creencias
animistas de los pueblos conquistados y no conquistados de todo el mundo, en
las creencias folclóricas de Europa y en las vertientes más panteístas de sus esotéricas
teologías) era, en opinión de Turgot, una de “esas engañosas analogías a las
que se abandonaron por inmaduros los primeros hombres, sin haber reflexionado
mucho”. Al igual que los niños, explicó Turgot, imaginaron que todas las cosas
que percibían y que “eran independientes de sus propios actos, habían sido
producidas por seres parecidos a ellos, aunque fuesen invisibles y más
poderosos”. Por ese motivo supusieron, con superstición, que “todos los objetos
de la naturaleza tenían sus dioses”. Para contrarrestar esto se alió, aunque
sin mucho entusiasmo, con un monoteísmo estéril, que se inclinaba por la deidad
cristiana en la parte final de su discurso, aunque solo de pasada y sin una
pizca del fervor que confirió a temas como la razón, Europa y Francia. Sin
embargo, la tarea de despojar de agencia y divinidad al mundo natural parecía
ser algo importante y no podía ser desdeñada. Para que pudiera avanzar la gran
procesión del progreso, primero había que despejar la escena de rivales. Todo
el mundo tiene que morir y solo puede vivir el hombre, que se dirige apresurado
hacia la gloria de su destino.
Esta extraña
idea aparecería de nuevo, con mayor fuerza si cabe, en la obra del amigo y
biógrafo de Turgot, Marie Jean Antoine Nicolas Caritat, más conocido como el
marqués de Condorcet. Un ardiente defensor de la República, Condorcet ocupó el
cargo de secretario de la Asamblea Legislativa durante los primeros años de la
Revolución, hasta que se disolvió ese órgano y se destronó al rey en 1792. Con
toda seguridad, en aquellos días el mundo debió haber dado la impresión de
acabarse o comenzar de nuevo. Condorcet dio la bienvenida a su renacimiento.
Sin embargo, estaba en desacuerdo con las facciones más radicales de la
Revolución y se mostraba profundamente crítico con la constitución que
redactaron en junio de 1793 Robespierre y Saint-Just. En julio, se dictó una
orden de arresto en su contra.
Condorcet
pasó los seis meses siguientes escondido y encerrado en una casa situada en una
pequeña calle de París ubicada al norte de los jardines de Luxemburgo. A los
tres meses de estar recluido, le condenaron a muerte por rebeldía. Había
empezado el terror. A pesar de las presiones, Condorcet siguió trabajando en el
texto por el que pasaría a ser más conocido, un extenso tratado
sorprendentemente optimista titulado Esbozo para un cuadro histórico de los progresos del
espíritu humano. “La perfectibilidad del hombre es realmente
infinita”, escribió en la introducción, y “los progresos de esta
perfectibilidad […] no tienen más límites que la duración del globo al que la
naturaleza nos ha arrojado”.
No viviría
para ver esta obra publicada. A principios de abril de 1794 le informaron de
que su captura era inminente y Condorcet huyó de París. Dos días más tarde,
entró en la posada de un pueblo a las afueras de la ciudad, sangrando por una
herida en la pierna y zarrapastroso por dormir al raso. Pidió una tortilla
francesa. Cuando el propietario le preguntó cuántos huevos quería, Condorcet,
que probablemente hacía días que no comía, despertó la sospecha del mesonero al
contestar “una docena”: solo un aristócrata se atrevería a pedir una tortilla
de doce huevos. Lo llevaron a rastras a la cárcel de la comuna de
Bourg-la-Reine, que por aquel entonces era conocida como Bourg-l’Égalité o, lo
que es más o menos lo mismo, Igualburgo. Los relatos varían, pero a la mañana
siguiente o la que vino después, lo encontraron muerto en el suelo de su celda.
Condorcet,
mientras permanecía escondido en París y trabajaba en el Esbozo, confinado
en las habitaciones de la pequeña casa de la Rue Servandoni, con su país en
guerra contra la mayor parte de Europa, y al escuchar las frecuentes noticias
de cómo sus amigos y colegas eran decapitados, sin duda tuvo que haber
sospechado que su propia muerte, y no muy agradable, probablemente no estaba
muy alejada. Sin embargo, estaba convencido, con un fervor que solo puede
describirse como eufórico, de que no había otro camino para la humanidad que no
fuera el de la perfección siempre en aumento. El último capítulo del texto
estaba dedicado a pronosticar un esbozo de ese brillante futuro. Todas las
personas del planeta, predijo, “un día llegarán a alcanzar el estado de
civilización al que han llegado los pueblos más ilustrados, los más libres, […]
los franceses y los angloamericanos”. Y esto supondrá el fin de “la servidumbre
de los indios, de la barbarie de los pueblos africanos, de la ignorancia de los
salvajes”.
Condorcet fue un hombre valiente, y
un héroe en todos los sentidos: solo tenía palabras de condena apasionadas y
elocuentes contra el esclavismo, la opresión de las mujeres y la brutal
explotación de los pueblos colonizados. Aun así, su certidumbre se apoyaba en
una convicción profunda e inquebrantable en la superioridad moral de Europa, a
pesar de las abrumadoras pruebas de lo contrario que se multiplicaban por
minuto. La esclavitud y las diversas crueldades que Europa había infligido en
los pueblos de África y Asia estaban a punto de finalizar, creía él, “y nos
convertiremos en instrumentos de beneficio para ellos, y en los generosos
defensores de su redención del cautiverio”. Sin duda, bastante fantasioso: el
traficante de sufrimiento humano reconvertido en ilustrado liberador, y su
transformación gratamente reconocida por la carga a quien tan recientemente
había atormentado. Como se puede observar, las raíces del complejo de blanco
salvador tienen al menos dos siglos y cuarto de profundidad.
Condorcet
estaba serenamente seguro de que Europa era la dueña exclusiva de la razón, de
la paz y de la justicia, a pesar de los conflictos que habían destruido el
continente durante el siglo anterior (una guerra de siete años que había
acabado con la vida de casi un millón de personas hacía tres décadas y las
guerras por las sucesiones de Austria y España que habían matado entre ambas a
otro millón y medio de personas), y a pesar del conflicto en el que
recientemente se había visto envuelta. Europa había iluminado el camino de la
humanidad hasta ese momento y por ese motivo el continente también estaba
destinado a abrirse paso entre la restante oscuridad, y a liderar los
diseminados pueblos de la tierra hacia un futuro sin guerras, ni opresión, ni
discriminación por sexo o prejuicios tribales. La higiene mejoraría, y la
nutrición y la medicina. La longevidad humana aumentaría. Se extendería por la
tierra un idioma universal que “haría que los errores fueran casi imposibles”.
Salvo por la parte sobre el idioma (el inglés funciona bastante bien) esta es
todavía la fe que alimenta el neoliberalismo contemporáneo y la lógica del
“desarrollo”: la expansión mundial de los métodos europeos, es decir, mercados
abiertos e instituciones liberales, espoleará los avances tecnológicos y
mejorará la situación de todos, indefinidamente. Un día los nativos nos lo
agradecerán. Sin duda, esta es una visión poderosa y seductora, al menos para
aquellos que se han autoerigido en sus principales gestores. No es de
sorprender que Condorcet se aferrara a esta idea aun cuando el mundo que
conocía estaba desapareciendo de forma sanguinolenta.
La biografía de las razas
Como es
lógico, en cada estadio del mito del progreso se producen sacrificios de
sangre, aunque algunos destacan sobremanera. En el tercer volumen de su
monumental Atenea
negra, Martin Bernal escribió sobre el sorprendente descubrimiento
que se había realizado en 1978 en Cnosos, en el que habían aparecido vasijas de
cerámica, probablemente con más de 3600 años de antigüedad, con restos de niños
desmembrados. Sus huesos tenían marcas de cuchillos. Habían sido descuartizados
y, al parecer, cocinados. No muy lejos de allí, los arqueólogos encontraron
cerámicas y ánforas decoradas con escudos y la cabeza de una Gorgona, que son
imágenes que se asocian con Atenea. Otros especialistas serían más cautos, pero
para Bernal el descubrimiento confirmaba que Atenea, la diosa de la sabiduría y
de la guerra, “estaba relacionada con los sacrificios humanos y, en particular,
de niños”.
En ese volumen, que se ocupa
principalmente de ofrecer pruebas lingüísticas de la herencia africana y
asiática en la Grecia antigua (la Grecia clásica, según el cálculo de Bernal,
le debía casi un 40 % de su vocabulario a las lenguas egipcias antiguas y a las
lenguas semíticas occidentales), Bernal también afirma que Atenea era una
descendiente de la diosa egipcia Nēit y una prima hermana de la deidad cananea
Anat. Las tres eran poderosas figuras: guerreras sedientas de sangre “de
virginidad renovable”, en palabras de Bernal. Las tres estaban asociadas con
tejer y con pájaros de caza: Nēit con el buitre, Anat con el águila y Atenea
con el búho. Tanto Platón como Herodoto confirmaban la identificación de Atenea
con Nēit. Había unas inscripciones en Chipre, en las que Atenea y Anat
compartían un templo, que equiparaba a las dos deidades.
“No existen
los orígenes simples”, advertía Bernal. No se trata nunca de una herencia
genética directa y única, de unas raíces que ascienden por un árbol y se
bifurcan en ramas. La historia humana, sugería Bernal, se parece más a un río
que se separa en afluentes, que convergen y divergen una y otra vez; o quizá a
una multitud, que junta y separa sus brazos, y se divide en grupos menos
numerosos que en ocasiones extienden sus brazos para estrechar sus manos los
unos con los otros. El culto a Nēit se integraría prácticamente por completo en
la adoración a Isis y posteriormente esta veneración se traspasaría a la virgen
María. Anat, cuya adoración podría haber involucrado el sacrificio de vírgenes,
era considerada en el noroeste de Siria como la hermana y a veces la consorte
de Ba’al, uno de los dioses principales del panteón cananeo, que los antiguos
israelitas adoraban y rechazaban alternativamente. Las pruebas arqueológicas
descubiertas en la isla del Nilo llamada Elefantina, en la actual ciudad
egipcia de Asuán, sugieren que una comunidad aislada de mercenarios judíos que
vivió entre los siglos V y VI a.C. adoraba a Anat como la “reina del cielo” y
la consorte de Yahveh, que otros judíos contemporáneos consideraban el único y
verdadero Dios. Detrás y al lado de cualquier Uno siempre hay un otro, y detrás
de cada uno de ellos hay muchos más esperando.
El
argumento general de Bernal no iba sobre Anat ni sobre Atenea, ni siquiera
sobre la lengua, sino sobre la construcción de la historia en sí. (Atenea negra, cabe
señalar, suscitó una gran polémica. Muchas de las afirmaciones etimológicas de
Bernal han sido desacreditadas, pero su argumento historiográfico general se ha
conservado bastante bien y, en algunos casos, ha sido confirmado por la furia
desmesurada de sus críticos conservadores). Hasta comienzos del siglo XIX,
propuso, existía poca polémica sobre la deuda que la cultura griega tenía con
África y otros lugares más hacia el este. Durante el resurgir del pensamiento
griego que se produjo durante el Renacimiento, “nadie cuestionaba el hecho de que
los griegos habían sido los pupilos de los egipcios”. Durante toda la
Ilustración, los intelectuales europeos también estuvieron abiertamente
fascinados con Egipto.
Sin embargo,
en la segunda mitad del siglo XVIII, un nuevo paradigma se apoderó de Europa.
Apareció, no por casualidad, cuando las economías europeas se estaban
reconfigurando en torno al flujo por entonces constante de riqueza proveniente
de América, en su mayor parte obtenida gracias al trabajo de los esclavos
africanos e indígenas. Esta riqueza, y los rápidos cambios tecnológicos que
vinieron después, solo sirvieron para validar la cada vez más profunda
convicción en la superioridad de la civilización europea. Había que justificar
toda esa explotación de alguna manera o, si no justificarla, disfrazarla. Se
reimaginó la historia, según las palabras de Bernal, como “la biografía de las
razas”, un sujeto narrativo de las leyes que regían algo llamado progreso.
Si Europa iba
a representar la fase de madurez del desarrollo humano, necesitaría un linaje.
Como las personas obsesionadas con la genealogía suelen dar preferencia a la
pureza, sería de ayuda que sus ancestros sufrieran la menor mezcla posible.
Grecia, cuyos nativos eran indudablemente europeos, afamadamente inteligentes y
aceptablemente claros de piel, sería la elegida. Se reinventaría a los griegos
para ajustarlos a la imagen más favorecedora que los europeos pudieron
concebir: un pueblo sumamente racional y sabio, con la independencia obstinada
de una raza noble, excepcionalmente competente en cuanto al autogobierno y
despiadadamente fuerte cuando la justicia y la necesidad lo exigían.
El hecho de
que esta imagen no la habrían reconocido ni los coetáneos de los griegos, ni
los habitantes de los continentes que estaban siendo barridos bajo la
“civilización occidental” era algo irrelevante para el proyecto general de
recuperación histórica. Platón y Esquilo se convirtieron en patrimonio de los
ingleses, los alemanes y de los remotos estadounidenses. El griego se sumó al
latín como parte indispensable del currículo de la élite europea. Clásicas
surgió como disciplina. A comienzos del siglo XIX, escribió Bernal, resultaba
“cada vez más imposible tolerar que Grecia (que los Románticos habían
considerado no solo el arquetipo de Europa, sino también su infancia más pura)
pudiera ser el resultado de la mezcla de nativos europeos con africanos y
semitas colonizadores”.
Egipto, que hasta hacía poco había sido
objeto de admiración y asombro, sería ahora “arrojado a la prehistoria para que
sirviera como base sólida e inerte del desarrollo dinámico de las razas
superiores, los arios y los semitas”. A medida que el siglo XIX daba paso al
XX, se expulsaría también sin miramientos a los semitas. Toda la influencia que
tuvieron los fenicios y los cananeos sobre Grecia, y cualquier prueba sobre los
sustanciales intercambios culturales que hubo con las culturas de Mesopotamia y
el levante, y que hasta hacía poco habían sido considerados evidentes desde
todo punto de vista, a partir de ese momento estarían bajo sospecha. Salvo en
el innegable grado en que el cristianismo sería inconcebible sin ellos, los
judíos también serían en gran medida desplazados. Así es como se estableció lo
que el historiador judío Shlomo Sand denomina “la mitología de la continuidad blanca”.
Solo una cosa
más sobre Atenea. Homero acostumbraba a posponer el adjetivo glaukopis a
su nombre, lo que normalmente se traduce por “ojos brillantes” u “ojos grises”
–posee una serie de significados que varían entre brillante y resplandeciente,
y azul, gris claro o incluso verde–. Esta cuestión, seguramente, habría pasado
desapercibida para la mayoría de los amantes de los clásicos del siglo XX, para
los que los ojos claros eran un indicador de superioridad racial, pero para los
griegos, escribió Bernal, los ojos azules se asociaban con la ferocidad y con
la desgracia. “La palidez de los ojos de Atenea”, concluyó, se “sumaba al
terror que inspiraba”.
La bomba de humo del hermetismo
Hay otra
manera de pensar sobre los orígenes del progreso. A mediados de la década de
1960, la historiadora británica Frances Yates comenzó a documentar la
influencia de la tradición del hermetismo en el pensamiento renacentista:
hermetismo de Hermes Trismegisto, la mítica figura asociada con el dios griego
Hermes y el dios egipcio Tot, a quien se atribuyeron durante siglos los
variados escritos agrupados bajo el nombre de Corpus Hermeticum. El dios Hermes, que los
griegos consideraban idéntico a Tot, era un mediador entre los dioses y los
mortales, un guía que orientaba en los caminos que nos separan a nosotros de
los cielos. Hermes/Tot era el mensajero, el patrón de los viajeros, los
ladrones y los buscadores. En su forma más antigua, como Tot, era el escriba de
los dioses (representado en ocasiones con la cabeza de un ibis o la cabeza de
un babuino, o con la cara de un perro en el cuerpo de un babuino). Fue Tot
quien entregó los jeroglíficos a la humanidad y con ellos vinieron la
astronomía, la medicina, la botánica y las matemáticas, que son los regalos de
todas las numerosas formas de conocimiento del cosmos.
Su supuesto
heredero, Hermes Trismegisto, o “tres veces grande”, era también una especie de
puerta entre la sabiduría divina y la ignorancia humana, que transmitía la
sabiduría que se había perdido desde hacía varias generaciones, e iluminaba los
caminos secretos que permitían acceder a lo divino. En La ciudad de Dios,
Agustín de Hipona escribió que Hermes Trismegisto vivió “mucho antes que los
sabios y los filósofos de Grecia”, y que era nieto del dios Hermes y, por tanto,
un primo lejano de Prometeo, que robó el fuego de Zeus y se lo entregó como
regalo a la humanidad, del mismo modo que Tot nos había dado la escritura. Los
textos actuales del hermetismo son un conjunto heterogéneo, no tan antiguo como
supuso Agustín de Hipona, aunque Cosme de Médicis no lo sabía cuando, en 1460
aproximadamente, hizo que se los trajeran a Florencia desde el monasterio de
Macedonia donde sus agentes lo habían descubierto. Cosme ordenó a Marsilio
Ficino que los tradujera al latín lo más rápido posible. Ficino ya estaba
trabajando en una traducción de los textos completos de Platón, pero Cosme le
dijo: para con eso y ponte con esto primero. Cosme era viejo y quería leer al
legendario Hermes Trismegisto antes de morir; Platón era menos importante.
Los textos en
sí fueron seguramente redactados por varios autores diferentes desde mediados
del siglo I hasta finales del siglo III d.C. Estaban escritos en griego, pero
seguramente se habían redactado en Egipto. En ellos están estrechamente relacionadas
la teología, la cosmología, la magia y lo que hoy en día llamamos ciencia
(astronomía, medicina, botánica y matemáticas). Juntos conforman, sostuvo Yates
a lo largo de toda su carrera, una corriente oculta y muy reprimida que orientó
de diversas maneras a muchas de las grandes mentes europeas del Renacimiento y
la Ilustración: desde Bruno, Ficino y Pico della Mirandola hasta Bacon, Leibniz
y Newton. En otras palabras, el tesoro más enorgullecedor de lo que insistimos
en llamar civilización occidental, es decir, su tradición de razón empírica y
crítica, estuvo hasta el siglo XVIII intercambiando ideas de manera fructífera
y más o menos constante con las obras esotéricas del misticismo egipcio y
gnóstico que se atribuyen al nieto de un dios estafador.
En los años subsiguientes, este
ascendiente directo sería eliminado de forma meticulosa. Las corrientes de
pensamiento y creencia con las que se había cruzado de forma fructífera (las
tradiciones místicas judías y cristianas, la alquimia paracelsiana y la filosofía
neoplatónica) pasarían a ser marginadas y ridiculizadas. Poco más de una década
después de la muerte de Newton, el historiador alemán Johann Jakob Brucker
publicó una monumental e influyente historia de la filosofía, la primera en su
clase, en la que caracterizaba a los textos del hermetismo (además de la cábala
y el neoplatonismo) como philosophia
barbarica. Eran, según Brucker, supersticiones corruptas y paganas
que se oponían a la historia eminentemente racional de búsqueda de la verdad
cristiana y europea. Diderot copió muchas de las entradas de su Enciclopedia directamente
de Brucker, y así es como sus ideas se introdujeron clandestinamente en el
corazón de la Ilustración francesa.
Ese momento
histórico era el mismo en que el grandioso relato del progreso, ese glorioso
arco de razón que había viajado hasta París y Londres desde Atenas y Roma,
estaba comenzando a tomar cuerpo, y también era el crítico período en el que,
como documentó Bernal, los griegos estaban pasando a ser los elegidos y se
estaban borrando todos los vestigios de África. La obra de Brucker se publicó
en latín en 1744, la Enciclopedia comenzó
en 1751 y el Cuadro
filosófico de los progresos sucesivos del espíritu humano de
Turgot apareció en 1750. Durante la mayor parte de los dos siglos siguientes,
los textos del Corpus
Hermeticum quedarían relegados a los márgenes prohibidos e
irrisorios de la cultura. Tomarlos en serio hacía que te tacharan de ocultista,
estafador o charlatán. Igual que si fuera un continente olvidado, el Corpus Hermeticum no
sería redescubierto hasta mediados del siglo XX, cuando los historiadores
italianos, y más tarde Yates, comenzaron a rescatarlo del desprestigio que lo
había mantenido proscrito durante tanto tiempo.
Pero quizá
Hermes tres veces grande nunca desapareció del todo. ¿Acaso la idea misma de
progreso no dependía también de la convicción, que tan rotundamente se expone
durante todo el Corpus
Hermeticum, de que el cielo está para disfrutarlo y que los
humanos, a pesar de nuestros cuerpos mortales, somos en esencia divinos,
capaces de comprender todo lo que existe e incluso capaces de compartir los
poderes creativos de lo divino? “Pero para poder concebirlo [a Dios] es
necesario que te vuelvas igual a él”, aconsejaban los textos del hermetismo,
para luego pasar a explicar cómo hacerlo: “[Sal] fuera de todo cuerpo para
poder así agrandarte hasta su tamaño inmensurable; que te sitúes más allá del
tiempo para que puedas convertirte en eternidad; solo entonces podrás conocer a
Dios”. Y por si eso no fuera suficiente, el texto proseguía: “Porque si te
haces cargo de que nada te es imposible, habrás entendido que eres inmortal,
que puedes conocer todas las cosas, todo arte, cualquier ciencia y las
características de cualquier ser vivo”.
Esto, incluso
mucho tiempo después de que Hermes hubiera sido proscrito, seguiría siendo el
credo mismo que subyace en el afán científico moderno: que todas las cosas
pueden conocerse y que se puede dominar toda la naturaleza; que la humanidad, o
al menos un subconjunto civilizado de la misma, estaba encaminada hacia la
perfección. Él (y hasta hace muy poco siempre era solo él) podía comprender el
comportamiento de las estrellas más lejanas, del núcleo de las células y las
vísceras del átomo, la naturaleza de las tortugas y de los jilgueros, y también
a los desafortunados salvajes que no podían recorrer este camino sin ayuda.
Podía construir una sociedad en la que la justicia reinara y los seres humanos
vivieran, como dioses, en pie de igualdad. Esta visión, o los pocos destellos
que quedaban de ella, no solo sería un garrote para el imperio. ¿Cómo se puede
imaginar cualquier fe revolucionaria sin ella, y no solo la fe, sino también la
práctica?
Canción de redención
Al
menos para Walter Benjamin, rechazar el hecho de estar cegado por las falsas
promesas del progreso no significaba que toda esperanza estuviera perdida.
Significaba que uno podía empezar a ver. Incluso hacia el final, Benjamin creía
que el pasado contiene en sí una orientación hacia su propia redención. Esto
quizá es menos místico de lo que parece. Comprendía el presente (que denominaba
“tiempo-ahora”) como preñado de todo lo que le precede, y creía que cada
momento contenía en su interior, “en un enorme resumen”, la totalidad del
pasado. El pasado no es inerte, sino que clama a gritos rectificación. Existe
en el presente como una exigencia. El “tiempo-ahora”, escribió, está “cargado
de astillas del tiempo mesiánico”. Si la eternidad, todo lo pasado y todos los
futuros, revolotea sobre cada momento, entonces podemos agarrarla ahí. En otras
palabras, aquí mismo.
Para Benjamin
esto solo podía ser un acto político. Significaba dar un vuelco a cualquier
estructura que dependiera de la explotación del trabajo (que es lo mismo que
decir no solo nuestro sudor y nuestras habilidades, sino nuestro tiempo, en
toda su divinidad mientras corre por nuestras venas) o de la “dominación del
tiempo”, que a su vez guarda relación, sugería, con cualquier otra forma de
explotación. Y significaba rechazar la soñolienta fantasía de que la historia
nos llevaría a una tierra mejor. Porque no lo haría. Había que hacer añicos el
tiempo y reventar la historia. Solo así podría redimirse, y junto con ella,
nosotros.
Para
Benjamin, esto no era una elección. La redención no yacía tras una puerta
distante al final de un camino que podíamos elegir no tomar, ni había otras
vías más sencillas y más fáciles que podríamos tomar con menos esfuerzo, que no
obstante nos permitirían sobrevivir. Entonces, como ahora, la única vía
alternativa conducía a la extinción.
En junio de
1940, poco después de que Benjamin finalizara las Tesis sobre la filosofía de la historia, las
tropas alemanas entraron en París. Benjamin huyó a Lourdes y luego a Marsella.
Dejó una copia de las Tesis a
su amiga Hannah Arendt, otra filósofa judía alemana que esperaba, como él,
poder escapar hacia Estados Unidos desde Portugal. En septiembre de ese año,
Benjamin consiguió llegar hasta la ciudad durmiente de Port Bou, en el lado
español de la frontera con Francia. No le recibieron ni con hospitalidad ni con
misericordia. La policía local le informó de que lo escoltarían de regreso a la
frontera a la mañana siguiente y lo entregarían a las autoridades francesas, y
por tanto, casi con toda seguridad, a la Gestapo. Benjamin, enfermo y exhausto,
perdió toda esperanza. Cuando estaba solo en su habitación de hotel, ingirió
una sobredosis de pastillas de morfina. Su cuerpo permanece en Port Bou, en un
cementerio situado en lo alto de un risco con vistas al mar Mediterráneo.
Hannah
Arendt consiguió escapar. Ella y su marido obtuvieron el permiso para salir de
Francia y pasar por España para llegar a Portugal, donde pasaron tres meses
atrapados en Lisboa. Pasaban las horas leyéndose el uno al otro y en voz alta
las palabras de Benjamin, y las leían también para un pequeño grupo de
refugiados que se había reunido allí, esperando poner rumbo hacia un lugar
seguro, en los márgenes de un mundo que se estaba desmoronando.
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Este artículo
se publicó en inglés en The
Baffler.
Traducción de Álvaro San
José.
Ben Ehrenreich es el autor de las novelas Éter y Los pretendientes. Su último ensayo, El camino hacia la primavera:
vida y muerte en Palestina, ya está a la venta en Penguin Press.